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Alicia Toh Alvarado

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Letras

XXXVII

En un ambiente insalubre que los obligaba a extender un mosquitero para proteger el área donde tomaban los alimentos, con carencia de energía eléctrica y otro tipo de incomodidades, mis padres ejercieron el magisterio en la hacienda Noc-ac, a principios de los años cuarenta, dentro del programa rural de las Misiones Culturales creado por José Vasconcelos. Los domingos en la tarde salían de Mérida en autobús hasta la comisaría de Caucel, y de ahí se transportaban en una plataforma, tirada por mulas, hasta la hacienda. De la misma forma regresaban a la ciudad los viernes al mediodía.

Noc-ac estaba poblada en gran parte por muchos de los 1033 inmigrantes que, habiendo salido del puerto de Chemulpo, Corea, en mil novecientos cinco, llegaron a Salina Cruz, Oaxaca, de donde se trasladaron al puerto de Progreso, Yucatán, con destino a diferentes haciendas henequeneras. Engañados por los miembros de la oligarquía yucateca que los había atraído con historias de inmediata prosperidad a base de trabajo, estos ciudadanos coreanos que afrontaban obstáculos económicos a la postre fueron tratados propiamente como esclavos para explotar el henequén, llamado también oro verde que en realidad benefició solamente a un puñado de familias. Los inmigrantes contemplaron angustiados la dificultad de regreso a su país y no tuvieron más remedio que permanecer en Yucatán, efectuando labores de agricultura. Cuando estalló la Guerra de Corea, los que soñaban con algún día pisar de nuevo su patria, definitivamente decidieron no regresar.

Toh (Do) Chang Leem, hombre mayor, contrajo matrimonio con Candelaria Alvarado y de su unión nacieron catorce hijos, siendo Alicia de los menores. Las condiciones de salud de su madre en ese tiempo le impidieron amamantarla, y en virtud de que mamá en esos días daba lactancia a mi hermana Ofelia (ambas niñas nacieron en mil novecientos cuarenta y tres, con dos meses de diferencia), le pidió el favor de alimentar también a Alicita y, en agradecimiento, la nombró su madrina de bautizo. Pasados dos años, un cambio de plaza permitió a mis padres vivir nuevamente en Mérida.

Toh Chang falleció y Candelaria tomó la decisión de que, por haber demostrado inteligencia y deseos de saber, Alicia merecía la oportunidad de criarse en la ciudad y fue cuando se la entregó a mis padres para que la educaran como a una hija, con la única encomienda de que conservara su religión católica. Mi madre la recibió con inusitada emoción y su entusiasmo la hacía vestirnos idénticas: mismas telas, mismos colores, mismo modelo de calzado; nuestras pulseras esclavas, los aretes y las cadenitas al cuello eran también iguales, excepto que la de Alicia tenía una medalla de Nuestra Señora del Carmen y nosotras usábamos dijes. Ofelia y Alicia tenían el cabello largo, así que las peinaban con colas y trenzas y, cuando salíamos de paseo, tres niñas con tres tipos físicos completamente diferentes se colgaban de las manos de sus papás.

Alicia creció apegadísima a mamá; cuando nos mandaban a buscar libros a la biblioteca de mi tío Ricardo, ella prefería quedarse en casa confeccionando vestidos para las muñecas, actividad inculcada por mamá, así como el bordado y otras manualidades. También le celebraba mucho sus modales reposados, su dulzura, la propiedad con que comía y solía ponerla como ejemplo a las muchachas del servicio para que aprendieran a comer igual de bonito que Ális. Por su naturaleza tímida, papá no la presionaba a participar durante las veladas artísticas que efectuábamos, pero le encargaba la tarea de abrir y cerrar el telón, con su consabido aplauso.

A los diecinueve años, Alicia terminó de estudiar Enfermería y se casó con Lorenzo Huchim, un muchacho de Noc-Ac. Su boda fue en la hacienda, y mamá vió realizadas sus propias preferencias en la organización, lo que sólo ocurrió parcialmente con las otras dos bodas. Aunque juntas se pasaron horas escogiendo modelos, tocados, ramos, el atuendo de novia fue resultado del absoluto gusto de mamá. Sin ánimo de caer en exageraciones afectivas, ese día Alicia lució exquisita y bella como las muchachas orientales que compiten para Miss Universo, según atestiguan las fotografías.

En la actualidad, es una señora que mantiene su apariencia en buenas condiciones, si acaso se han acentuado más el tono amarillento de su piel y lo oblicuo de sus ojos. Por ser miembro de la primera generación nacida en el estado, la Asociación Coreana de Yucatán que preside su primo Ulises Park Lee (antiguo cónsul) la invita a determinados actos, como la travesía conmemorativa en barco, en dos mil cinco, de Incheon (antes Chemulpo)-Salina Cruz-Progreso, con motivo del centenario de la llegada de aquellos laboriosos hombres y mujeres. Ha sido invitada, también, a los festejos en honor del embajador de Corea en México, llevados a cabo en Mérida y en Cancún, y a la inauguración del Museo Coreano de Mérida, ocupando en estas ocasiones lugar preferente.

En diciembre pasado, Ális me confió que, a su juicio, su existencia era como de novela y que debería yo de escribir algo acerca de ella. Lo hago hoy con los más felices recuerdos por la vida compartida y con agradecimiento por tantas cosas, entre otras, porque entre mi distanciamiento geográfico y los compromisos de Ofelia, ha sido ella quien consagrara cuidado a la salud de nuestra madre cuando estuvo delicada, así como mimos y atenciones dos veces por semana a pesar de radicar en otro municipio.

Ahora que mamá vino a quedarse en Nuevo Laredo, el momento de su despedida fue en tristísimo silencio. Para aligerar en algo el cariz de sus sentimientos, le recordé cuánto se reía cuando papá, con esa costumbre suya de versificar bromas, le susurraba: “Alicia, Leticia, ¿por qué no tienes malicia?” Exactamente igual que cuando fue pequeña, se tapó la boca con las manos, explotó en risas hacia adentro, y sus ojos se convirtieron en dos rayitas chiquitas, chiquitas.

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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