“Hoy les ha nacido en la ciudad de David
Un Salvador, que es Cristo el Señor”
Lucas 2:11
Durante muchos años, la Navidad era para mí la noche en la que reventábamos bombitas, brindábamos escuchando las palabras de mi Chichí y, entonces y de la manera más pronta posible, había que escaparse a la casa para ver qué nos había dejado Santa Claus como regalo o, si no había llegado, entonces era necesario dormirse lo más pronto posible para que llegaras mientras descansáramos.
No fue sino hasta que cumplí 17 años, durante mi involucramiento con el Movimiento de Renovación Cristiana, que entendí qué era la Navidad: la celebración del nacimiento del hombre más grande de la historia, Jesús de Nazareth.
No mucha gente ha comprendido que lo que se pretende es recibir al recién nacido en nuestros corazones, en familia de preferencia, y que no se trata de embriagarse, enfiestarse o de desvelarse lo más que se pueda, mucho menos regalar y esperar regalos del mismo precio o superior.
Mirando a lontananza, cada vez más aprecio y añoro esos brindis que hacía mi Chichí con nosotros: una mujer callada, trabajadora y reservada, que nos dirigía unas breves palabras que siempre salían de su corazón y con las cuales festejaba que estuviéramos todos juntos – sus hijos, sus nietos, y todos los que se habían incorporado a la familia – una vez más, celebrando el nacimiento del Salvador, y celebrando ese espíritu de unión que nos había llevado ahí.
Y después de sus palabras, justo a la medianoche, el momento más emotivo era cuando todos compartíamos un abrazo, deseándonos una muy feliz navidad. En esos abrazos con quienes forman nuestra familia renovábamos nuestro sentido de pertenencia a ese núcleo, y no pocos nos llenábamos tanto de ese sentimiento tan agradable, y en consecuencia las lágrimas acudían a nuestros ojos.
Con la experiencia de los años he comprendido que “dar” siempre es más satisfactorio que “recibir”, y que en esta época es cuando tenemos la oportunidad de dejar abajo las barreras y sensibilizarnos, abrir nuestro corazón a ese niño que vino a mostrarnos el evangelio del Amor.
Así que demos todo lo que podamos siempre y, especialmente, en estos postreros días de este año: demos nuestro tiempo, demos nuestra sonrisa, demos nuestros mejores esfuerzos, nuestros mejores deseos, nuestro apoyo (moral y, en la medida de nuestras posibilidades, económico) porque hay muchos que necesitan tanto.
Reunámonos con los nuestros y disfrutemos su presencia en nuestras vidas, recordemos a los que ya no nos acompañan de manera física, y llenémonos de buenos deseos y de buenas intenciones.
Mientras más demos, más recibiremos, y mayores serán las satisfacciones. Aquellos que ya lo han hecho y practicado saben perfectamente que pocas cosas superan ese sentimiento de satisfacción que nos queda cuando hemos entregado parte de nosotros sin esperar nada a cambio.
Que el nacimiento de nuestro Señor, el hombre más grande que ha existido, llene sus corazones, y los de sus familias, de bienestar y de paz.
Desde esta perspectiva, no hay mejor época para compartir y dar lo mejor de nosotros a aquellos que nos necesitan. Bienaventurados los que compartan su pan con aquellos que no tienen comida, los que compartan sus recursos con los que están necesitados.
Feliz Navidad a todos…
Gerardo Saviola