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Abducción – Capítulo VIII

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A la hora en que el sol más abruma, a las Puertas del Perdón, un reducido grupo de personas se había reunido con premura para atender a la niña Dulce María y su acompañante Juan que presentaban un cuadro de trastorno anímico acompañado de pérdida del sentido; condiciones alarmantes para todos los presentes, puesto que el doctor que había acudido para que, con la aplicación de sus conocimientos, lograra que los afectados retornaran a la normalidad, no obtenía resultados ni encontraba causa ni solución al caso.

Los sacristanes de la Catedral ya habían proporcionado dos bancas de la iglesia para que las personas desfallecidas reposaran a la sombra. Tal era el escenario cuando los padres de los jóvenes, que oportunamente fueron avisados, se hicieron presentes.

Rapé y aplicación de paños fríos en las cabezas aún no lograban alguna reacción favorable para los afectados. Tampoco reportó buenos resultados la ingestión del contenido de los “papelitos” que de la farmacia más cercana trajeron. “Papelitos” era el nombre con el que se denominaba en aquella época a los polvos medicinales mezclados que elaboraba el personal de las boticas bajo la dirección del doctor responsable.

De pronto, la niña Dulce María y Juan comenzaron a reincorporarse. El joven abrió los ojos e intentó ponerse en pie, pero sus acompañantes no lo permitieron. Él con la mirada buscó a su novia, que ya se encontraba sentada, con los ojos entrecerrados, y con torpes movimientos corporales. En la mano izquierda férreamente sujetaba un objeto extraño: el “inteligentísimo” celular de Quique.

El doctor comentó en voz alta que ese cuadro enfermizo era resultado de los calcinantes rayos del sol de mediodía. Esa era razón suficiente para que los jóvenes sufrieran desmayos. Los padres y otras personas ayudaron a los muchachos a abordar las calesas familiares que junto a la acera esperaban. Otros vehículos similares tirados por bestias fueron utilizados para el inmediato abandono del lugar por parte de familiares y conocidos. La caravana partió a toda prisa rumbo a la casa de Dulce María, era la más cercana al lugar. Los caballos al trote y las ruedas de las calesas fueron dejando una estela de polvo. Muy pronto el convoy se perdió de vista.

Por los incidentes ocurridos, el puchero de tres carnes para el almuerzo dominical quedó en la hornilla. No hubo festejo.

Después de dejar a sus amigos dentro del ahora pequeño atrio de la Catedral, Quique regresó al Louvre por el Chevrolet. Con el vehículo rodeó la Plaza de la Constitución, deteniéndose a la vera oriente de la calle, junto a la banqueta de la iglesia, e intentó localizar con la mirada a sus pupilos.

No los encontró.

Nuevamente circundó lentamente en dos ocasiones el parque, y confirmó que los novios habían desaparecido tan misteriosamente como habían llegado.

Sin pensarlo más, inquieto, Quique tomó la calle sesenta y uno, enfilando al poniente rumbo a su domicilio, sito en la calle setenta y dos cercano al barrio de Santiago.

Un semáforo en el camino con la luz roja le indicó detenerse, entonces el amigo Quique se dio tiempo para mirar el asiento trasero del carro.

Con extrañeza y un poco de regocijo, sobre el asiento observó una corbata de lazo, chaleco de pique, frac negro, sombrero del mismo color con copa alta y un sombrero femenino jipijapa.

El inesperado hallazgo le dejó turbado y abatido con un sentimiento de nostalgia.

Su mente retenía el bonito rostro de Dulce María y el semblante de bonhomía de Juan.

Se sobrepuso y con la luz verde continuó su camino.

Diego M. Mezeta Chan

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