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José Estilita y otros cuentos – V

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V

LA COMADRONA DE SABIDOS

Por Pedro Hernández Herrera

No todos los poblados estaban situados en las orillas del río. Entre éstos, el más curioso era el de Sabidos.

La única comunicación con Sabidos era un arroyo bastante profundo (creek, como lo llamaban) que partía del poblado y, después de casi un kilómetro de cerradas curvas, iba a desembocar al río. Esta era la única entrada al poblado, ya que por tierra no había camino. Se decía que estaba rodeado de agua, es decir, que el arroyo circundaba al pueblo y que éste, en realidad, era una isla. El arroyo en algunas partes tenía alguna profundidad, según ya se dijo, y en toda su extensión se enmarañaba por debajo de la superficie una tupida vegetación acuática que en determinados puntos impedía a los canaletes impulsar los cayucos. En otros tramos era el follaje de los árboles situados en las márgenes los que echándose encima del arroyo como una sombrilla casi cerraban el paso, siendo preciso abrirse camino a punta de machete.

Esa mañana, en un cayuco manejado por dos marineros, el doctor Roos se dirigía al poblado para visitar a una paciente que recién acababa de dar a luz. Cuando la canoa llegó a la pequeña playa, tuvieron que caminar unos ochocientos metros para entrar a Sabidos. Se trataba de unas veinte casas bastante separadas unas de otras; el suelo era un poco pantanoso y en algunos sitios se formaban arroyuelos. La vegetación la componían matas de coco casi únicamente.

Llegaron a la casa. La mujer estaba acostada en una hamaca con su pequeño hijo. Los dos se encontraban perfectamente. En un rincón de la choza, almorzaban cinco chiquillos que eran servidos por una anciana cuya piel semejaba un muestrario de toda clase de arrugas.

Mientras examinaba a la señora, el doctor entabló conversación con ella:

–Qué bueno que tienes aquí a tu suegra, que te ayuda con la casa mientras tú te repones– le dijo indicando con la cabeza a la viejita que seguía atareada en la cocina.

–¿Esa? Si no es mi suegra, doctor. Es la comadrona.

–¿La comadrona? Bueno, pero además será tu parienta, ¿no? ¿Cómo es que te está ayudado?

…Y no, no era su parienta. Lo comprendió el doctor después de que la señora le hubo explicado pacientemente, con todos los pormenores el caso, un extraño acuerdo que desde tiempo inmemorial existía entre la gente de Sabidos y sus comadronas…

Hija de la anterior comadrona, la de aquel momento era una viejita de unos sesenta años que reinaba en su especialidad sin temer que alguien le disputara su cargo, ya que éste se heredaba por derecho familiar.

Además de atender los partos, les practicaba “soba” a las señoras en “estado”; cuando venía atravesado el niño, ella lo ponía bien (una vez vio el doctor a una comadrona hacer eso, que no era más que una versión externa practicada limpiamente, pero que en el hospital estaba prohibido hacer porque según los maestros, era sumamente peligroso); deshacía el hechizo llamado “zontí”; pero lo más curioso era su tarifa. Variaba ésta según el sexo de los recién nacidos: cincuenta pesos si era niña y sesenta si era varón. Y por ese precio ella se vendía prácticamente durante una semana a la señora en turno, pues se obligaba, además de atender el parto y bañar al recién nacido, a quedarse a vivir durante ocho días en la casa de la parturienta. Atendía al marido de la señora cuando se iba a la milpa por la madrugada; luego barría la casa, hacía la comida, atendía a la recién parida y la criatura. Ahí dormía, esa era su casa, y el peso y la dirección de la misma quedaban a su cargo. Al cabo de ese tiempo, cobraba y se retiraba a su por esos días olvidada choza, a esperar que alguien requiriese nuevamente sus servicios.

Nunca pudo averiguar el doctor cómo se las arreglaba la comadrona en el caso de verse en la necesidad de atender otros partos en la misma semana de “esclavitud”, aunque no dudaba que la viejecita podría cumplir sus obligaciones simultáneamente en tres, cuatro hogares, o los que fueren, urgidos de atención.

Cuando conversó con ella esa tarde, antes de quitarse del poblado, y al decirle que no comprendía cómo por esa cantidad ella se vendía de hecho durante varios días, la comadrona le contestó plenamente convencida de que hacía un gran negocio:

–Es que además, doctor, me dan la comida gratis…

Continuará la próxima semana…

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