Aquella tarde me encontraba con mi madre jugando en el patio de la casa, una enorme extensión de terreno, lleno de árboles de tamarindo, con incontables sinuosidades provocadas por las rocas bajo de la tierra.
Ella me trenzaba el cabello después de bañarme. Me gustaba sentir la dulzura de sus dedos, podía ver su sombra y el movimiento de su agitado pelo, causado por el viento, proyectado sobre una piedra que deformaba su figura. Eso me causaba risa.
La tarde empezó a perder su luz. Alguna reminiscencia de sol quedaba por ahí; el chillido de los enormes pájaros negros buscando donde dormir empezó a invadir el ambiente. Una voz de hierro rompió nuestro juego, gritos de furia llegaron a nuestros oídos.
“Corre”, me dijo. Ella nada sabía, acostumbrada siempre a vivir dentro de esa fortaleza de temores. No alcanzó a trenzarse el cabello; los gritos se hicieron más cercanos, los dedos de mi madre se movían nerviosamente, su voz no alcanzaba a crecer, el miedo la doblegaba en un tenue murmullo.
Agucé el oído; mi trenza enredada en sus dedos se desprendió de ellos con afán. Me di la vuelta y la miré con mis seis años, que cada tarde se convertían en diez. Caminé unos cuantos pasos para llegar al árbol más alto de tamarindo y subí cual diestro gato.
Me escondí, igual que aquellos pájaros buscando refugio. Entre las ramas había un enorme tronco donde una podía estar muy cómoda y observar sin ser descubierta. Me quedé mirando hacia abajo.
Lo vi atravesar el portal; ya no gritaba. Traía una vara en la mano; venía molesto por asuntos que yo no entendía, algo del ferrocarril.
Llegó hasta ella, la tomó del largo cabello y empezó a golpearla. La vi rodar por la tierra. Ni un solo grito. Yo lo miraba a él, erguido sobre mi madre, e imaginaba su rostro como el de un diablo, de esos que te han enseñado en la doctrina.
Mi madre pudo zafarse, logró levantarse, retrocedió y pudo correr. Él, recuperando el aliento, fue tras ella. Los tropiezos eran inevitables sobre el enorme terreno. Era como un juego, como una película que se repite todos los días y a la misma hora: las mismas actitudes, mismos gestos, mismo guion y yo, la espectadora detrás de la pantalla de cine en mi butaca de madera.
La veía a ella correr, tropezarse y caer sin emitir palabra alguna más que algún murmullo, muy lejano, con el rostro perdido en el terror.
De regreso en el lugar donde sus dedos recorrían mi cabello, resbaló.
Su frente tocó la piedra. Quedó ahí con el rostro hundido; un pequeño río de sangre empezó a hacerse más grande. Alcancé a ver un ligero movimiento en sus manos, un adiós quizá. Me gusta pensar que era eso.
Un ínfimo gemido de dolor se escapó de sus labios; él tan solo observaba: absorto, retrocediendo finalmente, incapaz de mirar la obra que había montado.
Levantó el rostro.
Con la sangre en sus ojos me obligó a bajar de mi cómoda butaca y me tomó de la mano. Atravesamos el pórtico.
En el camino, la luna empezó a iluminar el paisaje, me compró una dulce muñeca, y entonces nos dirigimos a la estación del tren.
Daniela Eugenia