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Una marca de Amor

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Letras

XIV

Cuando el padre Rafael murió, las campanas tocaron a muerto; el río de gente se agolpó en espera de poder verlo por última vez y, ya entrada la noche, las luciérnagas engordaron para dar más luz. Los constantes apagones de energía eléctrica hicieron que las brigadas de trabajadores se apersonaran hasta resolver el desperfecto.

La consternación fue como una sombra que cubrió al pueblo. Las mujeres iban y venían llenando los altares de veladoras; en el ambiente, el rumor de los rezos no paraba de escucharse, convirtiendo aquel lugar en una densa bruma espiritual.

Sólo se encontró a sí mismo cuando se detuvo y guardó silencio. Sus palabras dejaron de existir y su respiración se convirtió en anestesia para el dolor que la propia vida le había causado. Se pudo reconocer en cada doblez del alma, pudo al fin asumir que el vacío ya no tenía poder sobre él. Este nuevo descubrimiento en los límites del territorio virgen entre la vida y la muerte lo cimbró por completo, provocando que su piel se erizara; nunca la realidad le había golpeado el rostro como ahora, mientras daba los primeros pasos camino a casa…

Todo ocurrió de noche mientras el pueblo dormía.

El padre Rafael estaba a punto de cumplir un año de haber perdido la memoria. A pesar de que todo en él había cambiado, conservaba la esencia del hombre santo de Dios. Había dejado una marca indeleble en las personas que conoció entrando a sus casas, comiendo con ellas, hablando de sus problemas: empatía que ya poco se ve en este tiempo. Hacía sentir importantes a las personas, pero también era de una sola pieza cuando debía llamar la atención. Su vida estaba llena de anécdotas graciosas y otras que más bien parecían lecciones de vida.

Cuando el féretro llegó, los cientos de personas reunidas comenzaron a reclamar algo más digno. La caja de un color café deslavado daba la impresión de haber sido adquirida en una rebaja. Así que más tardó en entrar que en salir. La comitiva encargada se vio obligada a regresar para hacer una elección más concienzuda. Así fue: volvieron con un ataúd blanco con finos vivos en negro, elegantísimo. De inmediato fue aprobado por unanimidad. Las limosnas crecieron esa noche como un acto providencial.

Lo que pocos supieron entonces fue la forma en que el padre Rafael había muerto. Tal información permaneció oculta para no alterar al gentío que seguía llegando como traídos en manada. Ese misterioso secreto provocó que la ceremonia y la velación se extendieran por cinco días, hasta que todos los asuntos legales se hubieron aclarado.

La noche en que murió, como dije antes, todos se fueron a dormir como cualquier otra noche; muy dentro del corazón del padre Rafael parecía haber una certeza de lo que estaba por acontecer.

Jorge Pacheco Zavala

Continuará la próxima semana…

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