Cura de Pueblo – V

By on mayo 6, 2021

V

LO ÚLTIMO QUE PIDIÓ

Aquella mañana el sol brillaba como nunca. Como quizás deslumbra cuando se sabe que será la última luz que se le verá. El 22 de diciembre de 1815, el coronel De la Concha iba con el padre Morelos en un carruaje cubierto, escoltado por cientos de dragones. Transitaban a buen paso por la Calzada de Guadalupe, cuando súbitamente los militares hicieron alto en el Tepeyac, en la calle que llevaba hasta la Capilla del Pocito.

Por un momento el prisionero pensó que allí lo matarían, pero no era eso. Aún no. El militar realista, que sin decirlo había llegado a cobrarle afecto, decidió permitirle que rezara frente a la Virgen de su veneración. Luego, de nuevo al carruaje, a paso rápido hasta Ecatepec. Cuando llegaron, contemplando aquella iglesia, Morelos comentó que era hermosa, que le recordaba la suya de Carácuaro.

–Hubiera querido Dios que nunca la abandonara, señor Morelos.

–Señor De la Concha, cada criatura tiene una misión en el mundo. Yo creí que la mía era luchar por una mejor vida para mis paisanos. No me arrepiento de nada, estoy en paz con mi corazón y mi conciencia.

Meneando la cabeza, De la Concha lo condujo a una mesa muy bien dispuesta, Morelos disfrutó tanto de aquella comida, conversando con los presentes como si se tratara de una reunión entre amigos, en lugar del día de su ejecución, que el coronel, desconcertado, le preguntó:

–Señor Morelos, ¿sabe usted a qué hemos venido aquí?

–Me imagino, señor, a morir… Pero antes deme usted un puro, que tengo la costumbre de fumar después de comer.

Y cuando al poco rato, en el patio, empezaron a oírse los redobles de tambor, Morelos se puso de pie y apagó el puro en el piso, diciendo:

–¡A formar! Ya hemos mortificado bastante, pero antes… ¡venga un abrazo, señor De la Concha!

El militar se lo dio con los ojos llenos de lágrimas, así que Morelos, sonriendo le dijo:

–Ya, hombre, ¡si no es para tanto! ¡Es el último que le pido!

Luego caminó serenamente hasta quedar casi frente al pelotón y pregunto si allí, donde estaba, tenía que hincarse dándole la espalda a los soldados. Cómo le dijeron que sí, se colocó y elevó al cielo su última oración.

–Señor, si he hecho bien, Tú lo sabes; si he hecho mal, a Tu Infinita Misericordia encomiendo mi alma.

En ese instante, De la Concha gritó:

–¡Fuego!

Y cuatro proyectiles atravesaron aquel cuerpo, que se estremeció y cayó al suelo, en donde se quedó quieto para siempre.

Laura Rivas

Continuará la próxima semana…

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