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La alegría de los demás

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Letras

Carlos Duarte Moreno

(Especial para el Diario del Sureste)

De la boca infernal de la Tragedia salen a veces soplos largos que de un lado y otro de la Desesperación hacen rebotar el alma humana. Entonces es cuando prende en el espíritu su garra impía toda desilusión y el hombre cree que no hay cicatriz para su herida, ni retoño para sus árboles amarillos, ni nido que venga a llenar de vuelos prometedores sus horizontes huérfanos de alas abiertas… Pero la Suerte, mujer al fin acusada de veleidad, mientras tortura a unos, llena a otros de bienes y de rosas y coloca en su camino pájaros que alegran con sus trinos, fuentes que apagan la sed y acarician el oído con sus ritornelos, árboles que dan fruto y sombra… Y de este modo, junto al que solloza sus quebrantos, pasa cantando el que canta su esperanza, la segura proximidad de su ventura o el colmado deseo de su afán. Los amargados y los alegres se cruzan… Algunos miran riente y espléndida en los escogidos por la fortuna, el bien que desearon y que la infelicidad de la hora les negó despiadadamente. Y con frecuencia, tal vez por explicable imantación a las pasiones impuras que andan sueltas, los que creyeron reír y sorben lágrimas al ver que pasan a su vera los felices del momento, los odian con un odio profundo, el odio patético que es hijo de la envidia que envidia la felicidad.

El hombre lleno de apremios que habita con la miseria y que pone, como inviolada deidad, su esperanza en la barca eventual de un número de lotería que no obtiene premio porque las monedas codiciadas fueron a dar a la escarcela de un rico, o al bolsillo deshilachado de otro pobre, odia al favorecido, lo envidia y, blasfemo contra su estrella, blasfema también con el que se llevó aquello que él esperaba para poner término a sus infortunios y a sus vigilias prolongadas.

Aquél a quien la ausencia de la novia taladra –ausencia de distancia en la vida y más aún si es ausencia en que entra la Muerte– al ver a otro galán en idilio con la amada, sentirá un ahogo en el corazón que al fin se transformará en suspiro… El que ve jugar a un niño cuando acaba de perder al suyo, experimentará la impiedad de las cosas y, envidiando a los padres felices, puede experimentar odio prófugo, repentino, al sufrir el vuelco del alma atormentada…

Felices, en la virtud del alma, los que adoloridos, castigados, sangrantes, desvanecidos en los caminos de la vida, se sobreponen a su pena, a su dolor, a su desgracia, a su herida, y sienten la alegría de los demás… Tema viejo el del dolor del bien ajeno, hay que emanciparse de él con empeñoso anhelo.

El bien perdido, no logrado por nosotros, y viviente, maravilloso, pleno en los demás, no debe movernos ni a envidia ni a odio. Nada más los que tienen el espíritu sombrío, salitroso, lleno de telarañas y de búhos y de lagartijas y de larvas zumbadoras, no son capaces de sentir la alegría de los demás. El bien que se pierde debe dulcificar, no ensombrecer. A veces, la contemplación de la alegría ajena sirve de bálsamo y sedante.

Una madre llena de lágrimas que acabase de enterrar al bebé de sus sueños, aunque con sonrisa triste, sonreiría al ver a otra madre que besa a su hijo rojo de salud…

Enseñemos a nuestra alma a que sonría sincera y heroica, contra su propia desventura, al ver que otra alma besa el rostro de la felicidad que las cosas le conceden…

Mérida, Yucatán.

 

Diario del Sureste. Mérida, 3 de mayo de 1935, p. 3.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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