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Cura de Pueblo – IV

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IV

JUICIOS Y PAPELES

Al teniente De la Concha no se le escapaba que traía una papa caliente entre las manos. Ni más ni menos que el general Morelos, que había capturado aquel 5 de noviembre de 1815 en Tezmalaca, cerquita de Puebla, mientras protegía la huida del Congreso insurgente.

Si por él fuera, a caballo y al galope, a entregarlo en la capital a autoridades más altas. Pero por órdenes de Calleja, ahora virrey de la Nueva España, tenía que llevarlo a paso de tortuga en aquella carreta descubierta, llena de estacas y de sogas, para que la gente de los pueblos por donde iban pasando pudiera asomarse y comprobar que, en efecto, traían preso al Generalísimo, al Rayo del Sur, al Moro.

Cansado de que lo exhibieran como mono en jaula, Morelos le reclamó:

–¿No va a fusilarme, teniente De la Concha?

–¿Qué haría usted en mi lugar?

–¿Yo? ¡Yo le daba dos horas para confesarse y lo fusilaba!

Pero por supuesto que el clero y el gobierno tenían otros planes. Uno quería juzgarlo por traición a Dios, y el otro por traición al rey, así que unieron jurisdicciones. Así que, sumado el largo camino para exhibirlo, más los dos juicios, aquello se prolongó cerca de dos meses.

En el primer alto en el camino, un oficial se acercó con papel, pluma y tinta y le dijo:

–Que dice su Ilustrísima, el virrey Calleja, que si tiene algo que decirle, mejor se lo escriba.

Porque Calleja quería usar sus propias palabras para desacreditarlo, acusándolo, según lo que escribiera, de traición, de cobardía o de soberbia.

Pero Morelos mejor le escribió una carta a su hijo, Juan Nepomuceno, despidiéndose, dándole su bendición y deseándole que fuera de los que terminaran la obra que inició Hidalgo.

En la ciudad de México, obedeciendo órdenes de Calleja, De la Concha lo entregó en aquel edificio siniestro, el de la Inquisición. Y hasta allí tuvo que ir todos los días, para seguir el curso de los interrogatorios y rendirle parte al virrey.

Pero todo lo que leía le parecía extraño. Las respuestas que allí se asentaban no se parecían nada a lo que él había observado que contestaba Morelos, ni siquiera el lenguaje era el mismo.

Y no hacía falta ser un genio para entender lo que pasaba. Cada vez que lo llevaban a la sala del Tribunal, el secretario concienzudamente cambiaba las respuestas del reo. En donde él hablaba de «jefes insurgentes», el secretario escribía «mis cómplices», cuando se refería a las tropas populares, ponía «las gavillas de bandidos».

Y todavía, doscientos años después, aún se alega y se discute que si cambió de forma de pensar, que si traicionó, que si se desdijo.

Para De la Concha era claro que lo que se intentaba era desilusionar a todos aquellos locos que aún soñaban con la independencia de América, y luchaban por ella. Y también se trataba de enviar un mensaje a los curas revoltosos, de que la sotana no los iba a proteger del castigo. Finalmente, los jueces eclesiásticos emitieron su dictamen para Calleja.

«Aconsejamos se proceda a la real y solemne degradación, para poder entregar el reo al brazo militar sin que la Iglesia se sienta ofendida por no ser ya uno de sus miembros, si deciden ejecutarlo».

El día fijado para la ceremonia, el teniente De la Concha ocupó el lugar que le tenían reservado, como representante del virrey. El amplio salón del tribunal estaba lleno de la más selecta sociedad de la capital, además de centenares de párrocos y sacerdotes.

Desde su sitio, el teniente De la Concha observó la llegada de don Antonio Bergoza, obispo de Antequera, el cual se presentó con capa pontificia, báculo y mitra. Se arrodilló primero frente al altar y después se sentó en un sitial.

Trajeron al preso, que llevaba sotana hasta la rodilla, un cáliz en una mano, una vela verde de hereje en la otra y, arriba de la sotana, las insignias de todas las órdenes que tantos años de estudio y trabajo le había costado profesar.

Lo colocaron en un banquillo, enfrente del arzobispo, e inició la misa, que llegó hasta la lectura de los evangelios.

Un secretario leyó entonces las acusaciones que se le hacían al reo: «Hereje, iniciado ateísta, deísta, hipócrita, lascivo, por haber tenido pasiones carnales y tres hijos, haber contribuido a elaborar la hereje Constitución de Apatzingán y ser protagonista sobresaliente en muchos otros delitos.»

Luego, un coro de sacerdotes formó un semicírculo en torno al cura rebelde, primero lo levantaron y luego lo hincaron en el piso, mientras entonaban el salmo Miserere Dei; dos de ellos, con un manojo de varas, hacían ademán de azotar aquella espalda, al final de cada versículo.

Después el secretario se acercó a él y le entregó una hoja, escrita solo Dios sabe por quién, en la que abjuraba de sus «heréticos errores». Con las manos contraídas, pero pensando sin duda en la suerte de los suyos, Morelos firmó.

Entonces, el obispo de Antequera se puso de pie y caminó hacia él, con el cuerpo convulsionado por los sollozos, de compasión y ternura decían algunos, de puritita alegría, pensaban los que lo conocían bien, por lo que iba a hacerle al antiguo enemigo.

Dos monjes pusieron al preso de pie y Antequera le arrebató el cáliz y la vela verde, que entregó a un ayudante. Luego, mientras mascullaba latinajos, le fue arrancando, una a una, las insignias de las órdenes que lo habían convertido en hombre de Dios y que tantos años de estudio le costaron.

A una señal de obispo, dos párrocos alargaron los brazos de Morelos, con las palmas de las manos vueltas hacia arriba. Otro monje le entregó al prelado una piedra afilada, con la que raspó las yemas de aquellos dedos, con tanta fuerza que le arrancó sangre y desató murmullos de asombro entre la concurrencia.

Luego, puso otra vez la vela verde en una de sus manos y lo entregó al brazo militar, representado por el señor De la Concha. Morelos tenía el rostro como de piedra, sin llorar, porque hay penas tan grandes que no bastan las lágrimas para aliviarlas.

De la Concha, pálido e impresionado, recibió al preso y entonces su corazón le dictó un gesto de piedad, le hizo un respetuoso saludo militar y luego lo llevó al cuartel de la Ciudadela. En cuanto llegaron, un nuevo oficial volvió a entregarle papel, pluma y tinta, y le dijo que el virrey Calleja le mandaba decir que si quería que se pensara en la posibilidad de un indulto, tenía que escribir un plan para pacificar la región.

Estaba visto que Calleja seguía en sus trece. Pero Morelos también sabía jugar al gato y al ratón, así que le contestó: «Muy fácil. No hay más que entrar a territorio insurgente, buscar a los jefes, ofrecerles el indulto y fusilar a quien no lo acepte.»

¡Pa’ las pulgas de Calleja! Tuvo ganas de ejecutarlo en ese instante. Pero no le convenía. Mientras más tiempo estuviera preso Morelos, más la gente se convencería de que los había traicionado y llegado a algún acuerdo.

Así que se dedicó a enviarle papeles y más papeles para que escribiera lo que se le diera la gana. Total, papeles iban y venían, y era fácil quitar uno y poner otro en su lugar. Morelos se entretuvo enviándole chismes de todos conocidos, súplicas de caridad para los pueblos, comentarios sobre la búsqueda del bienestar de América

Nada que le sirviera a Calleja para acabar con los focos rebeldes que persistían en diversos puntos del reino.

Los interrogatorios militares, lentos, interminables, no eran sino dar vueltas y vueltas en torno a lo mismo, recibiendo siempre las mismas respuestas, mientras aquel hombre se iba consumiendo y morían todas sus esperanzas.

Finalmente, un día de tantos le preguntaron si ya se había dado cuenta de la locura que era pensar siquiera en independizarse de España. Morelos asintió con la cabeza, en silencio, derrotado:

–No, al menos por ahora –dijo–. La América tendrá que esperar mejores tiempos–.

De regreso a su celda, nuevamente le entregaron una hoja de papel, pero el preso volteó la cabeza y ni siquiera la tomó. Entonces, cuando se lo comentaron al virrey Calleja, éste estuvo complacido por fin y firmó la sentencia de muerte.

Laura Rivas

Continuará la próxima semana…

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