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El secreto de los pájaros II

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Letras Mayas

VI. El secreto de los pájaros II

 

¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chcl ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! !…

¡Uuuuuuu uuu!…

¡Uuuuuuuuuu!…

¡Uuuuuuuuuuuu!…

¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc!… ¡Ssshiiii!… ¡Ssssiiiiiii!

¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc!… ¡Ssshiiii!…

¡Ssshiiii!…

Ése era el sonido que escuchábamos cuando mi tío Ch’el llegaba los viernes en el tren de las tardes que, con destino a la ciudad de Mérida, se detenía en la estación de ferrocarril de Calkiní, mi pueblo natal, situado en el norte del estado de Campeche.

Como en ese tiempo no había más transporte ni vías de comunicación entre mi pueblo y las ciudades de Mérida y Campeche que el tren, ir a presenciar su arribo en la estación se convertía en un verdadero espectáculo.

Mientras iba deteniéndose sobre las paralelas metálicas, observábamos a los pasajeros, cuyo destino no era mi población de origen, asomarse por las ventanillas de los vagones de primera y segunda clase para mirar los alrededores de la estación. Minutos después veía a mi tío descender apuradamente de un vagón de primera

En tanto, por los andenes de la estación pululaban venteros de naranja dulce, empanadas de frijol, ciruelas rojas, paletas de coco, nances envueltos en bolsas de papel estraza, barquillas dobladas, churros y buñuelos de miel, panuchos calientes, jícamas con chile, pedazos de yuca hervida,1 racimos de uaya,2 pan de Pómuch3 pastelitos y bizcochos de manteca y anís.

Algunos vendedores ambulantes recorrían los pasillos del interior del tren, ofreciendo carne de venado fresca o, en contadas ocasiones, cocinada bajo la tierra, carne de puerco y pavo de monte.

Prestos a descargar y a subir la mercancía, estaban Pashín y Chilaya Rivero, Adalio Güémez, Berto y Pablo Pacab, el padre y los hermanos Cohuo, y otras personas que se turnaban en bajar cajas de galletas; sacos de harina, azúcar y arroz; latas de manteca vegetal; rollos de palma de guano, atados de flores; botes de mantequilla, cajas de zapatos, telas y prendas de vestir, bultos de cacao, lencería y enseres para ferretería; bolsas del correo, huacales llenos de panela, manzanas, peras, uvas, racimos de plátano roatán; pescado fresco y cazón seco. Al mismo tiempo, en otros vagones, subían vacas; toretes; costales de gallinas y pavos; gruesas de escobas, canastos, sombreros, hamacas, petates; cántaros y tinajas producidos en Tepakán; rollos de soga y brazos de hamaca, entre otros productos que se enviaban a la ciudad de Mérida.

En el momento en que silbaba el tren anunciando su partida de la estación, mi tío tomaba un camino que lo llevaría a la huerta del abuelo.

Lo recuerdo cuando caminaba a un costado de las vías, trastabillando y a punto de caer sobre la grava, que sostenía el peso de toneladas de rieles, durmientes, vagones y máquinas del ferrocarril.

Procedente de la ciudad de Campeche, donde trabajaba como checador de boletos en la compañía Ferrocarriles Unidos de Yucatán, llegaba vestido con pantalón y chamarra color beige; la chamarra siempre abierta le permitía lucir una camiseta blanca –marca Pirata– hecha en China; traía también un sombrero de fieltro café oscuro que protegía su cabeza de los rayos del sol en esas tardes calurosas.

Siempre llevaba guindada en su hombro izquierdo una bolsa hecha de palmas de coco, de la cual destacaban un envoltorio de pan francés, u otro llamado cocotazo, carne de puerco o de cazón seco y, ocasionalmente, manzanas y uvas. En la mano derecha traía aferrada una radio portátil, que emitía canciones norteñas al compás del acordeón…

Qué dirán los de tu casa,

cuando me miran tomando

pensarán que por tu causa,

yo me ando emborrachando

y ¡ándale!

pero si vieras

cómo son lindas esas borracheras

Nunca faltaron ejemplares del Diario de Yucatán y de la revista Alarma que, a punto de caer, traía en cualquiera de las bolsas traseras de su pantalón.

Como a mí me gustaba mucho este ambiente de jolgorio, no asistía a clases en la secundaria esos viernes inolvidables.

Al llegar a la huerta, el hermano de mi madre se acostaba a descansar en una hamaca, suspendida, por un lado, de los tallos de un zaramullo y, por el otro, de un chicozapote, y entre mecida y mecida escuchaba la radio de pilas sintonizada en una radiodifusora de Harlingen, Texas.

A través de esa radiodifusora se anunciaban, entre polkas y redovas, productos manufacturados por los laboratorios Mayo para diferentes enfermedades; un locutor con voz engolada describía las propiedades de los medicamentos y la forma de adquirirlos, esto es, a través del sistema de remisión C o D: cóbrese o devuélvase.

Los sábados a temprana hora ocupábamos el tiempo en labores de poda y riego de los frutales; por las tardes, luego de desgranar el maíz, íbamos a bajar frutos de la temporada: naranjas redondas y dulces; pesados aguacates, toronjas voluminosas y limones escurridizos; mangos manila y criollo; mameyes eróticos, guayabas olorosas, ciruelas, caimitos y piñas. O bien, en otras ocasiones ayudábamos en el riego de los rábanos, cebollas, cilantros, tomates, calabazas, colinabos, lechugas, coles y los espinosos chayotes.

A veces, junto a mis primos menores (Cheto, Dosia, Patín, Felipa e Indalecio), se me asignaba la tarea de cortar, en el jardín, claveles, gladiolas, zinnias, jazmines y girasoles amarillos; sin embargo, lo que más me atraía era amarrar ramos de azucenas blancas de suave fragancia.

Entrada la noche, desde las hamacas hechas con hilos de henequén, oíamos en las radiodifusoras XEW, “La voz de la América Latina”, o la XEB, “La B Grande de México –ambas con señal procedente de la capital de la república–, canciones que acababan arrullándonos.

Momentos antes, mis tíos metían en unos sacos de fibra la carga de frutales y flores que vendería mi tía Ramona en el mercado del pueblo.

Los domingos disfrutaba de la libertad de jugar con mis primos a los trompos, a las canicas, y lidiando con los perros, a la corrida de toros, debajo de la fronda de un árbol de siricote4, situado junto a la casa principal de la huerta. Como escuchábamos el programa La hora del granjero, transmitido a través de las ondas sonoras de la XEW por aquellos años de mi infancia, aprendimos la letra y música de un son huasteco que decía:

Llegaron los camperos

con sus guitarras cantando alegres

llegaron los camperos…

entre el zacate verde

lejos se pierden por los esteros

llegaron los camperos…

Cuando llega la noche

la luna llena va a alumbrar

por el claro del monte

lejos se ven llegar

una casa de adobe

se esconde entre el breñal

ahí está mi campera

que me va a esperar…

Llegaron los camperos

con sus guitarras…

Mis primos Gonzalo, Ramón, Julián y Fermín, mi hermano Antonio y yo cantábamos esta canción al ir a dejar las vacas, becerros, toretes y sementales en los alrededores de la plantación de frutales, caminando debajo de los árboles y por las estrechas veredas.

En aquellos años, debido a mi nerviosismo, tenía dificultad para conciliar el sueño. Durante esos desvelos, escuchaba voces y ruidos de la noche. El chirriar de ruedas de carretas raspándose en las piedras; los relinchos de caballos y el azote de chicotes sobre su lomo, el mugido de toros, que tal vez habían olfateado el celo de alguna vaca, y el ladrido de los perros turbaban mi descanso nocturno; pero el canto de los gallos, y el dolon don de los cencerros, de procedencia lejana y desconocida, me servían de compañía en esas noches de torturante vigilia.

Una de aquellas noches, cuando caía un aguacero que pensé terminaría por inundar toda la tierra, el padre de mi madre fue a despertarme para salir al monte en busca del canto de unos pájaros.

Escuché la voz de mi abuelo, pero traté de fingir que dormía y que no había escuchado sus palabras. Él molesto, sacudió la hamaca; inmediatamente y a disgusto me puse de pie.

Al observarme con el ánimo alterado, dijo:

–Lo que hemos empezado no es juego. Vamos, apúrate. Para realizar el trabajo que hemos iniciado la lluvia no debe terminar.

–Tengo frío –repuse.

–Si ni te has mojado, ¿cómo es que tienes frío? –dijo mi abuelo y rápidamente me explicó: El agua fría no te hará daño, al contrario, será tu mejor protección para lo que vas a ver y oír. Y no dijo más.

Al salir de la casa, en penumbra, oímos el graznido de un búho y sentí miedo. A diferencia de otras ocasiones iba adelante de mi abuelo.

Caminaba a tientas, aprovechando la repentina luz de los relámpagos. No bien habíamos pasado junto al pozo, cuando el ave agorera emitió otro graznido y entonces me di cuenta de que la veleta giraba incesantemente.

Al alzar la mirada hacia el cielo vimos al ave volar furtivamente gracias a la luz de un relámpago que estallaba como ruido de enormes piedras que caían sobre nosotros en hileras de agua. Espantado, el búho voló veloz, y la lluvia se dirigió hacia el Poniente.

Apresuramos el paso rumbo al camino grande, y de pronto la lluvia cesó y aparecieron las estrellas. Para contener la tensión y el frío que me invadían, respiré profundamente, sintiendo que se me habían metido al cuerpo todos los aromas de la tierra y las hierbas del monte.

Con el agua a cuestas, temblaba de frío; resbalaba entre el lodo y los charcos que formó el torrencial aguacero.

Al llegar a los montes de Xuch observé un animal en forma de serpiente brincando de una rama a otra, y sacudiendo el rocío de los árboles. Después pude ver que tenía alas plateadas.

Ahora que recuerdo, me pareció que el reptil alado caminaba a un costado nuestro y se hacía cada vez más grande.

No sé qué extraño poder me hacía seguir hacia delante y no me permitía volver la cara hacia atrás. Era como si algo o alguien me empujara a seguir de frente. Sin embargo, durante la caminata debajo de la lluvia no pensaba ni tenía miedo.

Después de bajar una pendiente ligeramente inclinada, encontramos un camino que formaba una Y.

Exactamente en ese sitio, la serpiente con alas, transformada en un animal enorme, pasó silenciosamente sobre nosotros, iluminando el camino cerrado de arbustos. A partir de ese momento no supe más de mí.

Supongo que me desmayé, pues cuando desperté estaba en la casa principal de la huerta y oía que mis tíos pronunciaban mi nombre; pregunté por el abuelo y me respondieron que se había ido al monte, muy temprano.

Ese día fui a la escuela con un malestar raro. Mi hermana Rosario, que era mi compañera de grupo, se quedó cuidándome en el salón de clases, porque el profesor le dijo preocupado: “tu hermano no está bien, algo le pasa, algo tiene. ¡Cuídalo!”

Pasaron muchos días, quizá semanas. No logro recordar cuánto tiempo transcurrió después de este acontecimiento…

Una tarde calurosa volví a encontrarme con el abuelo que regresaba de cortar ts’its’ilche y taj, hierbas con las que me bañé, por indicaciones de él.

En esa ocasión observé que estaba contento, pues lo vi reírse de todo lo que le decía; a mí me pareció extraña su actitud. Conociéndolo, empecé a preguntarle por qué me había ido a levantar aquella noche fría de tormenta.

Él dejó de reír y me dijo:

–Yo no te fui a levantar. Asombrado por la inesperada respuesta, le reclamé:

–No es cierto. Me estás mintiendo. Tú me sacudiste la hamaca apresuradamente. Ni siquiera tuve tiempo de ponerme las alpargatas. Salí de prisa y durante todo el camino estuviste silencioso y no me dijiste nada.

Luego agregué, haciendo esfuerzos por recordar lo ocurrido:

–Cuando pasamos cerca de la veleta, sus aspas giraban aceleradamente por las ráfagas del viento y la lluvia; yo pensé que éstas iban a desprenderse sobre nosotros; pero antes, en el marco de la puerta, oí a un búho; es más, todavía lo pude escuchar otra vez, cuando brincamos los canales que conducen el agua a los bebederos del corral.

Moviendo la cabeza de lado a lado, en señal de negación, me dijo:

–Yo no estuve contigo esa noche. Tú saliste sólo.

Incrédulo por lo que mi abuelo me decía, no supe qué pensar, aunque sí estaba seguro de que él me había ido a despertar para salir al monte en busca de esas aves.

Aún con muchas dudas y con temor, pregunté:

–¿Entonces qué pasó? ¿Cómo es que lo escuché ordenarme salir al monte bajo la lluvia? ¿Acaso lo que vi es producto de un sueño pesado?

Tornándose paciente, y luego de exhalar el humo de un cigarrillo, me dijo:

–Ni yo fui a levantarte, ni lo que hiciste es el resultado de un sueño. Lo que te ocurrió es una realidad. ¡Cuéntame!, ¿qué fue lo que viste?, ¿hacia dónde caminaste? Eso es lo que necesito saber.

Yo le respondí abrumado:

–Salimos de la huerta y tomamos el camino grande, debajo de un inexplicable aguacero que pareció inundaría toda la tierra. Mientras caminaba, padecí de frío. Súbitamente el temporal paró, y las estrellas volvieron a poblar el cielo. Yo te sentía detrás de mí. Al parejo de nosotros una serpiente con alas iba brincando de rama en rama haciéndose cada vez más grande; al llegar a un camino en forma de horqueta la vi volar encima de mi cabeza, dirigiéndose hacia donde se oculta el sol. Antes, en la casa, tú me dijiste que íbamos por el trino de unas aves. Ese animal, esa serpiente con alas, no emitió ningún sonido.

Después de escucharme, y luego de sacar otro cigarrillo de una cajetilla verde, me dijo:

–Tú ya sabes que el nombre del Creador del Universo está encerrado en el canto de veinte pájaros y escrito en trece colores de su plumaje. Recuerda que un día, al amanecer, observaste y pudiste oír a cinco pájaros que te ofrecieron unas palabras. Esa noche de la que me hablas, viste a dos aves, es verdad; pero yo no te acompañé.

Molesto, y a punto de encolerizarme, repliqué:

–Es cierto, vi a dos aves, pero sólo oí a una. La otra, parecida a un reptil con alas, no emitió ningún sonido, ya te lo dije.

Con acento conciliador, repuso:

–Bueno, te voy a explicar… el búho, o xoch’, como se le llama en esta región, es un ave que anuncia la muerte, pero no temas. No te está avisando que pronto vas a morir. No es eso que tú estás pensando… entiéndeme bien –insistió.

Yo lo escuchaba atentamente.

–Cuando en una casa hay un enfermo que no tendrá remedio, el ave avisa que morirá. Este aviso prepara a la gente para que la llegada de la muerte no sorprenda a sus familiares. Sólo en contadas ocasiones el ave se equivoca.

Y mientras el abuelo buscaba algo en la bolsa de su pantalón –que después resultó ser un pañuelo rojo con el que se sonó la nariz–, y yo me acomodaba el sombrero de palma en mi cabeza, agregó:

–En cuanto al otro animal que viste, a mí me hubiera gustado verlo. Quiero que sepas que ver a esta ave es un privilegio de poder. Los hombres que saben de estas cosas dicen que no se le aparece a cualquiera. Los itzáes, brujos de agua, como se les conoce, dejaron este conocimiento grabado en las piedras de una ciudad sagrada. A pesar de que esta ave desciende a la tierra en los días de equinoccio, a ti se te ha mostrado en un día que no corresponde a la fecha de su descenso. Esto es muy raro. Es muy probable que quiera decirte u otorgarte algo. Te recomiendo que sigas con atención el rastro o las imágenes de tus sueños, o de las cosas buenas o malas que te sucedan. Pero no temas. Creo desentrañar algo…

Me impresionaba oír su relato, que continuó seriamente:

–Tú tuviste el privilegio de verla, porque hiciste el ritual: Saltar detrás de tu Alma (Ziit pach’ pixan). Gracias a que realizaste esa ceremonia, se te apareció la serpiente emplumada. Pero no temas –reiteró–, ella habla en silencio, aunque no te parezca verdad esto que te estoy diciendo.

Se rascó la cabeza, y añadió

–El silencio es una forma de lenguaje interior, el más sabio de los lenguajes de la naturaleza, cuyo alfabeto conoce sólo el espíritu. Además, el silencio es una forma de que tú escuches las voces interiores de tu alma.

Luego agregó:

–El hombre común le tiene miedo al silencio, porque teme que sus voces lo enfrenten consigo mismo; quien es renuente a escuchar el lenguaje silente de su espíritu, fácilmente es presa o esclavo de otros.

E insistió con más énfasis:

–El silencio es el lenguaje profundo de tu alma; y como alguna vez fuiste ave, los sueños son las alas de tu espíritu; y como alguna vez fuiste preso, ser libre es tu vocación.

Absorto por la profundidad de sus pensamientos, continué escuchándolo.

–El reptil alado, con plumaje etéreo de luminosidad, es un ave que está llamando a las puertas de tu alma, porque tú eres un pájaro ansioso de libertad, habitando en ese cuerpo que te dieron tus padres. Si no me equivoco, debido a que viste a la serpiente emplumada, de ahora en adelante vas a ser insumiso por haber recibido el privilegio de los dones de la libertad. Cuando seas más grande, habrás de comprobar lo que te estoy diciendo. Recuerda que los dones son privilegios, pero también son riesgos.

“Lo que ahora ya sabes, a muchos no les importa; otros hombres escogen caminos distintos al tuyo. Tú has decidido ser rebelde, no ser preso o presa de nadie, aunque para ello pagues el precio de no ser preso de otros.”

Y refiriéndose a los hijos de mis tíos, me aclaró:

–A tus primos les corresponde cumplir otras tareas Pero al recordar que tiempo atrás había contraído un compromiso con él, me dijo:

–La encomienda de saber, por herencia espiritual, rituales, ceremonias y relatos que ya conoces, sólo a ti te pertenece. Tus primos lo sabrán algún día, y serás tú quien se los diga.

Dispuesto a revelarme sus pensamientos, continuó:

–Un hombre libre no tiene precio, porque la libertad que posee no es mercancía que pueda pagar otro. La joya espiritual de la libertad es un privilegio que conquista uno mismo, y si otros no la tienen, por desconocimiento o por temor, es tu deber enseñarles cómo se llega a ella.

Advirtiéndome los riesgos de vivir el ejercicio de la libertad, señaló:

–Vienen tiempos en que el precio de los hombres será medido por la libertad que conquisten; por eso es importante que oigas cuidadosamente las voces que surgen desde la profundidad de tus silencios.

Haciendo una pausa, me preguntó:

–¿Qué te han enseñado tus maestros sobre la libertad de los hombres?

Yo le contesté:

–Que unos luchan por conquistar la libertad, y otros, los que padecen sometimiento, acaban muertos por quienes han arrebatado la libertad a los que la desconocen. Él me replicó:

–La libertad no es un asunto de conocimiento. Tú la puedes conocer y no luchar por ella. La libertad es una forma de poder, y ese poder puede asustarte y asustar a otros. Como es una fuerza de poder de uno mismo, es el más grande de todos los poderes. Cuando se tiene la libertad se siente, se desea y acabará agitando tu alma. Entonces, perderás el miedo de ser tú mismo, impulsado por la fuerza de la libertad.

Tras escupir reductos de tabaco que se le habían adherido a sus labios, añadió:

–La libertad cada quien puede vivirla sin ataduras, si cuenta con el poderoso deseo de conquistarla; si tú te conquistas primero antes de pretender conquistar a otros, serás fuerte y libre. El poder de la libertad es, si te das cuenta, un poder que domina, pero no es para someter y dominar a tus hermanos.

Cuando cayó la noche por todos los rincones de la huerta, la Luna Llena inundó con su manto plateado el ramaje de los frutales. Escuchamos el estallido de cohetes y petardos, cuya procedencia no nos era distante; éstos anunciaban que, en la ciudad, el novenario al Santo Cristo de la Misericordia iniciaría esa noche con la quema de fuegos artificiales. El incesante doblar de las campanas, en esos momentos, era la señal de que la procesión de los gremios, portando banderolas tricolores y estandartes, estaba cruzando la puerta principal de la iglesia. Súbitamente la plática se interrumpió.

Entonces yo me sitúe en los atrios de la parroquia, presencié la entrada de las banderas y estandartes de diversos tamaños, y escuché el redoble de los timbales.

Participando de la romería, confundido entre chicos y grandes, me gustaba observar los ademanes y gestos que hacía el mudo Bartolo Castellanos, quien, poseído y usurpando la titularidad de la orquesta, dirigía los acordes de la música –auxiliado de su imaginaria batuta–, mientras se amenizaba la marcha de los devotos al interior del recinto religioso.

El párroco, monseñor don Gonzalo Balmes, con voz ronca y fuerte, acompañaba hacia el interior del templo a los devotos que acudían a rendir culto al patrono del pueblo. Al cura siempre lo vi, en esos días del mes de octubre, recibir a los feligreses, acompañado de los acólitos Manuel Mas, Manuel Cauich y Rufino Canul, ataviados de sotanas rojas y roquetes de color blanco.

Lo que más me fascinaba de esas fiestas era escuchar absorto al coro de niños y mujeres, cantando al parejo con el ruido de los voladores o cohetes y el estallido de los petardos, y percibir el olor a copal y el humo abundante de la pólvora que se propagaba entre el ramaje de los almendros que se alzaban delante del frontispicio austero del ex convento.

A un costado del palacio municipal y del parque principal de la población, el carrusel, la silla voladora y la rueda de la fortuna giraban sin cesar con su carga de niños y adolescentes, disfrutando una tras otra las vueltas que pagaban.

El pregón desde los puestos de palomitas, de churros, de panuchos, de naranjas, de los juegos de lotería y tómbolas, animaban la fiesta popular.

En este ambiente, Mulix Escobar, Carlos Castilla, el popular Calix y otros adultos soltaban, junto a la única torre del campanario del ex convento, globos de colores que competían con los cohetes o voladores por ganar un espacio libre en aquellos luminosos atardeceres. Algunas veces estos globos, hechos de papel de China, no alcanzaban a volar porque chicos traviesos les aventaban piedras que al perforarlos hacían que cayeran a tierra incendiándose entre la muchedumbre de curiosos.

Sin embargo, en el interior de la iglesia y frente al Cristo de la Misericordia la fe de un pueblo retumbaba en oraciones y cánticos que decían:

Que viva mi Cristo

que viva mi Rey

que impere doquiera

triunfante su ley.

¡Viva Cristo Rey!

¡Viva Cristo Rey!

De pronto, la visión se me esfumó, y estar otra vez situado en la huerta permitió que el abuelo me llamara para concluir la plática que habíamos iniciado por la tarde.

–El reptil alado que viste, y que dices no cantó, en su silencio, tiene encerrado el canto de siete pájaros. Son pájaros que se ha tragado, y más vale que nunca los escuches. Confórmate con su silencio que es el canto excelso de pájaros presos, que murieron luchando por su libertad…

Yo ya no escuché más sus palabras. Sólo evocaba al coro en el pórtico de la iglesia confundiéndose con el incesante repique de campanas… el redoble de los timbales… el estallido de los cohetes y petardos….

¡Tan!, ¡tan!, ¡tan!, ¡tan!, ¡tan! ¡Tan!…

Ssssiiiissshhhhh… ¡Pum!, ¡pum!…

Sssiissshhh… ¡Pum!, ¡pum!…

Sssshhhhhiiiisssshhh… ¡Pum!

Que viva mi Cristo

que viva mi Rey

que impere doquiera

triunfante su ley.

¡Viva Cristo Rey!

¡Viva Cristo Reyyyyyyy!

¡Tan!, ¡tan!, ¡tan!, ¡tan!, ¡tan! ¡Tan!…

Ssssiiiissshhhhh… ¡Pum!, ¡pum!…

Sssiissshhh… ¡Pum!…

Sssshhhhhiiiisssshhh…. ¡Pum!

Siempre he pensado que los cohetes o voladores, serpientes de humo, estallan luminosos al surcar la inmensidad de los cielos en los días de fiesta en mi pueblo…

Ssssssssiiiiiiiiiiiiiissssssssssssshhhhhhhhhh…

¡Pummmmmmmmmmmmm!

Pueblo inundado de ruidos, como el de la llegada de los trenes…

¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Chc! ¡Uuuuuuu!… ¡uuuuuu!… ¡uuuuuuu!

 

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1 Tubérculo comestible.

2 Árbol que produce pequeños y redondos frutos comestibles.

3 Población situada en el norte del estado de Campeche.

4 Árbol maderable de tallo oscuro, usado en la fabricación de muebles, enseres domésticos y objetos artesanales.

 

Jorge Cocom Pech

Continuará la próxima semana…

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