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Nuevo Edificio de la Universidad de Yucatán en 1941 – V

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Memoria de las Fiestas Inaugurales

Trayectoria de la Cultura Yucateca – Perspectivas

Versión literal de la pieza oratoria emitida por el señor Rector de la Universidad de Yucatán, ingeniero Joaquín Ancona Albertos, en la velada que se festejó la inauguración del flamante edificio de la Universidad de Yucatán.

«Señores Rectores de las Universidades de México, señores profesores y estudiantes, señoras y señores: Es de absoluta y rigurosa justicia comenzar este acto expresando la gratitud, no sólo de los estudiantes universitarios, sino de todo el pueblo culto de Yucatán, a dos hombres que acaban de dar a la cultura de este rincón de México, el más vigoroso impulso que jamás hubiese recibido. Cuantos me escuchan saben que me refiero al señor Presidente de la República general don Manuel Ávila Camacho, que con desinteresada espontaneidad y con gesto digno de un Mecenas, donó a la Universidad de Yucatán laboratorios completos que permitirán en lo sucesivo, hacer, no sólo una enseñanza verdaderamente práctica, sino también emprender investigaciones científicas.

Desgraciadamente, el caos a que nos ha arrojado la barbarie humana, ha impedido hasta la fecha que podamos instalar esos laboratorios, porque, habiéndolos adquirido en los Estados Unidos de Norteamérica, esperan todavía que terminen las dificultades que para su salida del país han opuesto las exigencias guerreras. Todos saben también que me refiero al señor Gobernador de Yucatán, ingeniero don Humberto Canto Echeverría, que cual nuevo y extraño alquimista, ha convertido en oro el hierro de las proverbialmente exhaustas cajas de caudales del Estado, y ha transformado después el oro en piedras, para levantar, sobre los viejos muros del Instituto Literario, esta moderna Universidad, orgullo de los yucatecos.

Canto Echeverría, hijo dilecto del Instituto, al metamorfosearlo, se ha honrado a sí mismo, y ha honrado a su país; y como todo hombre que verdaderamente vale, ha tenido un gesto de modestia del que, estoy seguro, él mismo no se ha dado cuenta: como veréis, no hizo ni siquiera inscribir su nombre en la piedra que conmemora la inauguración de nuestra casa; pero de hoy en adelante, quedará inscrito en el pensamiento de todos los estudiantes yucatecos.

Y es justo recordar también que el noble gesto de ambos gobernantes fue seguido por la generosidad del industrial don Cabalán Macari y del Banco de Yucatán, con cuya ayuda fue posible adquirir un costoso telescopio, que muy pronto preguntará sus secretos a nuestro cielo tropical.

Señoras y señores: os hemos invitado para asistir a la inauguración de un edificio; pero esta fiesta de hoy no celebra una mejora material: ella tiene en verdad una significación mucho más alta, mucho más espiritual. No se estrena solamente una casa: se inicia una nueva época en la historia de la cultura superior en Yucatán.

No es menester, para justificar mi aserto, hurgar demasiado en los detalles de la historia de nuestra escuela vernácula: basta pincelarla a grandes rasgos.

Fue primero la religiosidad de nuestros padres la fuerza que hizo surgir, en los albores de la Colonia, el Colegio de San Francisco Javier, justamente en este mismo solar en que hoy se asientan el templo del Jesús, la Biblioteca Cepeda, la Legislatura del Estado, y aun el Teatro Peón Contreras. De ese primer colegio, con la mente moldeada por manos de padres jesuitas, salieron los primeros sacerdotes yucatecos. En él se asentó también, desde poco después de su fundación, la primera Universidad de Yucatán, establecida el 23 de noviembre de 1624, para otorgar grados académicos, mediante el estudio de la Filosofía, de la Teología Dogmática, de la Teología Moral y del Derecho Canónico, disciplinas todas destinadas a la preparación de sacerdotes, como meta única a que podían aspirar los hijos de los encomenderos ricos. En sus últimos años, sin embargo, se enseñó también el Derecho Civil, y los historiadores citan los nombres de dos o tres abogados surgidos de esa Universidad, y que llegaron a tener verdadero prestigio. Por siglo y medio los jesuitas de San Francisco Javier se afanaron por impartir una enseñanza que si bien era demasiado restringida, debería llenar las necesidades de la época; pero la falta de recursos y de ayuda, endemia la más arraigada en este suelo, no permitió a los celosos maestros del Colegio llenar debidamente su misión. Por eso fue fundado el Colegio Seminario de Nuestra Señora de los Dolores y San Pedro, con la eficaz ayuda del bachiller don Gaspar de Güemes, natural de esta ciudad de Mérida, y que se había hecho sacerdote en el Colegio de San Francisco Javier. Güemes concibió el proyecto de crear el Colegio de San Pedro, según puede colegirse de los datos históricos acuciosamente recopilados por don Humberto Lara y Lara, observando que el reducido número de padres jesuitas encargados del de San Javier, su pobreza y sus enfermedades, eran la causa de que no adelantara la enseñanza y de que no se desarrollase mejor la educación del clero secular. Con el solar y los dineros donados por el bachiller Güemes, se levantó para el Colegio de San Pedro ese mismo edificio, en que hoy luce la Universidad de Yucatán.

Después, surgió además el Seminario Conciliar de San Ildefonso. Este Seminario, que completa la historia de la etapa exclusivamente religiosa de la enseñanza, fue fundado en 1861 por el Obispo de Yucatán, doctor don Fray Francisco de San Buenaventura Martínez de Tejada Díez de Velazco, con el propósito de remediar la situación de franca decadencia en que se hallaba en aquel entonces la instrucción pública. Y en efecto, el Seminario de San Ildefonso fue floreciente y fecundo. No se limitó, según el historiador don Juan Francisco Molina Solís, a la preparación de sacerdotes, sino que aceptó con liberalidad a cuantos jóvenes se presentaron con aspiraciones de cultura. Todavía tuvo un mérito más: creó cierto número de becas de gracia para jóvenes indígenas que tuvieron así la oportunidad de instruirse, junto a los niños ricos. Dice Molina Solís que en San Ildefonso «estudiábase Lógica, Metafísica, Ética, Física y marcábase el fin de cada año escolar, con funciones literarias, en las cuales los más sobresalientes alumnos, en presencia de concurso numeroso, selecto, defendían las tesis más importantes, refutando la nutrida copia de argumentos con que seglares o eclesiásticos, los más renombrados filósofos de la ciudad, asistían al acto a poner a prueba sus conocimientos; la Escuela de San Francisco, que procuraba igualar y aun exceder a la del Seminario, enviaba a sus maestros de mayor reputación a argüir y replicar contra el sustentante de la tesis; y así, en esta lid intelectual, hacíase pasar por un crisol el talento e instrucción de los jóvenes educandos». Pero se puede tener mejor idea de lo que sería semejante lid intelectual, y de la clase de conocimientos de que en ella se hacía gala, escuchando la opinión de don Lorenzo de Zavala, alumno que fue de San Ildefonso, quien dice que «en los colegios de Mérida se enseñaba la latinidad de la edad media, los cánones y la Teología escolástica y polémica, con lo que los jóvenes se llenaban la cabeza con las disputas eternas e ininteligibles, de la gracia, de la ciencia media, de las procesiones de la Trinidad, de la premoción física, y además sutilezas de escuela, tan inútiles como propias para hacer a los hombres vanos orgullosos y disputadores sobre lo que no entienden. «Lo que se llamaba Filosofía -dice Zavala- era un tejido de disparates… Ninguna verdad útil… Se ignoraban los nombres de los maestros de la Filosofía y la Verdad… Los nombres de Voltaire, Volney, Rousseau, D’Alembert, etcétera, eran pronunciados por los maestros como los de unos monstruos que había enviado la Providencia para probar a los justos».

No es propio, de este acto, entrar en más prolijos detalles sobre la interesantísima historia del Seminario Conciliar de San Ildefonso. Este Colegio, sin duda el más importante de su clase de los que hubo en Yucatán, era exclusivamente religioso; y sin embargo, hubo de incubarse en él el germen de lo que sería una verdadera revolución en la cultura; don Pablo Moreno, que se había distinguido desde que fuera alumno del seminario, por su rebeldía hacia las enseñanzas de los maestros, abrió en 1802 un curso de Filosofía en el establecimiento mismo y enseñó doctrinas que “pusieron en jaque» a los timoratos. Naturalmente, aquella situación no fue duradera; los rutineros hicieron la guerra al innovador y lograron que el Obispo de Yucatán, doctor don Pedro Agustín de Estévez y Ugarte, interviniese en el asunto y ordenase a Moreno que procediese con más circunspección y se atuviese a las ideas aristotélicas. «Obedeció el maestro-dice don Eligio Ancona- pero sus discípulos se habían inspirado ya en los luminosos principios de la Filosofía moderna, y muy pronto debían palparse las consecuencias en la escena política en que iban a aparecer». Varios de ellos reunidos en torno de la ilustre personalidad del Capellán de San Juan Bautista, don Vicente María Velásquez levantaron el espíritu patriótico que tanto habría de contribuir para que los yucatecos se uniesen a sus hermanos de México y de América, contra la dominación española. Los sanjuanistas, que comprendieron bien que las nuevas ideas no podrían fructificar sino en un terreno abonado por la cultura, trajeron en 1813 la primera imprenta que hubo en Yucatán y auspiciaron la fundación de un centro docente con el nombre de Casa de Estudios» en el que aprovecharon la instrucción de los maestros que, por sus ideas liberales, se habían visto precisados a renunciar a sus actividades en el Seminario. La Casa de Estudios se atrajo la enemistad inmediata de los rutineros, quienes se dedicaron a la tarea de destruirla. Lo consiguieron en 1814, gracias a la situación que creó en la provincia el golpe de Estado de Fernando VII: así quedó ahogado el primer brote de librepensamiento en Yucatán.

La primera Legislatura del Yucatán independiente expidió en 1821 un decreto por el que ordenó la creación de una Universidad y en 1824 dispuso que esta Institución se erigiese en el Seminario Conciliar de San Ildefonso con cátedras de Gramática Castellana, Gramática Latina. Lógica, Ética, Física, Teología, Dogmática, Teología Moral, Jurisprudencia Canónica y Jurisprudencia Civil. Desde 1825 hubo el propósito de establecer en la Universidad cátedras de Medicina y Cirugía: pero esto no pudo realizarse sino hasta 1833, merced a la circunstancia de haberse establecido en Mérida un médico notable, don Ignacio Vado, guatemalteco de origen, que después de estudiar la Medicina en su patria, había tomado el título de Doctor en Medicina en París.

La Universidad creada por el gobierno independiente, estuvo de hecho gobernada por los obispos de Yucatán y por las mismas autoridades del Seminario de San Ildefonso.

El primer intento oficial serio de independizar la enseñanza del poder eclesiástico fue la creación del Colegio Civil Universitario, por resolución que dictó en 1861 la Legislatura de Yucatán. Como si toda reforma de la enseñanza hubiese de tener asiento en la que es hoy nuestra Casa, el Colegio Civil Universitario se estableció en el local del antiguo Colegio de San Pedro. El Seminario de San Ildefonso fue clausurado al crearse el nuevo Colegio, pero fue restablecido tres años más tarde por decreto del Presidente Juárez. A pesar de esto, durante el Imperio de Maximiliano, el Seminario hizo abierta política de propaganda contra la República y sus hombres, lo que determinó que fuese clausurado de nuevo, al restablecerse el gobierno republicano de Juárez.

Y entonces se inició en firme la era de la enseñanza laica. Los prohombres de la Reforma sabían que las doctrinas liberales no podrían triunfar, si se dejaba la dirección de la juventud al Partido Conservador; y Cepeda Peraza, el Juárez yucateco, publicó el 18 de julio de 1867 un decreto por medio del cual fundó el Instituto Literario de Yucatán y ordenó que se estableciese del antiguo Colegio de San Pedro. El mismo decreto destino al Instituto los capitales que el Gobierno de la República había con signado al extinguido Colegio Civil Universitario y facultó al director para nombrar empleados y catedráticos, para organizar el establecimiento y para formular un reglamento que debería someter a la aprobación del gobierno. Por último, el decreto declaró propiedad del Instituto todos los muebles, útiles, aparatos científicos y demás objetos que habían pertenecido al Colegio Civil, a la Universidad Literaria del Estado y a la Comisión Científica que había organizado el Comisario Imperial. en el edificio

El 15 de agosto del mismo año de 67, abrió sus puertas el Instituto bajo la dirección del señor licenciado don Olegario Molina Solís y con este magno acontecimiento se inició en Yucatán la era de la enseñanza laica. Por sus raíces, la palabra laica significa «del pueblo». Parece como si los hombres de la Reforma Liberal hubiesen querido significar con ella que quitaban el privilegio de la enseñanza superior a la casta de los elegidos, para hacerlo extensivo a la totalidad del pueblo mexicano.

El señor licenciado don Arturo Escalante Galera dice en un artículo que publicó en 1913:

«Las diversas asignaturas del vasto enciclopédico plan de estudios adoptado en el Instituto, conforme a las más modernas prescripciones de la enseñanza, fueron encomendadas a la competencia y empeñoso celo de entusiastas intelectuales, y es de admirarse cómo el entusiasmo de estos profesores, jóvenes en su mayor parte, levantó el espíritu escolar y determinó, en muy poco tiempo, evidentes progresos en el campo de las ciencias».

En el Instituto se tuvo cuidado de establecer la enseñanza de ciencias útiles, fuera del terreno eclesiástico y de restablecer las que habían desaparecido. Desde la fundación del Plantel, el propio don Olegario Molina impartió con lucidez y ópimos frutos la cátedra de Matemáticas. Dos años después de la fundación del Instituto el gobernador don Manuel Cirerol, para reparar el daño que había ocasionado la supresión de las cátedras de Medicina y de Jurisprudencia, establecidas en la Universidad de San Ildefonso, fundó la escuela de Medicina, Cirugía y Farmacia y la Escuela de Jurisprudencia que son las mismas que subsisten hoy como partes integrantes de la Universidad de Yucatán. En años posteriores fueron surgiendo: la Escuela Normal de Varones, la Escuela Normal de Niñas, el Instituto Literario de Niñas y otros varios establecimientos de enseñanza elemental, secundaria y superior, tanto oficiales como de carácter privado. Durante una época, en el recinto mismo del Instituto funcionaron diversos grados de enseñanza, desde el primero de la primaria elemental hasta los cursos de Jurisprudencia y de Ingeniería, pasando por la enseñanza preparatoria, y además la Escuela Normal de Varones. No tanto el hecho de que, desde un principio, la enseñanza se estableciera con carácter absolutamente gratuito, sino también y principalmente el prestigio que le daban sus maestros, hizo que el Instituto fuese creciendo más y más en número de alumnos y que pronto se sintiera la deficiencia del local para albergarlos a todos. Así, la necesidad impuso que se fuesen separando un día la Escuela Normal; otro, la de Jurisprudencia; más adelante, los cuatro años de la enseñanza primaria elemental y por último los dos de la primaria superior, quedando limitado el establecimiento a impartir la enseñanza preparatoria, sin perder por eso su nombre de Instituto Literario de Yucatán, que amparaba en un principio todos los grados de la enseñanza.

Por necesidad se perdió así la unidad en el Instituto. Los establecimientos disgregados de esta suerte, gobernados unas veces por el Consejo de Instrucción Pública, otras por un Departamento de Educación que, por dedicar preferente atención a la enseñanza primaria, sin duda más indispensable para las necesidades del pueblo, abandonaba de hecho la enseñanza superior, y otras por algún burócrata que tenía a su cargo una mesa en la Secretaría General de Gobierno. A la falta de la unidad del instituto, siguió, como consecuencia necesaria, una situación verdaderamente caótica, cuyas funestas consecuencias se dejaron sentir de inmediato. Era necesario restablecer la unidad de la enseñanza superior y pareció también necesario separar a ésta de las autoridades que dirigían la enseñanza elemental. Carrillo Puerto, el apóstol de la redención indígena en Yucatán, abarcó también este problema, y trató de resolverlo. Por decreto de 25 de febrero de 1922, creó la Universidad Nacional del Sureste de México, en la que se reunieron la enseñanza preparatoria, las Facultades de Medicina, Cirugía y Farmacia, de Jurisprudencia y de Ingeniería, la Escuela Normal y la de Bellas Artes. Se dio a la Universidad el nombre de Nacional del Sureste de México, porque formaba parte de un vasto plan para hacer la unidad de la enseñanza universitaria en toda la República, por medio de centros análogos que deberían establecerse en la capital y en diversas regiones de nuestro país. En el plan se incluyeron contratos que debía celebrar el gobierno federal con los de los estados, para el sostenimiento de estas instituciones.

De hecho, el plan no llegó a realizarse nunca plenamente. En Yucatán, por lo menos, pronto faltó la prometida ayuda federal a nuestra Universidad del Sureste y, no obstante su título de Nacional, hubo de sostenerse con fondos del Estado y limitar su acción a los estudiantes yucatecos y a muy pocos procedentes de los estados vecinos. Y aún más: ni dentro de estos límites la Universidad Nacional del Sureste realizó su propósito: la unidad de sus Escuelas era solamente nominal. Muy pronto se vio la separación de la de Bellas Artes y de la Normal, y muy pronto se vio también que los lazos de unión de las diversas facultades entre sí, y con la Escuela Preparatoria, eran excesivamente débiles. No fue esto sin embargo la principal deficiencia de la Universidad del Sureste. A pesar de los siglos transcurridos, a pesar de la evolución de las ideas, a pesar del cambio de los hombres, las enseñanzas se bebían únicamente en las fuentes en forma de letras que nos legaron los maestros del pasado. Había que llevar más allá el progreso de la Institución; había que pasar del simple conglomerado de escuelas a la Universidad. Esta vez fue nuestro actual gobernador, Canto Echeverría, que por experiencia había conocido verdaderas universidades en país extranjero, quien vió lo que a la nuestra faltaba y trató de dárselo. Empezó por quitarle el nombre de Nacional que no le cuadraba ya en manera alguna y, siguiendo tanto las tradiciones universales como las de nuestro mismo país, le dio el nombre evidentemente más propio y adecuado, de Universidad de Yucatán.

Y fue precisamente al tomar este nombre, en vez del de Nacional, cuando nuestra Universidad empezó a ponerse en contacto con las instituciones hermanas del resto del país; de la nuestra partió la iniciativa de reunir periódicamente Congresos Nacionales para unificar la acción universitaria; pero el objeto de la creación de la Universidad de Yucatán no fue simplemente el de un cambio de nombre.

En la exposición de motivos con que el Gobernador justifica ante la Legislatura del Estado su proyecto de cambiar de nombre a nuestra Universidad, se reconoce que ésta debe orientar sus actividades hacia una preferentísima atención al estudio de los problemas sociales, económicos, etcétera, que preocupan al pueblo yucateco dejando en plan secundario la función docente. Esto no significa en manera alguna el abandono de la enseñanza, como alguien quiso interpretar malévolamente. Significa, como dice la exposición de motivos que precede al Estatuto de la Universidad de Yucatán, que «en toda universidad pueden distinguirse dos aspectos bien definidos: la función docente y la obra de investigación». Significa también que este segundo aspecto, el de la investigación, es el más importante desde el punto de vista social; significa, que aun cuando las pobres condiciones de desarrollo de nuestro medio intelectual no permiten intentar ahora estudios científicos de carácter universal, sí deben permitir el estudio de los problemas vitales del pueblo yucateco: la posibilidad de sacar a nuestro Estado de su sistema monocultor y la posibilidad de salvar de su ruina definitiva el único producto actual de nuestros campos; el estudio de las posibilidades industriales del Estado y de las industrias que podrían ser fomentadas con éxito en nuestro medio; el estudio científico de las condiciones alimenticias de nuestros campesinos y aun de nuestros ciudadanos; la investigación de nuevos medios para impedir las enfermedades endémicas, que asuelan nuestros campos; la urgencia de redimir y salvar у los restos de esa admirable raza maya, creadora de monumentos dignos de Egipto, el de su incorporación a nuestra civilización universal y la contribución también ¿por qué no? a los estudios que hoy interesan a los hombres de ciencia en el campo de la Astronomía, en el de la Física, en el de la Química, en el de la Biología, pero en forma efectiva, generadora de ideas nuevas y de nuevos ideales y no en la simple forma pasiva de la repetición de la letra de los libros.

Tal fue la intención de nuestro gobernador actual al crear la Universidad de Yucatán; pero la intención no es bastante: un decreto no basta para modificar la estructura de una institución. Para que nuestra Universidad pudiese llenar sus nuevas funciones, era necesario dotarla de elementos: una casa amplia, renovada, con aire y con luz: unos muebles confortables, unos laboratorios dotados de cuanto puede hacer falta para el estudio y la investigación. La casa y los muebles los ha sacado el gobernador local de la miseria, de las casi exhaustas cajas de la Tesorería; los laboratorios nos han sido generosamente donados por el Primer Magistrado del país. Al entregar todo esto, se acrecienta también la Universidad con un Instituto, que venía funcionando bajo la dependencia directa del gobierno del Estado: el de Etnografía, Historia y Bibliografía, en el que un hombre tan modesto como culto y laborioso, Alfredo Barrera Vásquez, con inteligentes colaboradores ha estado realizando ya una buena parte de las investigaciones que la Universidad debe hacer, sobre nuestros problemas de carácter regional.

Por esto sostuve en un principio que la fiesta de hoy no se limita a la inauguración de un edificio, sino que inicia una nueva etapa en la historia de la cultura superior de Yucatán: la de la Universidad, la de la Universidad por excelencia, que abarcará todos los aspectos de la cultura humana y no será simple repetidora de enseñanzas, por sabias que sean, sino creadora de ideas e investigadora de problemas vitales.

¡Estudiantes! Se os entrega hoy una nueva casa: vuestra casa. Respetadla, y hacedla respetar. Hacedla de verdad vuestra Alma Máter, la fuente de todos vuestros anhelos, de todos vuestros pensamientos. ¡No consintáis jamás, ni en lo material, ni en lo espiritual, que se pretenda mancillarla, ni que en ella aniden la traición ni la perfidia!

¡Estudiantes! He allí vuestra casa. Sobre los viejos muros del Colegio de San Pedro, se irgue hoy un piso más, amplio, moderno, ventilado, lleno de luz. Muy pronto, el observatorio dibujará con su silueta el domo de los cielos, y escrutará, con sus pupilas de gigante, la infinita profundidad del Universo. Se ha devuelto al patio todo su colorido colonial, el brocal del pozo, las baldosas, la frescura de la hierba, los faroles, el claustro y su arquería parecen resucitar los siglos muertos; pero los laboratorios señalan los tiempos por venir. El «noble abuelo», como en frase inmortal le llamara el poeta, cobra nuevos bríos y se viste de gala. Es hoy la moderna Universidad, y sin embargo, es el instituto. Nuestro instituto, pero no cadáver: como todo ser viviente, es siempre el mismo, y es siempre otro. Del abono del pasado, toma la savia de su nueva vida; y eternamente joven, sin mirar atrás, avanza, avanza con pasos de gigante a la conquista del futuro. ¡Estudiantes! He allí el porvenir; y el porvenir es vuestro».

Continuará la próxima semana…

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