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Cuando el tabernero llega de Madrid

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Mónico Neck

[Antonio Ancona Albertos]

Cuando llega de Madrid… ¡Bueno! Necesario es tratar en serio estas cosas; no con shotis. Cuando un tabernero llega de la España en que nació se deshace en elogios para el generalísimo y de su admirable régimen. Y son sus primeras palabras, éstas que son casi divinas o poco menos que casi:

–Allí hay orden. Orden… Allí la policía usa toletes de hule macizo. (¡Y vaya con la dureza de las zetas y de las ces!). ¿Y quién resiste un toletazo de esos?…

–Dictadura terrible, ¿no es cierto?

–Dictadura, sí: eso es lo que necesitan nuestros pueblos, España y “su” América. Se vive en paz con los dictadores, y, amigo, eso es Jauja, una Jauja semejante a la porfiriana de que gozamos aquí. ¿Para qué sirve la libertad de expresión? ¡Contra, para nada! Aquello es vivir; no le dé usted vueltas. Republicano que respinga, al bote como decimos por acá; y si vuelve a respingar, al garrote vil… ¡Sólo así se puede vivir en paz” ¿Comprende?

–Entiendo y dictamino. A los ladrones, a los explotadores, les conviene la dictadura, porque cada quién habla de la feria según le va en ella. Toda dictadura es plutócrata. Absorbente de la política y de las grandes finanzas. Existen privilegios para los de arriba y miseria moral y económica para los de abajo. Los terratenientes son pocos, pero riquísimos: latifundistas. La explotación del hombre por el hombre es la suprema ley. ¡Pues cómo no han de estar contentos los explotadores de la España en que usted nació… y no Agustín Lara!

La mano de hierro de Porfirio Díaz

–En México fuisteis felices durante treinticinco años…

–Con el porfirismo. ¡Admirable, amigo mío! Con el porfirismo fueron felices los mismos que lo son en España: los dominadores materiales y espirituales. Y el pueblo fue carne de cuartel o carne de explotación en la fábrica: cada quién habla de la feria según le va en ella. Y al pueblo, entonces, le iba muy mal. La mano de hierro de Porfirio Díaz sostenía un orden artificial, como el “nuevo orden”, antiquísimo, que en España sostiene ahora Francisco Franco. ¿Hay garantías por allá, amigo mío; hay mucho orden? Y, ¿por qué todos los que vais a España regresáis a México? Hombre. Si éste es un país desordenado, tal como lo dejáis entender, ¿por qué no abandonarlo en manos de mexicanos atrabiliarios? Serían más felices ustedes, y más felices nosotros. La cosa es de lógica implacable. Habláis prodigios de vuestro Franco y censuráis a nuestro gobierno y a nuestro pueblo… ¡y nuestras puertas del Golfo son muy amplias!

–No hablo mal de México, hablo bien de España…

–¡De qué de España! De vuestro dictador. Y lo comparáis con el general Díaz; y la mano asesina de Franco con la mano de hierro de Porfirio. Y a fe que mucho pierde el nombre con la comparación. Franco luchó ayudado descaradamente por extranjeros y Porfirio luchó contra invasores; ya hay diferencia: eso inmortaliza a nuestro dictador… Y lo que de él os agradó fueron los privilegios concedidos a españoles, más o menos explotadores: y fue precisamente lo que a nosotros nos desagradó…

Las dictaduras provocan desórdenes

–Los españoles trabajamos de sol a sol.

–Del sol de una mañana al sol de la otra; y tales fueron los explotados por sus compatriotas poderosos: lo sé. Esa es otra alusión: a nuestra flojera. Pero nosotros no nos dejamos intimidar fácilmente. No admitimos, sino por algún tiempo, las jornadas a que nos quería someter el gobierno del general Díaz… La dictadura provocó la Revolución; y, con ella, los naturales desórdenes, las terribles venganzas, las reivindicaciones violentas…

–Pero todos vivíamos en paz…

–¡Y qué paz! La paz de España se debe decir ahora y no, como antaño, la paz de Varsovia. La dictadura imponía la paz con violencia de armas, con concesiones y privilegios para extranjeros. Y esa no es paz y, por las mismas razones, no lo es en España. Tarde llegó a México lo que podríamos llamar, aunque parezca paradójico, la violencia organizada, y tarde o temprano llegará a España. Y es que los dictadores, sobre todo los de larga duración, provocan la violencia popular…

–Pues ya habéis visto cómo una viejecilla, de más de cien años, habla maravillas del porfirismo.

–Lógico, dentro de su falta de lógica. ¿Qué puede decir una anciana, ignorante de los fenómenos sociales? Ella veía la superficie y no puede analizar éste: que las dictaduras, indefectiblemente, provocan los desórdenes. Ya no estamos en los tiempos en que las monarquías absolutas duraban siglos… Y ni usted, amigo mío, ni la dulce anciana hojearon jamás un libro de Historia…

 

Diario del Sureste. Mérida, 14 de agosto de 1948, pp. 3, 7.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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