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Alegría y Nostalgia, Semblanza de mi barrio XX

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Alegría y Nostalgia, Semblanza de mi barrio

XX

RUMBO AL CENTENARIO

A fines de 1957, la familia Jure Cejin juntó sus ahorros de varios años y adquirió en propiedad una casa recién construida en la avenida Itzáes, muy cerca de la esquina con la calle 59-A. Su traslado a la nueva residencia produjo pesar entre sus vecinos y amigos de La Jardinera, pues los integrantes de ese clan eran muy apreciados en el suburbio.

Poco tiempo después llegó mi padre a la casa de la calle 72 con la noticia de que al día siguiente cambiaríamos de domicilio. Nuestro nuevo hogar, también adquirido en arrendamiento, era una edificación de tipo afrancesado ubicada en la calle 59 número 627-A, frente a la balaustrada norte del Parque del Centenario. A una cuadra, aunque algo larga, de la casa de los Jure.

Para las mutuas visitas, los componentes de las tribus Jure y Escalante avanzábamos por la avenida Itzáes, y en nuestro andar pasábamos a las puertas del Hospital O’Horán y de la Facultad de Medicina, situada enfrente. Desde luego, ambas familias continuamos nuestra amistad, misma que hasta la fecha conservamos con muestras recíprocas de aprecio y cariño entre nosotros. Desde el centro de la ciudad utilizábamos los servicios de los autobuses con las rutas 59-A Centenario-Francisco I. Madero para dirigirnos a nuestro domicilio, o 59-A-Colonia Bojórquez para llegar a casa de los Jure.

La 59 era la calle más importante de Mérida, por ser la ruta al centro de la ciudad tanto para los viajeros que venían por la carretera de Campeche, como para los que arribaban por la vía aérea.

El 14 de abril de 1958, a las puertas de nuestra casa frente al Centenario, vi pasar el cortejo de los restos áridos del trovador yucateco Guty Cárdenas, traídos desde la capital de la república para darles reposo en su terruño, veintiséis años después de su asesinato. Igualmente, el domingo 7 de junio de 1959 desde ese domicilio presencié la llegada en un automóvil descubierto de monseñor José Garibi Rivera, el primer cardenal mexicano, que venía de visita a esta tierra.

No quiero acordarme de los paseos de carnaval en esos años, muy desagradables para la gente sensata y que constituían una muestra de la incultura citadina.

Por esas fechas yo asistía al primer curso de la educación secundaria en el Colegio Americano. Para facilitarme el traslado a la escuela mi papá me obsequió una preciosa bicicleta de color blanco y verde claro, marca Panther, adquirida en la negociación de Alejandro Domínguez Moreno.

Tras los obligatorios porrazos para aprender a utilizar el vehículo, al fin me atreví a salir a la calle para asistir a clases. En esos tiempos no existía en esta ciudad el intenso tránsito de automotores que ahora tenemos, y los automóviles y camiones podían circular en ambos sentidos por las principales rúas de la urbe.

Mi primera llegada al colegio en bicicleta fue para mí un suceso emocionante. Toda la mañana anhelé la hora de la salida de clases para trepar nuevamente a mi exclusivo medio de transporte. Al concluir las labores en la escuela emprendí el retorno al hogar y fui advirtiendo las esquinas de la calle 59 poniente, por las que transitaba rumbo al Centenario: En su cruce con la calle 72, El Oasis; en su confluencia con la calle 74, La Piña o también La Primera Central; en su convergencia con la76, La Granada, más conocida como La Flor del Lago, por una panadería ubicada en ese cruce que expendía unos bizcochitos de agua con su toque de manteca, muy celebrados por la clientela; en su encuentro con la 78, El Manguito, donde vivían mis condiscípulos Ignacio Durán Encalada, Juan Manuel Nicolín Chablé y Miguel Maldonado Vázquez; en su cruzamiento con la 80, El Nido; en su crucero con la 82, El Ancla; en su corte con la 84, Los Alemanes; y, finalmente en la 86 arribaba al Parque del Centenario.

En este lapso de la secundaria mi compañero de aula Noé Avelino Paredes Pérez, quien también era ciclista y vivía en la calle 76 con la 53, la esquina de Los Siete Compadres, me acompañó en paseos nocturnos en bicicleta por las calles del barrio. En sendos vehículos de dos ruedas, Noé y yo recorríamos el inicio de la avenida Reforma, o sea la calle 72, desde el parque de Santiago hacia el norte, hasta llegar a la esquina de El Rebumbio (calle 47), donde admirábamos por su originalidad la casa de la familia Oropeza Chauvet, rodeada de jardines y con bellos corredores, paredes de madera y techos de lámina de zinc, pintada toda de un color verde muy llamativo.

Algunos sábados, provistos de sendos tirahules o resorteras, Noé y yo nos dirigíamos por la avenida Itzáes hasta la casa de nuestro compañero Manuel Jesús Castro López, situada por el rumbo del aeropuerto internacional, o la Aviación, como lo llamaba el populacho. Como la voz del pueblo es la voz de Dios, el servicio urbano de autobuses designaba a la ruta de ese rumbo 69 Poniente, Cementerio y Aviación, pues el trayecto del ómnibus concluía en el puerto aéreo.

Atrás de la vivienda de Manuel Castro existía un terreno con las albarradas caídas, al que penetrábamos en busca de mangos, tamarindos y otros frutos que hacíamos caer con certeras descargas de piedras arrojadas con nuestros tirahules. Ocasionalmente dirigíamos disparos a lagartijas, tortolitas y uno que otro toloc, no siempre con buena puntería.

Nuestra vivienda frente al Parque del Centenario me permitió conocer a fondo el propio parque zoológico y jardín botánico. En él estudié en ocasiones durante los períodos de mis exámenes escolares. El bosquecillo fue inaugurado en 1910, como parte de los festejos por los cien años de la independencia de México respecto de España. Pronto se cumplirán doscientos años de ese suceso y nuestras autoridades municipales, al momento de escribir estas líneas, ya pusieron, en terrenos de la comisaría meridana de Caucel, la primera piedra del Parque del Bicentenario, al cual pretenden poner el poco atractivo nombre de Animaya.

La calle 59 concluía en el Parque de la Paz, de dimensiones semejantes a nuestra Plaza de Armas o Plaza Grande. Ese parterre, frente a la temida Penitenciaría Juárez, constituía un remanso de paz y tranquilidad. El imponente reclusorio, de bellas formas características de las construcciones de finales del siglo 19, estaba pintado de amarillo y su torre central tenía un reloj de grandes dimensiones.

Apartándonos un poco del tema de este capítulo, vienen a mi memoria otros relojes públicos: los instalados, uno, en la torre del Ayuntamiento y, otro, en la torre sur de la Catedral; el del Hospital O’Horán; el de la Estación Central, dedicada en otros tiempos al servicio de los ferrocarriles; el del edificio conocido como El Siglo XXI, situado en la calle 65, frente a la Calle Ancha del Bazar, y el del mercado Lucas de Gálvez, más moderno, de forma cuadrada y con rayitas en lugar de números. De esos relojes ahora solo funciona el del Ayuntamiento de Mérida, aunque sin el sonido de campanas que antes se escuchaba cada cuarto de hora. Los demás permanecen inactivos desde hace muchos, muchísimos años, lo que indica la falta de buenos propósitos de las autoridades citadinas para echarlos a andar nuevamente. La ausencia de ese servicio de relojes públicos significa un retroceso cultural para nuestra urbe.

De regreso al rumbo del Centenario, advertimos que rodean al Parque de la Paz otras bellas edificaciones que en esa época albergaron al Instituto Neuropsiquiátrico de Yucatán y, a su lado, el Hospital de Enfermedades Mentales “Leandro León Ayala” – éste con su frente sobre la avenida Itzáes, de cara al Parque del Centenario –, el Hospital Militar, el Centro Anticanceroso – cuyos linderos se confunden con los del Hospital O’Horán –, la Facultad de Medicina, y el conjunto de casas habitación de estilo afrancesado sobre la calle 59, frente al mismo Parque del Centenario. De estas casas, la de en medio era ocupada por mi familia.

Estos majestuosos edificios hacen de la zona una de las más bonitas de Mérida.

[Continuará la semana próxima…]

Felipe Andrés Escalante Ceballos

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