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Catedrales, artesonados y cátedras

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Las andanzas por el centro de nuestra emérita ciudad nos permiten – si tenemos la imperiosa curiosidad de encontrar y hallar significantes y significados a lo que parece estar ahí, porque sí y en uso de las muy espirituales y mundanas actividades citadinas – ir a un servicio religioso, acudir al banco, pagar el impuesto predial – al que antes, hace muchos ayeres, le decían contribución, sin su actual impositiva carga literal y económica –, ver algo de arte contemporáneo, atravesar el reconstruido Pasaje Revolución que un día fue un oscuro callejón – casi una hendidura sexual del centro de la ciudad – o mirar las reinterpretaciones pictóricas cargadas de contenido social yucateco.

La catedral de San Ildefonso, en especial, puede observarse como un ejemplo de la arquitectura venida de allende los mares, confusión de planos incluida. Sí, por supuesto, quizá en este momento exista un catálogo de imágenes de bulto y sus advocaciones, del simbolismo de sus doce columnas – que no son necesariamente para cargar el techo sino que tienen una significación cristiana –, del registro de placas en el piso – pues se trataba en sus interiores y exteriores de un cementerio –, o que en su fachada puede hacerse la lectura de la historia, pues ya lo dijo Víctor Hugo en Nuestra Señora de París, “las catedrales fueron fuente de enseñanza religiosa para el pueblo llano”.

Si vamos más allá quizá releyendo a Fulcanelli, o revisitando aquel fabuloso libro El enigma de la catedral de Chartres de Louis de Charpentier, encontremos que los templos religiosos son barcas vueltas abajo, y que el fundador de la iglesia de Cristo precisamente es un pescador y que un símbolo del nombre de Jesús sea un ichtus o pez, que es un monograma griego, el IXÊYÓ, que significa Jesucristo el Hijo de Dios es Salvador.

De nuestro recinto catedralicio nos referiremos a un espacio que, cuando entramos en ella, pende sobre nuestras cabezas y para algunos quizá no indica nada más: el artesonado y las bóvedas de crucería, que es un invento de los sumerios y una metáfora del firmamento. Estamos hablando de una bóveda, de la bóveda de la cultura con sus columnas y contrafuertes, la amplitud de la cultura y la civilización humana.

Retornando al tema de esta aportación, el artesonado de la catedral es objeto de estudio y ejemplo del arte gótico, primero, y medieval después. La Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid definió estos conocimientos como materia optativa, y actualmente es una maestría para los arquitectos del presente siglo.

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La biblioteca de la citada escuela posee entre sus tesoros un libro cuyo texto, escrito hace cuatro siglos por el vástago de un alarife – Andrés de Vandelvira (Alcaraz, Albacete, 1509-Jaén, 1575) –, revela los secretos de un arte prodigioso, la estereotomía: el arte de cortar la piedra, clave para la construcción de edificios, que alcanzó esplendor en las catedrales góticas, y su culmen en las bóvedas de crucería y en los artesonados.

Pues bien, la escuela madrileña, y su profesor José Carlos Palacios Gonzalo, a sabiendas del valor incalculable de aquel libro se aventuraron a aplicar el contenido a los estudios prácticos de la Arquitectura. Se ideó una asignatura específica con la que se enseñaría a los futuros arquitectos a construir bóvedas góticas, mudéjares, renacentistas o neoclásicas, tras desvelarles los secretos del arte constructivo más complejo y grato: complejo, por garantizar el milagro de sujetar —durante siglos— arcos de piedra de ancha luz y decenas de toneladas de peso en un desafío a la ley de la gravedad; grato, porque tal sujeción lograba un milagro imposible.

Maestro y alumnos, enfrascados en los misterios de la piedra, lograron transcribir a escala y reproducir en escayola los elementos básicos — piedras, dovelas y jarjas — que configuran los nervios y componentes de las cúpulas de claustros y catedrales. Se aplicaron, pues, a construir a escala, con sus manos —y con el apoyo de la robótica para el costoso corte de las piezas de escayola— bóvedas de crucería y adoveladas de cenobios e iglesias de Segovia, Ávila, Salamanca, y de nuestra catedral meridana.

Poniendo en práctica lo estudiado, reconstruyeron la bóveda sexpartita del monasterio cisterciense soriano de Santa María de Huerta que constaba de seis gajos. Tal como el libro de Vandelvira prescribía, era preciso trazar previamente un plano a tamaño natural, llamado montea, donde figuraran los elementos de la bóveda deseada. Mediante un baibel, artificio biangular de dos ejes perpendiculares unidos, combado el inferior con la curvatura deseada para el arco, se construía en madera una cimbra o soporte sobre el cual la bóveda, propiamente dicha, se asentaría. En el centro se situaba un madero vertical, la clave. La observación de la montea señalaba luego el camino para disponer cada pieza pétrea del entramado curvo.

El milagro de las bóvedas, la contención de un enorme peso arqueado sin desplomarse, cabía contemplarlo en el descimbrado de la pieza entera, ceremonia culminante del curso. Retiraron la cimbra, en esa mágica fracción de segundo en que la rotunda quita de la clave llevaba a considerar inminente el desplome. Pero, de manera sorprendente, la enorme fuerza de la gravedad, tras un hondo crujido de los materiales, se trocaba en un empuje lateral hacia los estribos o contrafuertes de la bóveda, arqueada e inmóvil ya para siempre.

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Es posible que hayan apreciado por estos días el aniversario 126 de la construcción de la torre Eiffel. En ella se puede apreciar el volumen de andamios y cimbras utilizadas para edificar la obra en acero. Pensemos un poco ahora en las que se utilizaron en la catedral meridana hace 415 años, y en que sus bóvedas no se edificaron basados en el libro, sino en el conocimiento y estudios de la tradición constructiva religiosa de los maestro arquitectos Pedro de Aleustia, primero, siendo completados por Juan Miguel de Agüero, que vinieron hasta estas tierras para edificarla.

Para completar el gozo arquitectónico, ilustramos la nota con imágenes de la citada escuela politécnica universidad, del arquitecto Emilio Segura y del símbolo de la romana lutecia, hoy París.

Juan José Caamal Canul

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