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Anécdotas Picantes – IX

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Letras

VII

ANECDÓTICA VARIA

Continuación…

 

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No solamente los calvos tienen su complejo. También los sordos lo padecen cuando no quieren confesar su defecto. He aquí un ejemplo:

El gran amigo Miguel Arce Sánchez, “el Bul”, había perdido casi por completo el sentido auditivo. Un anochecer, retirándose de un copeteo con sus amigos, entró al café “El Louvre”, donde un solícito mesero acudió a preguntarle en qué lo podía servir. Sin saber qué se le decía, y sólo trayendo en mente lo que quería, el Bul pidió:

–Dame un café con leche y un sándwich.

–¿Claro u obscuro?

–De barra.

El mesero entendió, sonrió y sirvió.

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Como cada año, el día 3 de junio viajé al puerto de Progreso para asistir a la comilona con que el cordial y espléndido amigo Gabino Peña Briceño celebra en esa fecha su cumpleaños.

Cuando saboreábamos el primer plato, una deliciosa ensalada de camarones, se presentó el hijo de uno de los invitados, buen amigo cuya ausencia extrañábamos, y le dijo a Gabino:

–Como mi papá tuvo que viajar a México, me recomendó que yo viniera a representarlo y a darle un abrazo en su nombre.

Muy amablemente, el anfitrión repuso:

–Pasa, pasa, encantado… al fin y al cabo, de los males el menor.

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Un amigo mío, razón suficiente para callar su nombre, se presentó una mañana a su papá y le dijo:

–Viejo, vengo a participarte que me voy a casar.

–¿Y con quién? No me digas que con la muchacha que sabes no me gusta por las razones que te he expuesto siempre.

–Pues con ella, papá.

–Pero, hijo, por Dios. ¡Con ella! Ya te convencerás, aunque sea tarde, que para tomar un vaso de leche no hay que comprar esa vaca.

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Don Maximiano Canto, de quien ya hemos hablado, después de cobrar una justa y cuantiosa cantidad como honorarios de la escritura de refundición de los Ferrocarriles de Yucatán en una sola empresa, había salido para Europa, advirtiendo que el mayor tiempo lo pasaría en España, entre otras razones por la del idioma.

Transcurridos más de dos meses sin tener noticias suyas, la familia se alarmó a grado tal que telegráficamente solicitaron informes a distintas embajadas de nuestra patria en el Viejo Continente, y al cabo de algunos días el hijo mayor, Hernán, recibió el siguiente mensaje: “Tranquiliza familia. Estoy bien de salud y muy satisfecho vengando a la Malinche. Permaneceré más tiempo en Sevilla. Hipoteca las dos casitas de la esquina de “El Cerrito” y gírame importe a nuestro Consulado en esta ciudad”.

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Hace de esto muchos años, muchos. En una reunión se encontraba el entonces joven tenor don Anselmo Castillo Ojeda, Chelmi. De tema en tema la conversación, en una de tantas, cayó en el de la música y el canto, y como el Mar Caribe no nos separa sino nos abraza a cubanos y yucatecos, a poco salió un bromista con esta gracejada:

–¿Pero han notado ustedes que, por lo general, al menos yo no conozco ninguna excepción, los tenores son afeminados, quiero decir de los “otros”?

Al instante, como movido por un resorte, Chelmi se puso de pie y exclamó, desafiante:

–¡Estás muy equivocado, yo soy hombre!

–Nunca lo he dudado –repuso la contraparte–; pero tú no eres tenor.

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Don Manuel María Escoffié fue un personaje pintoresco, simpático, digno y valiente. Durante muchos años, hasta su muerte, publicó un periódico llamado “El Yucatanista” en el que se criticaba sistemáticamente la actuación de los gobiernos “que se dicen revolucionarios”, con un fuerte tinte regionalista. “Prefiero la Oh Diosa Dictadura”, decía en una especie de lema-calambur.

Para afirmar su labor periodística, publicó varios libros que personalmente vendía a sus amigos y conocidos.

Una mañana se presentó en “Henequeneros de Yucatán” y solicitó audiencia del Gerente don Arturo Ponce Cámara, quien lo recibió amablemente. Se trataban con confianza.

–¿Y cuánto vale tu libro, Manuel Marucha?, le preguntó

–Cinco pesos, Arturo, pero puedes darme lo que quieras.

Don Arturo ordenó que se le dieran cincuenta del águila. Pasados ocho días nuevamente lo visitó don Manuel.

–Y ahora ¿qué se te ofrece?

–Vengo a conocer tu opinión acerca de mi libro.

–Oye, viejo querido; además de que te pagué diez veces su valor, ¿tengo que leerlo?

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De otra villa, ésta de ilustre prosapia maya, Hunucmá, nos viene una anécdota tan parecida a otra que relatamos en páginas anteriores, como una gota de ron Holcatzín a otra de maná mosaico pasado por licuadora Osterizer, con una similitud tan sospechosa que invita a preguntar: Y bien: ¿quién copió a quien? O de otro modo: ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina?

En la anécdota hunucmense, como en la espiteña, hay un señor cura virtuoso y un sacristán socarrón; sólo que la eufemística ama de llaves se convierte en una feligrés joven y bella, aunque también eufemística como tal feligrés, y nada avara de sus favores, en su caso particular compartidos por los eclesiásticos personajes.

Pero basta de prolegómenos y entremos en materia: Un domingo de tantos, la feligrés del cuento, un auténtico pimpollo de nombre María García, llegó al templo luciendo un flamante terno policromo, tocado con reluciente rebozo de Santa María que caía graciosamente sobre sus juveniles y bien torneados hombros, y calzada con un par de zapatillas bordadas que anunciaban su paso por las naves del templo con su peculiar sonido, y el gentil taconeo que sabía imprimir la propietaria cuando se sabía admirada; oleadas de perfume de gardenias maceradas por la alquimia del “conchuch” del pueblo revelaban su presencia, y causaban vértigos de sensualidad a los circunstantes. ¡Dijérase que aquella angelical hembra se había ataviado, no para ir a la humilde casa de Dios, sino para lucir en los suntuosos salones de la vaquería, enloqueciendo a los hombres con su porte y con su gracia!

El sacristán, frente a aquella visión de maravilla, no pudo contenerse y haciendo sonar la serafina con la que acostumbraba acompañar los cantos curales, entonó esta seguidilla improvisada:

 

Qué bien vestida va

María García:

ha puesto en ascua; toda

la sacristía.

Lo cual, escuchado por el santo varón, invitóle a rematar la seguidilla:

 

Pues desvestida,

a ti y a mí en ascuas

¡ay! nos pondría…

 

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Todavía los que han traspuesto la sesentena recuerdan con nostalgia las tertulias del Club Bar Cinegético, fundado por el coronel Pablo Garza Leal, gran amigo, tamaulipeco de origen pero más yucateco, ahora que se aproxima a la ochentanía, que muchos que presumen haber nacido en nuestros “dzequeles”. Pablito ha sido siempre leal alvaradista y hombre de firmes convicciones revolucionarias.

Para hacer honor a su nombre de cinegético, el club se veía concurrido por toda clase de cazadores, hasta los de chambas políticas, y los cotidianos de “monas”, y Pablito permitía la entrada aún a los que llevaban perro, o perrito. Por su proximidad al edificio de “Henequeneros de Yucatán” en la calle 59, el Club se había convertido en centro de reunión de los empleados y funcionarios de esta institución, y de decenas de personas representativas de nuestras finanzas que acudían frecuentemente al edificio de la romántica marquesina.

Entre los asistentes más asiduos recordamos a don Alfredo Cámara Vales y a su primo don Alfonso Vales García, a quien llamaban, y siguen llamando porque aún vive, Tío Meco o Don Meco, según el grado de amistad. Un mediodía, como a las dos de la tarde, tuve oportunidad de escuchar el siguiente diálogo entre don Alfredo y don Alfonso:

–¿Recuerdas, Meco, cuándo diste la primera demostración pública de tu viveza y de tu habilidad para los negocios?

–No lo recuerdo, ni sé que chingados te propones insinuar.

–Pues te lo recordaré: Tú siempre fuiste un niño muy travieso; tus calificaciones de fin de año nunca fueron muy buenas, y tu papá, parte por esto y parte para que no andaras callejeando durante las vacaciones, te mandó a “Las Tres Caras”, una gran tienda que tenía un tío tuyo, que te enseñaría a trabajar. Te enteró de los precios de los artículos y considerándote suficientemente instruido, te pusiste a aguardar –parece que te estoy viendo– con tus manitas apoyadas en el mostrador al que apenas alcanzaba tu pequeña humanidad, al primer cliente que habrías de atender. Este llegó y te pidió una bola de queso; escogiste una y le dijiste que era la mejor, especial para él, al mismo tiempo que con un pedazo de franela le dabas brillo. Te preguntó el precio, y le pediste catorce reales (sólo valía doce) y los dió sin titubear convencido por tu labia. El hombre pagó y salió del establecimiento. Tu tío, que había observado atentamente tu “estreno” se aproximó a ti y te felicitó, ponderando tu actividad: “Muy bien, Mequito, tú llegarás…” Tú satisfecho le comentaste: “¿Verdad que trabajé muy bien al tipo?” Y el tío: “Sí, lo ví, pero también ví que el importe no lo depositaste en el cajón del mostrador, sino que está en la bolsita de tu pantaloncito…” A lo que tú replicaste: “¿Y por qué lo iba a meter en el cajón? Me jodí, si yo fui quien lo vendí…”

 

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El gran hombre de negocios don Miguel Arce Sánchez, más conocido por sus amigos como el BULL –a quien menciono en otra parte de estas historias– nunca cometió la debilidad de casarse. Pero claro, jamás dejó de tener sus “queveres” con guapas y jóvenes féminas a quienes sabía premiar espléndidamente. Pero eso sí, extremaba sus cuidados para ocultar sus trapicheos. A sus damas las visitaba a altas horas de la noche para retirarse muy de madrugada. En los días evocados por esta anécdota don Miguel se entendía con la joven y guapa esposa de un ferrocarrilero y, aunque tomaba toda clase de precauciones, los vecinos se enteraron de la aventura y todos comentaban acerca de la posibilidad de que un hombre provecto fuera capaz de adornarle la frente a un joven atlético y vigoroso.

Pasaron los años y un día don Miguel le dijo a la damita:

–Mira, Fulanita, esto ya no puede seguir; me estoy haciendo viejo y no estoy para los sobresaltos que me hacen pasar los trenes que a veces adelantan sus llegadas y me meten en líos. Esas salidas de madrugada me “constipan” y aunque te quiero y me gustas mucho, vamos a ponerle fin a esta historia de amor.

Don Miguel cumplió, y comenzó a frecuentar de nuevo su tertulia del parque Hidalgo. A las diez de la noche, se despedía, tomaba un carruaje y se quedaba en su casa santamente. Pero una noche, al retirar al auriga, de entre las sombras de la calle, salió ¿quién creen ustedes? Nada menos que el ferrocarrilero “engañado” cuchillo en mano y le espetó esta filípica al Bull:

–Óigame, señor, ¿qué es lo que usted se figura? Durante años sufrí la vergüenza de verme tarreado; después me acostumbré a comer y a vestir bien con la cooperación económica que usted le daba a mi mujer, y ahora que ha disfrutado de la juventud de ella y a mí me ha puesto en ridículo, ¿nos abandona así como así…? ¿Cree usted que un macho como yo puede consentir semejante desprecio? Ahora mismo vamos a arreglar este asunto… Y diciendo y haciendo, levantó el cuchillo…

La mejor prueba de que, como en los duelos de los tiempos de don Simón, no llegó la sangre al río, es que D. Miguel vive hasta la fecha para contarlo y vive muy tranquilo, con su carga de años a cuestas.

Pero sus amigos saben que esa misma noche le entregó al ferrocarrilero un cheque por veinte mil pesos, en prenda de indemnización.

Jesús Bolio López

Continuará la próxima semana…

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