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La oveja, el lobo y el granjero

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Joel Bañuelos Martínez

La oveja escuchó de su madre todas las atrocidades que se le atribuían a aquel sanguinario lobo al que todo el rebaño temía. Contaban que, por las noches, astutamente buscaba alguna parte débil de la cerca y se introducía con sigilo, buscando que el viento no delatara su presencia en el rebaño y de esa forma coger su presa y huir hacia el espeso bosque para devorar a su víctima.

Con todo detenimiento y lujo de detalles le enseñó la forma de percibir los ruidos del bosque, el vuelo de las aves nocturnas, el siseo de las serpientes, el crujir de una rama en la zarzalera, las pisadas de las ratas en la breña; le enseñó a aguzar el oído y hasta cómo correr entre las demás ovejas para ponerse a salvo y disminuir el riesgo de ser atrapada si se llegara a dar el caso de un ataque del carnicero ente. Todo consejo escuchó y, aunque hubo ataques del fiero enemigo, pudo salir siempre victoriosa de ellos.

El rebaño crecía y luego disminuía. Algunas ovejas eran apartadas en otros corrales para la ordeña, los machos más sanos para sementales, muchas hembras para procrear.

Así, entre los sustos del lobo y la monótona vida en los corrales y pastizales, el tiempo transcurría entre el amor que la oveja madre le daba y los cuidados del granjero que con tratos especiales la alimentaba.

Muchos lobos terminaron sin vida por los tiros de la escopeta del granjero, que donde ponía el ojo, ponía la bala. Ante tal protección y los sabios consejos de su madre, la joven oveja había salvado el pellejo y esa tranquilidad redundaba en salud, alegría y buenas carnes.

Una mañana, muy temprano, llegó el granjero. No llevaba la acostumbrada ración de forrajes, se acercó a la oveja y ésta, acostumbrada al buen trato, se dejó poner el lazo y sin oponer resistencia alguna, se dejó conducir hacia la gran casa de madera, un lugar nuevo para ella.

Todo era novedoso, la construcción era hermosa, de maderas pintadas de bellos colores que contrastaban con los floridos jardines y el verde césped.

En un claro del follaje había una especie de mesa grande con una estaca en cada esquina, en cada estaca una cuerda de cuero curtido.

Dos hombres con filosos cuchillos quitaban la piel a una cabra y la abrían en canal. Un insultante olor a sangre caliente se esparcía en el ambiente.

La joven cabra dejó escapar un lastimero berrido: de todos los peligros le había advertido su madre, menos de la maldad del granjero, que era más carnicero, sanguinario y temible que un lobo.

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