De golpe, Quique se detuvo y nuevamente los enfrentó. Muy serio les dijo: “Bien, carnales, ya me estoy tomando muy en serio el papel de instructor; si quieren que su seguro servilleta les siga poniendo al día, tendrán que acompañarme. Necesito hacer algunas compras en el súper. Por el camino les diré y mostraré cómo somos y vivimos en estos primeros años del siglo veintiuno. Después de las compras los llevaré a su casa, si es que ésta existe. ¿Están de a cuervo?”.
Juan y Dulce María poco entendían del raro vocabulario de su nuevo protector, de modo que tuvieron que preguntar: “¿Qué es eso de ‘a cuervo’?”
“Quiere decir de acuerdo, tórtolos” – dijo el nuevo instructor improvisado, mientras se reía casi a carcajadas. “Vamos por mi coche al estacionamiento”.
Los novios se miraron entre sí y accedieron, afirmando con la cabeza.
El nuevo grupo fraternal caminó hacia la calle cincuenta y ocho. Casi en la esquina, atravesaron con precaución el río de vehículos, aprovechando cuando la luz roja del semáforo detuvo la circulación, y entraron al estacionamiento.
Este servicio al público se encuentra ocupando los patios de lo que fuera el Hospital San Juan de Dios, fundado casi a principios de la conquista. Fue el primer nosocomio de la Ciudad de Mérida administrado por frailes médicos jesuitas. Siendo los médicos hombres de Dios, no podía faltar en el hospital una capilla; ésta se construyó y la denominaron Capilla de Nuestra Señora del Rosario.
Por disputa entre congregaciones religiosas católicas, en 1861 expulsaron a los jesuitas, trasladaron el hospital al ex convento de la Mejorada, y secularizaron la capilla. Ésta quedó abierta al servicio religioso público. En 1923, lo que quedaba del hospital y la capilla fue convertido en Museo de Antropología y como tal funcionó hasta 1958. En ese año, el Museo se trasladó a la Casa Cantón en el Paseo de Montejo, y la capilla quedó convertida en Museo de la Ciudad de Mérida. Los terrenos adyacentes se vendieron a particulares, para adaptarlos como estacionamiento público. En el año 2006, el Museo de la Ciudad fue trasladado al edificio de Correos, y la capilla quedó definitivamente clausurada.
Esa capilla de Nuestra Señora del Rosario era conocida por Juan y Dulce María porque en algunas ocasiones asistieron a los oficios que en ella se llevaban a cabo. Lo que ahora les llamaba la atención era su lamentable estado de conservación: las puertas viejas, descoloridas, abandonadas y ahora herméticamente cerradas; toda la construcción se encontraba en lamentable abandono. Se miraron con cierta tristeza, sin comentar nada.
Los coches abarrotaban el lugar: los había de todos colores, chicos, grandes, modernos de último modelo y uno que otro vejestorio.
Quique se encaminó, seguido de sus compañeros, al fondo del estacionamiento en busca del rojo Chevrolet modelo Fiesta, propiedad de su abuelo. Lo localizó en los últimos cajones, donde lo había dejado. Abrió las portezuelas y les invitó a abordar. Uno a uno, todos se acomodaron: Quique al volante, Juan a su lado, y Dulce María en la parte posterior.
El conductor se ciñó el cinturón de seguridad, invitando a los demás a que lo imitaran. Nuevamente se despertó el miedo en los novios, ya que se dieron cuenta de que, sujetos con el cinturón, serían transportados a no sabían dónde. Necesitaron una amplia explicación para que entendieran que se trataba de normas de seguridad para casos de accidente.
El vehículo se puso en marcha y, sorteando los otros carros estacionados, se dirigió a la caseta de cobro en donde el conductor presentó su ticket al encargado y pagó en efectivo. Inmediatamente, el empleado de la caseta accionó el mecanismo que controla los movimientos de la “pluma” reguladora de entradas y salidas; el artefacto se desplazó sin que en apariencia nadie lo controlara. “Esto es hechicería” – pensó Juan, sin comentarlo. Salieron por la calle sesenta y uno, tomando a la derecha para dirigirse a la sesenta; en este cruzamiento, el semáforo con la luz roja marcó alto, y el carro se detuvo.
Mientras esto ocurría, Quique les informó lo que harían: “Conduciré sobre la calle sesenta hasta la cuarenta y siete, allí nos desviaremos a la derecha, pasando por el parque de Santana hasta llegar al Paseo de Montejo, en ese cruzamiento tomaremos hacia el norte. Más adelante les comunicaré lo que he pensado hacer para ustedes, pregunten sobre lo que les llame la atención, no pierdan de vista ningún detalle, yo estaré dispuesto para explicarles cada detalle si es que conozco y domino el tema”.
Desde que abordaron el vehículo, los novios permanecieron en silencio, solo cruzaban miradas entre ellos. Sin embargo, no dejaron de demostrar que todo les impresionaba y nada entendían. ¡Cómo no impresionarse si, hoy por hoy, cuando nosotros estamos ante o dentro de un vehículo último modelo, de la marca que fuere, nos sentimos un tanto fuera de balance! Pues más aún para aquellos visitantes del pasado.
Les llamó la atención el volante, el tablero de mando y de niveles, lo mullido de los asientos, el sonido musical que afloraba de los bafles cuadrafónicos, el color del vehículo y todo en su conjunto.
Tan pronto como cambió la luz del semáforo al verde, Quique tomó a la derecha y, con la intención de que sus nuevos pupilos apreciaran todo el entorno – calles, tránsito, edificios, parques e iglesias que con seguridad les llamarían la atención porque nunca habían visto ese entorno o porque lo encontrarían modificado, cambiado o ya inexistentes algunos edificios –, decidió conducir a la menor velocidad posible, a pesar de los claxonazos e improperios que recibía de los conductores que le rebasaban. La velocidad de aquellos vehículos resultaba impresionante para los novios: los transportes en aquel año de 1873, aún con los caballos al trote, no superaban más de cuatro y medio kilómetros por hora.
Desde el principio del trayecto los pupilos casi permanecían en silencio; Quique sólo escuchaba comentarios en voz baja, cuchicheos llenos de sorpresa y con frecuencia admiradas interrogaciones.
El conductor del vehículo, con la mirada al frente y la sonrisa de oreja a oreja, intentaba tomar en cuenta y registrar en su mente los comentarios y aseveraciones que calle a calle oía entre murmullos de admiración, tristeza y consternación. Prestaba mucha atención, quizá con el propósito de comprobar si estos muchachos venían, como ellos dijeron, del pasado, o simplemente le estaban tomando el pelo y viéndole cara de tarugo.
Lo poco que Quique escuchó, lo registró de la siguiente manera:
- “Al Palacio de Gobierno le han cambiado la ubicación y construido más plantas, no es el mismo de antes”
- “¿Un hotel del lado derecho? No existía”
- “El campo de entrenamiento de los indios hidalgos ya no está allí; era una simple explanada de tierra, ahora es un parque con esa estatua al centro. ¿Quién habrá sido ese militar?”
- “La iglesia de El Jesús ya es otra, hay parques y jardines que la circundan
- “Qué bonito y elegante edificio, parece un teatro europeo”
- “Mira a tu izquierda, ¡qué cambiado está el Instituto Literario del Estado!”
- “¿Qué serán esos edificios tan altos y con tantos balcones? Mira, uno a cada lado de la calle”
- “Son hoteles, tonta, aun cuando no son muy parecidos a los que yo vi en París”
- “Observa la Iglesia de Santa Lucía, ya es otra cosa. El parque de enfrente, con calles y portales interiores ya no es el mismo”
Con estos comentarios transcurrió el trayecto hasta llegar al parque de Santana, al cual también observaron con extrañeza, puesto que no lo reconocieron. Tuvo que intervenir Quique, explicándoles, para que pudieran ubicarse mejor.
Todo lo recientemente acontecido desconcertaba a Quique y, sintiéndose un tanto torpe al no encontrar una manera adecuada para satisfacer la excitada curiosidad de sus pupilos, tomó la decisión de detenerse para explicarles los cambios descubiertos por los jóvenes, y actualizarlos con la realidad actual.
Llegando al cruce con el Paseo de Montejo, el conductor del coche tomó a la izquierda y se detuvo orillándose a la banqueta cerca del café Impala. Dirigiéndose a sus pasajeros dijo: “Muy bien, carnales. Escuchándoles he comprendido la rara situación en que se encuentran, aún sin entender cómo pudieron llegar hasta aquí. Por el momento no puedo alivianarles; no sé cómo, pero intentaré situarlos y ofrecerles algunas explicaciones”.
“Bajemos del coche”, continuó hablando. “Les invito a tomar algo frío. En el Fiesta de mi abuelo el clima artificial es agradable, pero en la calle hay mucho calor. Para no seguir haciendo más ridiculeces, y estar más a gusto, les pido que se despojen de algunas prendas de vestir. Juan, quítate el saco, el chaleco, la corbata, el sombrero, y arremángate la camisa; y tú, bombón, cuando menos deja el sombrero en el carro, y recoge también las mangas de tu vestido”.
Por la manera imperativa como Quique se comportó, de inmediato obedecieron los aludidos. Bajaron del carro y el “guía” los condujo directamente a una mesa del café Impala, la que se encontraba a la sombra de los árboles; alrededor del mueble metálico, con mantel de cuadros amarillos, todos se sentaron.
Quique, con un ademán, llamó al mesero y ordenó cerveza fría para él. Luego preguntó a los muchachos qué apetecían para sofocar el calor. No sabiendo éstos qué ordenar, su anfitrión solicitó para ellos sendos vasos de refresco Pepsi-cola. “Creo que es mejor que ustedes no consuman nada con alcohol” – les dijo, e inició la charla.
“Haré mi presentación un poco más formal: mi nombre ya lo conocen, soy estudiante de Filosofía y Letras en la Universidad; mi padre es burócrata del Gobierno, tengo novia y muchos amigos que se reirán cuando les cuente este complejo encuentro. Apoyándome en lo leído y aprendido en las cátedras de la Facultad, trataré de informarles brevemente lo ocurrido desde su tiempo: para mí es el pasado, y ustedes llegaron a mi tiempo presente, que para ustedes es el futuro. Seré muy breve, por favor no me interrumpan”.
“Hagamos una breve reseña histórica basándonos en los comentarios e interrogaciones que escuché en este corto trayecto”.
“Seguramente ustedes saben que nuestra ciudad se fundó el seis de enero de 1542 sobre las pirámides y otras edificaciones mayas del centro ceremonial Ich Caan Sihó. Las pirámides pre-hispánicas fueron desmanteladas por los conquistadores españoles con el fin de utilizar piedras labradas en la construcción de su ciudad capital en las tierras recién conquistadas”.
“La historia de nuestro terruño es larga y hermosa, pero sólo me concentraré en los comentarios que ustedes emitieron en el tramo recorrido de la Catedral al Parque de Santana, para dedicarle más tiempo a los progresos en ciencia y tecnología que la humanidad ha alcanzado, y que han llegado a nosotros desde todos los rincones del mundo”.
“De modo que, para saciar sus interrogantes con respecto a las diferencias que encontraron en su despertar en este tiempo, escuetamente les comentaré: El Palacio de Gobierno de nuestra Capital se localizaba, en épocas pasadas, en medio de la cuadra norte de la Plaza principal. Ustedes dijeron que en agosto de 1873 asistieron a misa y que, al salir de ella, se conmocionaron al encontrar el panorama citadino muy diferente al que conocían. Efectivamente, el edificio gubernamental actual apenas comenzó a construirse en 1883 y se inauguró en 1892, por lo cual ustedes no lo conocían aún”.
“El hotel del lado derecho de la calle sesenta, al comenzar nuestro trayecto, se bautizó con el nombre de el ‘Gran Hotel’, por ser el más grande construido hasta 1991”.
“Ustedes saben que el título honorífico con el que premiaban a los indios mayas que, voluntariamente o no, defendían las causas del Gobierno era ‘Indio Hidalgo’; es por ello que la explanada donde se les adiestraba en la disciplina militar tomó el nombre de “Parque Hidalgo”, o Plaza de los Hidalgos. En 1873 solo era un terraplén con algunas plantas de ornato; ahora es un parque en cuyo centro se encuentra la estatua de cuerpo completo del Gral. Manuel Cepeda Peraza, líder y héroe de batallas que allí mismo tuvieron lugar en defensa del federalismo. Con seguridad deben recordar que, al centro de esa explanada, en aquel entonces se excavó una fosa común para enterrar los cadáveres de los soldados que ofrendaron sus vidas en una batalla precisamente frente a la Iglesia de El Jesús”.
“Por otro lado, como bien comentaron durante el trayecto, la Iglesia de El Jesús se encuentra rodeada por el ‘Parque de la Madre’, el edificio del Congreso del Estado, un callejón intermedio, y el teatro José Peón Contreras, denominado así en memoria de ese gran literato e impulsor de la cultura en nuestro Estado. Los edificios, el callejón y el parque fueron edificados sobre las antiguas instalaciones y terrenos del Colegio San Javier de los hermanos jesuitas.
“Frente al teatro ya mencionado, hoy se encuentran algunas oficinas y la biblioteca de la Universidad Autónoma de Yucatán. Muy atrás en la historia, aquél lugar cobijaba al Colegio de San Pedro. Posteriormente, convertido en reducto de los que apoyaban el Gobierno de Maximiliano, después de que Juárez acabó con el Segundo Imperio, el legendario local se convirtió en el Instituto Literario, que mucho contribuyó a la expansión de la cultura y la preparación académica de varias generaciones. Este Instituto funcionó hasta 1922, cuando Felipe Carrillo Puerto, ínclito Gobernador de la época, fundó la Universidad de Yucatán”.
“De estas calles en adelante, noté que les han llamado la atención los varios hoteles y casonas que ahora no viene al caso mencionar, porque hay cosas más importantes que comentar para ponerles al día de lo que acontece en este comenzar del siglo veintiuno”.
Juan y Dulce María permanecían atentos, sin comentar nada. Tan solo sorbían de cuando en cuando su reconfortante Pepsi-cola helada, hasta acabársela.
Haciendo un paréntesis en la plática, Quique llamó al mesero y ordenó otra ronda de bebidas: cerveza fría para él, cambió a malteada de fresa para Dulce María, y piña colada para Juan. “Espero que les apetezca”, dijo y, llevándose la mano a la bolsa de cuero que le colgaba del cuello, extrajo su celular inteligente con WhatsApp Messenger integrado.
Los novios se mantenían al pendiente de cada movimiento de su amigo. De pronto un rugido, como trueno antes de la lluvia, provino del cielo; sonido grotesco, continuo, acompañado de una vibración como de veletas gigantescas. Nuevamente los muchachos fueron tomados por sorpresa.
“No se asusten, es un helicóptero”, dijo Quique pidiéndoles ponerse de pie y salir a cielo abierto para observar mejor algo nuevo que con seguridad no conocían. La sugerencia se cumplió con premura. Un helicóptero de la Policía Estatal apareció volando a baja altura desde el sur; pasó sobre ellos enfilando al norte, siguiendo la misma trayectoria de la avenida, que a esa hora lucía esplendorosa. A medida que se alejaba la máquina voladora, el rugir de sus motores menguaba; pero el episodio se repitió en seguida, cuando otro helicóptero hizo aparición, repitiendo el fuerte sonido a truenos y la vibración estrepitosa. Seguía la misma trayectoria del anterior.
“Son unidades de vigilancia de la Policía Estatal dirigiéndose al puerto de Progreso para colaborar en la protección de los vacacionistas y paseantes de ese destino turístico” – explicó Quique. “En la época en que ustedes vivieron, o viven, el Puerto de Progreso sólo era un proyecto impulsado por Don Juan Manuel Castro; ese proyecto es hoy ya una realidad”.
Pasado el asombro, todos volvieron a la mesa del café Impala.
“Parecen enormes libélulas”, pronunció Dulce María. “Ni en sueños imaginé que pudieran existir tales vehículos tripulados por seres humanos”.
“Ya comentaremos sobre ello”, retomó la palabra Quique. “En la Plaza Grande, como la llamamos, noté que el iPad que aquella niña nos permitió mirar, a ustedes dos les cautivó. Ahora déjenme enseñarles algunas cosas utilizando Whatsapp en mi celular”.
Los muchachos, más intrigados que nunca, fueron acomodándose a ambos lados de Quique. El ‘guía orientador’ dijo: “Esta herramienta electrónica, así la denomino, sirve para comunicarse con otras personas mediante el audio, genera y envía mensajes escritos, puede grabar fotografías a todo color y registra videos como si fueran películas. Les presumiré lo que he captado en Cancún y en La Riviera Maya. Claro, en su tiempo, años setenta del siglo antepasado, ni soñaban con que existieran esos fenomenales escenarios naturales que bien fueron aprovechados por los humanos”.
El grupo pudo admirar hoteles, playas , restaurantes, albercas, mar, jardines, muchos turistas llegados a vacacionar desde todo el mundo; las personas caminaban, corrían, se bañaban en el mar y en las albercas, comían y bebían en los snack-bar de las playas, bailaban música estridente pero pegajosa; todo en movimiento y color, pero lo más sorprendente de todo cuanto apreciaban, era que se trataba de un mundo maravilloso contenido, aprisionado, en una simple tableta que cabía en las manos de Quique, y que él manipulaba a su antojo. “No puede ser”, dijeron los muchachos, “es magia, brujería, cosa del diablo. No, no lo podemos creer”.
El tiempo transcurría, Quique miró su Citizen, urgió a sus compañeros a que terminasen sus bebidas, pagó el consumo dando propina al mesero y se puso de pie. “Es hora de que vaya al súper por mi compra. Acompáñenme, tórtolos”, sugirió mientras caminaba hacia su vehículo para abordarlo nuevamente. Los jóvenes, como borregos, obedecieron en silencio, sin protestar.
Diego M. Mezeta Chan