Canek, Combatiente del Tiempo (XVII y XVIII)

By on diciembre 28, 2023

Letras

XVII

IV

 4

Había, en la Mérida de 1761, una dispar escenografía de altas casas de cal y canto de los acaudalados entreveradas con desvalidas chozas, patrimonio de los descendientes de los indios despojados de sus tierras dos siglos atrás. El alma de la ciudad lo constituía la Plaza Mayor, con sus empolvadas calles de tierra transitadas por las bruñidas calesas de los encomenderos, los vecinos españoles y criollos, a pié o a caballo, y decenas de mayas, domésticos de los ricos. La Plaza Mayor, era lo primero y lo último que visitaban el gobernador y su breve comitiva, en las tardes de ronda en las Casas Reales donde siempre había criados dispuestos a auxiliar a los visitantes, haciéndose cargo de sus caballos que ataban a los árboles del primer patio del edificio. La rutina de Crespo y sus escoltas se resumía en circular aquel cuadrángulo histórico trazado e instaurado por el conquistador de Yucatán, Montejo el Mozo, en 1542. El grupo se detenía aquí y allá para saludar a los vecinos, pero no sin reconocer antes la cárcel pública, ubicada hacia el lado Poniente de la plaza, para hablar con el alcaide, un viejo gallego bebedor de ron caribeño:

–¿Algo que informar, señor alcaide? –le preguntaba Calderón.

–Lo de todos los días, sus mercedes –contestaba el hombre cuadrándose con ridícula afectación y añadía: los borrachines y buscabullas echados de las tabernas, los tengo durmiendo la mona en el calabozo. Mis valientes son quienes se encargan de detenerlos, o si ‘stán tirados en la calle los recogen y los tráin pa’cá. Dejarlos dormir en la vía pública da mal aspecto a nuestra ciudad. ¿Qué dirían nuestros visitantes?

–Este señor alcaide –comentaba en burla Crespo al tiempo que se marchaba dejando con la palabra en la boca al viejo– está tan pasado de copas como los borrachines que dice hospedar en sus calabozos.

El trío se dirigió hacia la Casa Consistorial, para saludar al alcalde de la ciudad y continuó por el lado Sur, a la antigua Casa del Adelantado Montejo, donde unos señores Solís, los propietarios, lo recibieron de buen talante con espumosas tazas de chocolate y piezas del llamado “pan bueno”, que era bueno en verdad. Unas palabras lisonjeras del gobernador hacia la Sra. Juliana de Solís y sus cordiales atenciones y una cortés despedida a sus familiares dieron fin a la tertulia.

–He sabido que esta es la residencia más vieja de la ciudad –solía repetirle Crespo al capitán Calderón cada vez que se detenían en el edificio–. Hay que respetarla pues es obra de los ilustres conquistadores Montejo construida allá por los años cincuenta del siglo XVI. Habrá que designar a un par de custodios, por lo menos para vigilarla día y noche. También me preocupa que sus actuales moradores, personas de noble linaje como vos lo sois también, capitán Calderón, pudieran ser asaltados, o peor aún, asesinados, principalmente por los criollos gandules o los indios ladrones.

–Pero, Su Señoría, la casa es respetada por todos en la ciudad –señaló Calderón–. Nunca ha sido asaltada o amenazados sus moradores ¿para qué preocuparse?

–No se ha dado el caso, pero podría darse –reviró el gobernador.

–No creo necesario mantener a dos o más hombres cuidando la residencia veinticuatro horas al día, Su Señoría –insistía Calderón–. Estos hombres nos serían más útiles en otras tareas…

Crespo perdió los estribos:

–No me digáis más, capitán –subrayó con visible enojo–. Es una orden y basta. Encargaos del asunto mañana mismo.

La regañina dejó de muy mal humor a Calderón, pero nada objetó ya. ¿Cómo iba a ponerse al tú por tú con el gobernador y capitán general de Yucatán? Si Crespo quería destacar un batallón completo para proteger la casa, era asunto suyo. Él sólo estaba para obedecer, así no estuviese de acuerdo con una disposición absurda.

Del lado Sur se dirigieron al Oriente, mas no se detuvieron en la enorme y fantasmal Casa Arzobispal, sino que prosiguieron hasta la catedral de San Ildefonso donde los tres se arrodillaron y contemplaron, a la luz de las velas, el gran retablo de oro y el silencioso púlpito. Rezaron con brevedad alguna salve o un credo y se persignaron respetuosamente. Al levantarse vieron asomarse de entre las sombras al adusto canónigo del templo, el Br. Juan Antonio de Mendicuti, quien los saludó mientras se disponía a impartir la misa del Ángelus.

–¿Qué… ya os vais tan pronto, caballeros? –preguntó.

–Bueno, ya ha oscurecido, padre –se excusó Crespo– y vos tenéis cosas que hacer.

–¿Por qué no os quedáis a la misa del Ángelus? –insistió el religioso–. Será breve, estoy por oficiarla y me gustaría que la escucharan.

El gobernador fue cortante:

–Será otro día, padre –indicó–. Ahora el deber nos llama pues tenemos otros sitios por visitar. Buenas tardes.

–Bien– dijo el canónigo mientras se dirigía al púlpito–. Veo que estáis ocupados y os comprendo. Buenas tardes caballeros, id con el Señor.

Al abandonar el templo, rumbo a las Casas Reales, Crespo hizo un comentario sarcástico: “Este don Juan Antonio se la pasa muy bien en Mérida con la plata que dicen que atesora. Sé también que le ha vendido a altos precios varias residencias al arcediano de la catedral que también las puede. ¿Sabéis? A veces creo que equivoqué mi profesión: debí ser canónigo y no capitán general.”

Cosgaya festejó la broma, no así Calderón, que se hizo el desentendido. Todavía no tragaba la inesperada increpación que le había endilgado Crespo a las puertas de la Casa de Montejo.

Fueron por sus caballos a las Casas Reales; el tour finalizaría con una inspección de los barrios indios de la ciudad, pero el gobernador canceló esa rutina: “Ya es noche, capitanes –informó– y tengo algunos pendientes por resolver. Regresemos a casa”.

Dejaron a Crespo en su residencia y Calderón y Cosgaya cabalgaron hacia sus hogares. Por el camino conversaron brevemente los militares. A Calderón se le veía a disgusto:

–Parece que no te curas del regaño del gobernador, Cristóbal –observó el otro.

–El viejo es un lameculos de los de sangre azul –se quejó Calderón–. La familia Solís no necesita custodios en su casa, pero el anciano pretende impresionar a la señora ante su alcurnia. Yo sólo quería explicarle mis motivos, pero me respondió con grosería. ¡Al carajo con él!

–Pero tú perteneces a la alta alcurnia también: tu padre es el Conde de Miraflores. Debería guardarte un poco de respeto.

–Antes lo hacía. Yo creo que está chocheando. Estoy seguro de no haberle dicho nada ofensivo para que me respondiera en esa forma. Nadie va a atentar contra la residencia más antigua de la península.

–Una reliquia histórica. Ahora recuerda que estamos en América, tierra de desamparados y almas vengativas, y no faltarán un criollo resentido o un indio con entraña de vándalo, dispuestos a dañar la hermosa portada, o apedrear las puertas o las ventanas de la casa por la noche.

–La familia Solís es lo suficientemente rica para contratar guardias para vigilar la casa, pero no los necesita: cuenta con un ejército de domésticos que saben muy bien defender a sus amos.

–Acaso tengas razón. Bien, parece que has llegado a tus cuarteles, capitán. Yo seguiré hasta el mesón de la esquina para pernoctar.

–Buenas noches, Tiburcio.

 

V

 1

Juan Pascual Yupit, uno de los hombres más leales a Canek, fue el primero en conocer la noticia del regreso del gran jefe desde las tierras de Petén Itzá. Claro, después de don Pedro Kú, el santón de Nenelá, el brujo que mudaba de apariencia cada vez que le daba la gana. Yupit había sido avisado por el mismo don Pedro transfigurado en un hermoso pájaro: “Ven a Nenelá: ha regresado Jacinto”.

Se abrazaron el caudillo del futuro movimiento de liberación y el amigo fidelísimo, ante la sonrisa complaciente del brujo centenario. Habían sido años, pero Jacinto Uc, ahora Canek, lucía sano y musculoso, con unas ganas locas de correr a puntapiés a los gavilanes blancos que se habían adueñado de la península de Yucatán y de las vidas de sus habitantes durante dos siglos.

–Yupit: eras sólo un muchacho cuanto te conocí, pero tu valentía y tu decisión de unirte al movimiento, te han ganado un lugar en mi corazón. Y aquí, en confianza, ante la sola presencia de mi amado padrino don Pedro Kú, te digo que tú y el alcalde de Kisteil, Pedro Chan, serán mis hombres fuertes en la lucha.

Juan Pascual agradeció la confianza que el caudillo depositaba en él y juró cumplirle en todo lo que dispusiese. “Me gustaría que el pueblo te dé la bienvenida y tú les dirijas unas palabras –respondió–. Podría reunirte para esta noche unas cuatrocientas personas que viven en Nenelá y otras doscientas más de los pueblos vecinos”.

–Bien, que no se diga más. Que sea ésta tu primera tarea –aceptó Canek ante la mirada aprobatoria de don Pedro–. Está bien de noche, no queremos hacer mucho ruido, y no escojas un sitio demasiado visible.

–Había pensado en la plaza del pueblo, pero no creo que sería la indicada.

–Que sea en el patio de mi casa –señaló don Pedro–. Es grande y arbolado y tiene cupo para mil personas.

–Mil personas serían demasiada gente para esta primera reunión –aclaró Canek–. Con unas quinientas estaría bien.

2

Juan Pascual Yupit reunió a un poco más de quinientas personas en el inmenso patio arbolado de don Pedro Kú. Como era profundo y distante de otros patios vecinos nadie sospecharía, sobre todo los españoles residentes del pueblo, que los indios celebraban una especie de asamblea presidida por un hombre peligroso para la paz de que gozaban en Yucatán.

Canek habló de algunas de sus experiencias en el Petén y de lo mucho que influyeron los sabios itzáes en su modo de pensar y de actuar. Durante una hora bosquejó las ideas de su gran proyecto de expulsar a los gavilanes blancos de la península, por las buenas o por las malas. Invitó a todos los presentes a unirse a la campaña de redención y a mostrarse indoblegables en la guerra.

–Tengo grandes noticias que comunicarles, pero apenas he llegado anoche después de un fatigoso viaje. Además, por las prisas, sólo hemos invitado a la reunión a gente de algunos de los pueblos vecinos de Nenelá y no están presentes muchos hermanos del Oriente y del Sur. Lo que sí puedo anticiparles es la fecha del rompimiento de las hostilidades: será el próximo día de la Nochebuena. Esto es, tenemos suficiente tiempo para disponer nuestro ánimo y practicar nuestros métodos de ataque y defensa y aprender a manejar las nuevas armas que les conseguiré, que serán superiores a nuestras escopetas viejas y desgastadas que sólo sirven para matar pájaros.

Después de responder algunas preguntas de la gente, el caudillo pidió licencia para retirarse a descansar a su anfitrión don Pedro Kú, pero antes de recogerse, advirtió que se reunirían de nuevo en otro lugar y en una fecha que les indicarían sus emisarios con oportunidad. “Todavía tengo mucho que informarles, hermanos –subrayó– y en nuestra siguiente reunión no serán quinientos nuestros invitados sino miles. Convocaremos tanto a los pueblos vecinos como a los distantes pues todos deben enterarse de los detalles de nuestro movimiento. Sólo les pido por ahora su discreción, ese santo silencio tan afín a nuestra raza”.

Dio media vuelta y se dirigió a la casa de don Pedro Kú, acompañado de Juan Pascual Yupit, algunos adictos suyos y de su anciano anfitrión.

Roldán Peniche Barrera

Continuará la próxima semana…

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