La tierra del Faisán y del Venado

By on enero 4, 2024

Letras

 

YUCATÁN

La península de Yucatán, en el sureste de México, es la zona arqueológica más rica de América, que se extiende hasta Honduras y Guatemala.

Poblado desde remotísimos tiempos por la raza maya, este territorio se llamó “El Mayab” (Ma, no; yaab, muchos; es decir: la tierra de los pocos, la tierra de los escogidos.)

También, lo que hoy es propiamente Yucatán tuvo por nombre que recogieron los conquistadores “La tierra del Faisán y del Venado”, denominación que guarda un singular sentido místico. Asimismo, esta comarca fue llamada de diversos modos, como “Yucalpetén” (perla de la garganta de la tierra).

Las etimologías de “Yucatán” son muy discutidas.

 

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CARTA DE ALFONSO REYES

 

Deva, 5 de agosto de 1922

 

Mi querido Antonio Mediz Bolio:

 

¿Se acuerda usted de Madrid…? Salíamos de la Cancillería por aquella empinada calle del Marqués de Villamagna, y, ya al llegar a la Castellana, el aire y el sol, los árboles rojos de otoño, habían limpiado nuestro ánimo de toda preocupación oficinesca: la nota que hubo que hacer dos veces, la carta con sello de urgencia para alcanzar el vapor correo del día tantos, la compostura del sillón giratorio que hay que cargar a la partida de gastos de oficio, el escribiente que debe poner al día el registro que se le ha confiado… Todas estas pequeñas miserias parecían disueltas en el espacio claro, y sólo conservábamos la conciencia abstracta y superior, el alegre orgullo del trabajo cumplido.

Al aire libre las cosas recobran sus proporciones naturales. Nuestros recuerdos, como siempre, volvían a México.

“Yo sueño –le decía yo a usted– en emprender una serie de ensayos que habían de desarrollarse bajo esta divisa: «En busca del alma nacional». La «Visión de Anáhuac» puede considerarse como un primer capítulo de esta obra, en que yo procuraría interpretar y extraer la moraleja de nuestra terrible fábula histórica; buscar el pulso de la patria en todos los momentos y en todos los hombres en que parece haberse intensificado; pedir a la brutalidad de los hechos un sentido espiritual; descubrir la misión del hombre mexicano en la tierra, interrogando pertinazmente a todos los fantasmas y las piedras de nuestras tumbas y monumentos. Un pueblo se salva cuando logra vislumbrar el mensaje que ha traído al mundo, cuando logra electrizarse hacia un polo, bien sea real o imaginario, porque de lo uno y lo otro está tramada la vida. La creación no es un juego ocioso. Todo hecho esconde una secreta elocuencia, y hay que apretarlo con pasión para que suelte su jugo jeroglífico. ¡En busca del alma nacional! Esta sería mi constante prédica a la juventud de mi país. Esta inquietud desinteresada es lo único que puede aprovecharnos y darnos consejos de conducta política. Yo me niego a aceptar la historia como mera superposición de azares mudos. Hay una voz que viene del fondo de nuestros dolores pasados; hay una invisible ave agorera que canta todavía «¡tihuic, tihuic» por encima de nuestro caos de rencores. ¡Quién lograra sorprender la voz solidaria, el oráculo informulado que viene rodando de siglo en siglo, en cuyas misteriosas conjugaciones de sonidos y de conceptos todos encontrásemos el remedio a nuestras disidencias, la respuesta a nuestras preguntas, la clave de la concordia nacional!”

Y usted, amigo Antonio, que tanto ha sentido y cantado el portento de la fuerza española derramada sobre nuestro suelo, me decía:

«»

–Es verdad. Nos conformamos con sabernos hijos del conflicto entre dos razas. Como a la mujer bíblica, solemos decirle a la patria: “Dos naciones hay en tu seno”. Se habla de la redención política del indio, pero no de su redención espiritual; quiero decir: de su incorporación, explicada y aceptada, como elemento formativo de nuestra alma actual, con ser esto una tarea indispensable y previa a la política, como lo es la idea con respecto a la acción. Todas esas voces, oscuras, de abuelos indios, que lloran en nuestro corazón, no han tenido desahogo. Acaso la primera parte de la obra consiste en recoger las tradiciones indígenas, tales como realmente han llegado a nosotros, entre los cuentos y dichos que envolvían nuestra imaginación infantil.

Y aquí comenzaba usted a narrarme –con ese don único para improvisar un cuento, reduciéndolo a sus elementos esenciales, de suerte que, siendo ya literatura, conserve todavía la ligereza y vitalidad de la charla–  sus viejas historias de Yucatán, donde tal vez se han mezclado un poco los estudios teosóficos.

De aquí data la idea del libro que hoy ofrece usted a los lectores de América:

“He pretendido –me escribe usted–hacer una estilización del espíritu maya, del concepto que tienen todavía los indios  –filtrado desde millares de años– de sus orígenes, de su grandeza pasada, de la vida, de la divinidad, de la naturaleza, de la guerra, del amor, todo dicho con la mayor aproximación posible al genio de su idioma y al estado de su ánimo en el presente. Le repito, para explicarme, que he pensado el libro en maya y lo he escrito en castellano. He hecho como un poeta indio que viviera en la actualidad y sintiera, a su manera peculiar, todas esas cosas suyas. Los temas están sacados de la tradición, de huellas de los antiguos libros, del alma misma de los indios, de sus danzas, de sus actuales supersticiones (restos vagos de las grandes religiones caídas) y, más que nada, de lo que yo mismo he visto, oído, sentido y podido penetrar en mi primera juventud, pasada en medio de esas cosas y de esos hombres. Todo ello me rodeó al nacer y fué impresionado, antes que por nada, por ese color, por esa melancolía del pasado muerto, que se hace sentir, sin sentir, en las ruinas de las ciudades y en la tristeza del hijo de las grandes razas desaparecidas, que tiene una continua evocación de lo que fué delante de los ojos. Una poesía especialísima, autóctona, misteriosa y de fuentes remotísimas, hay de todo esto. Yo he querido aprovecharla y he hecho este primer ensayo…

“…De cuando en cuando, en la expresión, en las imágenes, es posible que se encuentre cierta semejanza con lo oriental. Eso es precisamente porque todo lo prehistórico de América tiene este sentido estético y religioso inseparable del Oriente asiático, y quién sabe si no es el Oriente el que se parece a América, porque ella fue su raíz. De todos modos, el carácter es así, y así lo he dejado.”

Esto ha pretendido usted, y esto ha hecho con sentido y acierto, según las páginas que me ha sido dable disfrutar de su libro inédito. Mi enhorabuena muy calurosa. Así quisiera yo que, de cada rincón de la República, nos llegara la voz regional, depurada y útil. En el concierto de todos esos matices vibraría el iris mexicano. ¿Cuándo veré un libro que reúna, por ejemplo, las tradiciones de mi tierra (ya todas criollas, hispánicas, porque en aquella parte del norte nunca hubo una civilización indígena sedentaria), las historias poemadas de guapos, valientes, contrabandistas; el “Macario Romero” que, picando espuelas llegó con su fama más allá del río Bravo, y todavía se le encuentra entre los cantares que recoge, en la Alta California, el profesor Espinosa; el misterioso “Caballo Blanco”, héroe de mis fantasías infantiles, bandolero cuyo sueño velaba siempre el caballo blanco que le valió el apodo, de suerte que hubo que echarle una yegua al galante guardián para sorprender al hombre dormido.

Pero en Yucatán –península de oro–, el sol baña las ruinas más antiguas del mundo, en un ambiente donde cierta placidez, ya antillana, contrasta con la tremenda profundidad de arcaicos mitos. No es mucho que los escritores de aquella tierra se hayan sentido atraídos, de tiempo en tiempo, por la tentación de rasgar el velo de Isis. Esta vez querido Antonio, tiene usted la palabra.

Lo abraza afectuosamente,

Alfonso Reyes

 

 

Continuará la próxima semana…

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