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Sanar la sangre

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Letras

Marcia Ramos

La luna permanece dando apenas un atisbo de luz en plena oscuridad. Ensamblar y colocar, ensamblar y colocar… o ¿cómo era? Sí, ensamblar y colocar, no debo olvidar eso. Ya se dieron cuenta, lo vi en el rabillo del ojo del supervisor: por un momento pensó en despedirme. No puedo llegar tarde a la fábrica, me van a descontar. El olor de los zapatos ni yo lo soporto.

Alguien me sigue… La sombra es grande.

—¿Qué crees que me dijo mi papá la otra vez?

—¿Qué?

—Que él no llora, tú crees.

Sanar la sangre, sanar la sangre…

¿Qué dijiste?

—No dije nada.

—Te escuché que dijiste algo.

—No, escuchaste mal.

—Te decía que mi papá nunca llora.

—¿Y por qué?

—Dice que tiene años, yo digo que no lo quiere aceptar.

—Hay que apurarnos, ya viene el supervisor.

El supervisor nos mira las nalgas, mientras se alisa el bigote y dice que la producción va lenta. Movemos las manos con rapidez ,como si fuéramos a hacer alguna diferencia. “Esas manos tienen que servir para algo más que…” y hace ese movimiento con una mano para arriba y abajo. Mi compañera esboza una sonrisa ancha y aprieto la boca. Somos equipo desde hace dos años y nunca he entendido por qué finge la gracia; ella dice que es caer bien. El supervisor nos deja, pero antes me llama para advertirme que al rato pase a su oficina. Siento que me quema la garganta. Me suelto el cabello por el dolor en la cabeza y a la hora de salida él regresa por mí.

—¿Te sientes cómoda con este trabajo?

—Sí, señor.

—Tus números no se mantienen y así no te puedo dar el obsequio de la empresa.

El obsequio es un cuadro grande con un enorme caballo como dibujo que no cabe en mi condominio de un cuarto y un baño, pero agacho la cabeza.

—No te quiero decir esto, pero, sabes que soy tu jefe y el hombre que las dirige a todas ustedes.

—Entiendo, señor.

—Hay muchas solicitudes de empleo…

—Y muchas renuncias.

Me doy cuenta de mi torpeza. Con este comentario sé que me va a correr. Necesito este trabajo. Mi madre siempre decía que no sabía cerrar la boca.

Inhalo y cuando estoy a punto de exhalar el supervisor se ha ido, el cuarto es otro, tres hombres me miran con indignación y crucifijos.

Me leen mis crímenes: ¡brujería! ¡satanismo! y ¡sacrificio! Imploro y grito que soy inocente, hay un error digo, mientras el sudor resbala por mi cabello a gotas grandes. Me agarran de los brazos y los colocan abiertos, al igual que las piernas. Me exigen que confiese al mismo tiempo que dan una vuelta, jalan de mí como si fuera una muñeca de tela, me estiran, primero las piernas truenan; luego los brazos, después el dolor sube hasta mi boca y se revientan las encías. La sangre mana y los miembros de mi cuerpo caen como un lago.

Exhalo…

—¿Se encuentra bien?

—Creo que sí.

—Mejor seguiremos esta conversación otro día. Por lo pronto, hay que producir más.

—Sí, gracias.

Salgo del cuarto, el olor de la menstruación me hace sentir aún más incómoda. Siento cómo la sangre se resbala entre las piernas. Corro al baño con temor de que mi jefe me descubra y me descuente el tiempo. “Cada minuto cuenta, imaginen que es su salario” repite, sin consideración de las embarazadas y las enfermas.

Al día siguiente…

El cielo está opaco, diferente a otros días. Recuerdo que es el eclipse todavía rodeado de luz. No puedo evitar caer en la tentación de mirar y lo hago. Escucho una carcajada detrás de mí, camino entre carros y gatos que salen de su escondite. Acelero el paso, está vez no tengo dudas alguien me sigue, detecto un extraño olor a copal y los escalofríos que siento pronto pasan a ser latigazos. Veo las sombras de cuerpos en movimiento que parecen rodearme, pero no hay personas a estas horas.

En la oscuridad aparece una mujer que también camina deprisa y me alcanza; un poco aliviada, respiro. Veo su cabeza tapada con una capucha negra, interesada por su aspecto me paro y contemplo la cicatriz de su mejilla. Ella también se detiene, mira mis zapatos raspados y con sorpresa se enfoca en el lunar de mi cuello. No aparta la vista. Siento algo muy caliente desde la frente hasta los pies. «¡Me quemo! ¡Me quemo!» grito. La mujer se acerca, su nariz roza la mía, sus pies se meten adentro de los míos. El eclipse se consume.

Tomo su mano y sus dulces ojos se mezclan con los míos, mi pequeña hija, la sangre de Hécate que causa ese pulso constante y tan fácil de detectar para una bruja. Ahora serás una niña, le digo. Llegamos al trabajo, una vez más el supervisor le llama.

Es una pena decirlo, pero…

Sí…

—Su producción es muy baja y es por su desempeño, cada día más gorda. Se nota que no respira bien.

Usted sabe que siempre llego a tiempo y nunca falto.

Pero, ni el mánager ni yo vemos que los números aumenten.

No me despida, por favor.

—Hay algo que puedes hacer.

Hay algo que puedes hacer. Toma la navaja que guardas en el cajón de la mesita, ábrete la camisa. Corta con fuerza tu carne, la del lado del corazón, un pedazo, dos pedazos…

La sangre resbala hasta empapar los pantalones, el hombre horrorizado no puede detenerse ni parpadear. Grita, pero la voz sale como un respiro. Se saca el corazón y lo deja justo en el escritorio. Cuando logra salir de la oficina se desvanece y cae muerto.

Salgo con aquella niña que con compasión me mira, le limpio las lágrimas y le juro que nunca más estará sola. Antes de que sea una mujer de nuevo…

La mujer se fue hasta que me dejó en el trabajo. Estoy en el cuarto de producción, escucho los gritos, el escándalo, no me extraña: otro ha dejado el corazón en la oficina.

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