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La agonía del laurel

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Letras

Parsifal

[Serapio Baqueiro Barrera]

(Especial para el Diario del Sureste)

Cuando se penetra en la plaza principal de Mérida y se camina bajo la sombra fresca y grata de un bosque de laureles, el caminante, si metafisiquea un poco, piensa fácilmente que asienta sus plantas en una tierra olímpica y que, de pronto, va a escuchar el himno que las musas entonaban en el Monte Parnaso y las armonías de la lira de Apolo.

Así creyó el gran pensador español Eugenio Noel una tarde primaveral al contemplar las frondas de estos árboles simbólicos que aman los poetas y los héroes.

Más que a las palmas, prefieren estos seres predestinados una corona de verde lauro…

Por merecer esta corona, el guerrero realiza proezas de valor y el poeta sueña y da forma a sus más hermosos poemas.

Por esto ahora, a las almas sensibles, les hiere una aguda tristeza al ver cómo se va muriendo lentamente tal vez el árbol más hermoso de cuantos decoran este retazo de tierra olímpica.

Va muriendo poco a poco en una agonía desesperante; parece que se está asfixiando porque en sus poros que se están secando ya no penetra ni el más sutil soplo del aire.

Morirá irremediablemente, nada podrá salvarlo.

Cuando en la próxima primavera retornen los dulces ruiseñores no lo encontrarán ya; no hallarán sus frondas opulentas en donde antes cantaban sus serenatas a la luna y prorrumpirán, entonces, en una elegía sollozante.

Como el vástago de una familia linajuda y muy antigua, la savia corrompida, la hemofilia está matando a este hermoso árbol.

En el deshojamiento de sus ramas titánicas, todas las mañanas extiende una espesa alfombra amarillenta que nadie se atreve a profanar con sus pasos.

Y tal vez algún paseante, de alma soñadora de poeta, se coloque bajo sus ramas para sentirse ungido por la lluvia de sus hojas.

La carne blanca y perfumada del árbol se está ennegreciendo, ¿quién la envenenó, qué misterioso hechizo se infiltró en su corteza?

Se va doblegando, se está inclinando hacia la tierra como si buscara un lugar propicio para el descanso eterno de su cuerpo corpulento.

Pero también tenía un alma que hablaba de cosas divinas en las altas horas de la noche, cuando susurraba suavemente.

Entonces huían de él las mujerzuelas noctívagas, las que hacen una vil mercadería de sus besos, las que todas las noches van a rondar el jardín olímpico, las que se dan citas impuras en la sombra.

Salían huyendo del jardín porque no querían escuchar el divino susurro que las aconsejaba, y que las reconvenía dulcemente.

Era el árbol de las admiraciones.

Pero también era el amparador de los tiernos idilios de amor.

Cuando sus raíces se desprendan para siempre de la agitada tierra que no pudo sustentarlo, dejará un alma pavorosa, un abismo profundo que podrá servir de sepulcro para enterrar a un ogro, a un gigante fabuloso.

El árbol apolíneo que fue albergue de los ruiseñores y amparador de los tiernos idilios de amor, que fue el hijo predilecto de los vientos, que arrancaban de sus ramas las dulces notas de un arpa eólica…

 

Diario del Sureste. Mérida, 14 de noviembre de 1935, p. 3.

[Compilación de José Juan Cervera Fernández]

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