Letras
Por Ermilo Abreu Gómez
En algún filósofo francés lo leí hace algunos años; y no lo olvido. Vivir la vida o vivir el espíritu; tal es el dilema que tiene el hombre frente a sí mismo. Acaso casi nunca nos percatamos de que existe semejante programa para la existencia. Y así vamos viviendo; unos por un lado, otros por el otro; sobre camino llano los menos, entre abrojos los más. La conciencia está como ausente para hacernos ver las verdaderas causas de nuestras alegrías y de nuestras tristezas. Al fin, cerramos los ojos y nos internamos en el mundo de las tinieblas. Los que quedan tras nosotros se dedican, según el cariño, el odio o la razón, a la estéril tarea de medir el significado de nuestros actos. Y del resultado de la medida tendremos, para la posteridad terrena, un poco de recuerdo o un mucho de olvido.
Todo esto es contingente, está supeditado a los vaivenes de la existencia propia y a sus enlaces con las existencias ajenas. Todo se reduce a un programa de acciones y pensamientos convertidos en realidad. Esto es vivir la vida. Y vivirla con decoro, trabajo, inteligencia y abnegación, sin duda que es cosa noble. Es cumplir con el destino que se nos asignó el día de nuestro nacimiento.
Pero a mi entender tiene razón el filósofo francés a que me refiero: es más importante vivir el espíritu. Porque el espíritu no niega las exigencias de la vida ni menosprecia sus deberes ni nos priva de sus bienes, ni de sus placeres. No; todo esto se puede vivir sin menoscabo del espíritu. ¿Pero qué es, qué sentido tiene eso de “vivir el espíritu”? A mi pequeño entender, el espíritu es entender el tremendo consejo del clásico: iguala tu vida a tu pensamiento.
Los hombres no han meditado bastante sobre este prodigio de síntesis filosófica. En ese breve y claro verso de Fernández de Andrada está expuesta la idea del filósofo francés. Acomodar la vida, el sentido de la vida y a los poderes del espíritu, es hacer que nuestra tarea resulte coherente con los sueños, con las ansias más nobles, con el alcance de nuestras fuerzas, con las posibilidades de nuestras manos con lo más íntimo de nuestro ser. Entonces –y sólo entonces– la labor que realicemos (en el trabajo cotidiano, en el arte o en la ciencia) tendrá un valor de goce o de servicio. Y no sabemos distinguir, por fortuna, dónde radica más hondamente la alegría de esta dualidad: si en el goce o en el bien que proporcionamos. Tal vez lo uno y lo otro constituye el verdadero secreto de una vida realizada plenamente.
Entonces es posible que nos sea revelada la verdad que encierran las palabras de San Francisco que dicen: “no bastan las obras buenas, ni las oraciones, ni los sacrificios, ni la caridad, ni el martirio, ni nada si no responde al impulso del incendio interior”. Sólo así podemos disfrutar de la perfecta alegría. Y esta perfecta “alegría” se da cuando el hombre iguala la vida al “pensamiento”. Esto es vivir el espíritu. Y vivir el espíritu es vivir con plenitud lo que somos y lo que debemos ser, por el camino humano que nos es posible seguir, el que nos señalan las propias limitaciones que nos impone la vida. Esto es tener conciencia de nuestro ámbito vital, de su campo de acción, de su vuelo, de su perfume, del temblor de su oración, del amor que depositamos en la tierra y en los seres que nos rodean. Vivir el espíritu, en una palabra, es vivir el milagro de la plenitud humana. Mas para vivirlo necesitamos, antes que nada, conocernos por dentro; librarnos de toda vanidad, de todo lo que pudiera impedir que el alma pueda asomarse a la ventana donde es posible contemplar siquiera un instante, la eternidad que soñamos.
México, D. F., junio de 1963.
Diario del Sureste. Mérida, 8 de junio de 1963, pp. 3, 7.