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Estructuras Narrativas No Lineales

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Letras

 

 

 

 

Gaby Andrade

Ella se había quedado en aquel fatídico año de 1835, cuando Jacques Moreau se fue para siempre y lo último que se vio de él fue su silueta tragada por la niebla costera. Se había desvanecido entre el blanco fantasmal de las nubes bajas como un recuerdo informe. Se perdió poco a poco sobre el ligero barco de vela británico que se bamboleaba ágil y suave sobre las olas.

Aún ahora, en las postrimerías de 1975, ella lo esperaba, convencida de que aún era una mujer de diecisiete años, con una criatura en brazos y un niño rubio acompañándola, esperando en el puerto a que su esposo volviera. Un espectro que aún en su muerte era incapaz de soltar el recuerdo de una huida, una sombra condenada que se había vuelto historia de marineros.

Todo había comenzado en 1805, el mismo año en el que Napoleón I fue coronado rey de Italia en la Catedral de Milán, cuando las expediciones de Lewis y Clark llegaron a las cataratas del Misuri. Era tiempo de aventureros.

 Jacques Moreau llegó al mundo en Conques, un pueblo de la costa francesa. Quizá haber nacido aquel año fraguó en el alma de aquel hombre una inquietud indomable, la necesidad de pertenecer al mar, la búsqueda de sensaciones que surgieran desde el centro del corazón.

Moreau y Ana Leonor se conocieron en uno de los viajes del aventurero, un amor inmediato y la última oportunidad para él de ser un hombre de tierra. Asimilado a la hija de un cafetalero, acostumbrada a los pasos de montañas, el aventurero adoptó una vida en la que el sol dejaba marcas rojas en las mejillas y seguía el ritmo de las estaciones.

Durante varios años el antiguo marinero reprimió sus instintos. La pareja tuvo dos hijos rubios, de ojos negros, y vivieron en una pequeña cabaña de las costas veracruzanas.

Una tarde, mientras Leonor veía por la ventana con la mirada perdida, ella preguntó: ¿Se puede imaginar el futuro? El cuestionamiento fue realizado con la mayor de las inocencias, pero detonó en Jacques el deseo de mundo.

Le llegó el olor del mar y recordó la sensación de las sogas quemando sus manos, del viento fresco de verano y las estrellas alzándose en lo alto. Recordó las imágenes de idílicas ciudades de bellas murallas en la costa.

Esa misma tarde, sin decir nada a nadie, compró unas botas de marinero ya usadas e hizo su maleta, dispuesto a irse al mar.

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Nota del Editor

Esta es la primera entrega de los trabajos con menciones honoríficas de los participantes en el Taller Logos de Voz de Tinta. Continuaremos publicándolos en ediciones siguientes.

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