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El Reencuentro

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Por Rocío Prieto Valdivia

“Volví con Hanna” me dijo mientras me observaba. Sus ojos grandes me comían a mordiscos pequeños. No estábamos solos en ese recinto; cuando lo vi, no lo podía creer. Hasta pensé que era un espejismo.

 Él estaba cerca de la gran chimenea, decorada con ladrillos de cantera rosada. Encima, una hermosa pintura engalanaba el lugar y lo volvía más acogedor.

El evento estaba por concluir, al igual que mi trabajo. Me hacía falta un par de fotografías en grupo. A nuestro alrededor había una veintena de personas, el murmullo de sus voces no impidió que su voz sonara en mi cerebro: cansada. Sus ojos lucían tristes, no eran esos ojos vivaces que yo conocía. Ahora era un hombre solitario al cuidado de dos niñas.

Me contó de su divorcio, de la venta de su casa, de lo mucho que tenía que trabajar para mantener el estilo de vida al que sus hijas estaban acostumbradas. Las ventas en el negocio habían bajado bastante.

Era un padre soltero pagando renta, después de vivir en una gran casa ubicada en una de las zonas más exclusivas de Ensenada: el fraccionamiento Lomas de Chapultepec. “Qué absurdo,” pensé, “es esto del divorcio.”

Enseguida me contó lo sucedido: “Me quedé con las niñas; después del pleito, viví con mis padres en el inicio, y hace siete meses que ya no vivo con ellos. Me mudé cerca de la casa de Hanna para estar más al pendiente de ella. Hicimos un trato: mientras pasa el duelo por la venta de la casa que compartía con Minerva, por divorcio, solo nos veremos las noches de los jueves.”

Quería decirle de mi felicidad con Antón, contarle todo lo referente a este nuevo hombre que había conocido, pero sentí tristeza. Sabía que era cerrarme una posibilidad con él. Así que le mentí sobre mi alegría de su segunda oportunidad con Hanna.

– Pues, ya sabes lo que siente por ti Hanna. Verás que pronto podrás superar todo lo ocurrido. Me alegra que estés saliendo con ella.

– Sé que siempre me deseas lo mejor, pero ¿sabes algo, Rebeca? No te he podido olvidar. La promesa sigue en pie, siempre lo estará.

Me estrechó junto a su pecho y yo sentí que volvíamos al principio de nuestra amistad, cuando él me veía a los ojos y sonreía. El aroma de su perfume Infinity me volvía a enamorar. Aunque yo tenía una nueva relación y todo iba bien, no estaba con nadie ese día: Antón, por cuestiones de su trabajo, no me pudo acompañar, y yo jamás pensé encontrarme con Édgar en ese evento.

Tampoco iba vestida para la ocasión: de mi ropero cogí unos jeans negros, un suéter amarillo, una chamarra de piel negra, y mis tenis, para andar cómoda; mi bandolera, mi cámara terciada de lado; era todo mi ajuar para esa tarde-noche.  Me habían dado el evento para que yo lo cubriera. No sé si el destino influyó porque la dichosa presentación del libro era del padre de Édgar, y había sido todo un éxito. A los más allegados nos regalaron el libro, junto con una botella de Neviolo de la prestigiada casa Magón.

Al principio no sabía que uno de los protagonistas del evento era el hombre que siempre quise para suegro. Ahora mismo me contestaba por qué cuando lo entrevisté encontré en sus ojos algo familiar que me hizo sentir amada, segura y eufórica: Édgar había heredado los ojos de su progenitor.

La voz ronca por el pasar de los años era del mismo tono de ese hombre que años atrás me volvía loca cuando pronunciaba mi nombre.

Para colmo, estaba en mismo lugar donde nuestra relación inició y acabó: el maldito salón rojo del ex hotel Riviera, con sus cortinas rojas, las luces a mitad de la sala, la gran chimenea, y la pintura riéndose de mi desgracia.

A Hanna la conocí por mera casualidad, fue ella quien me contactó vía redes sociales para preguntarme sobre una revista donde ambos salíamos juntos. Recuerdo que esa vez nos quedamos de ver al salir de un evento en el cual yo había tomado unas fotografías, hecho un par de entrevistas. A la salida del evento, un compañero de otro de los medios locales nos pidió una toma, pues con las prisas se le olvidó tomar una de las parejas en la entrada principal del recinto.

Ambos accedimos, nos sentíamos felices de poder coincidir en una más de nuestras citas. Iríamos a cenar y de ahí a donde el destino nos llevara. Qué más daba: ambos éramos dos adultos sin pareja, nos amábamos, ya nos habíamos pertenecido varias veces.

 Recuerdo como si fuera ayer todo aquello: Edgar estaba vestido con su camisa blanca, sus jeans livais deslavados, sus zapatos cafés de bota; traía un gran reloj Bulova de 21 joyas en su mano izquierda, además de su barba de candado que lo hacía lucir con mucha galanura por tener un rostro ovalado; su mentón ancho, sus cejas arqueadas y esa maldita sonrisa que me embaucó desde el primer momento que lo vi en el bar. Yo, con mi vestido blanco de flores, mi chamarra de livais, unas zapatillas bajas, pulsera en los tobillos, y lentes oscuros; mi cabello amarrado con una trenza tipo diadema; unos aretes sencillos pero elegantes; mi clásica mariposa de plata colgando de mi pecho; mis labios pintados de borgoña, y en mi mano el anillo de promesa que Edgar me había dado.

Nos tomaron la foto viéndonos a los ojos como si nos fuéramos a dar un beso, todo muy artístico. Al editor de imagen de la revista donde laboraba mi compañero le gustó tanto la fotografía que fuimos la portada de ese mes de marzo.

Al salir la revista al público, fue una revolución para la vida de ambos: durante días los mensajes en mis redes sociales no dejaban de llegar, preguntándome si me había casado con Édgar.

Penosamente, esa fotografía fue la causante de nuestro truene, porque Edgar aún mantenía relaciones con Minerva. Yo no sabía que le había dado a su mujer una segunda oportunidad.

Amaba a Edgar, pero no podía meterme en esa relación, no era mi costumbre ser la tercera en discordia.

Me retiré de su vida, esperando que su situación mejorara. No me volvió a buscar o yo no propicié nuestro encuentro.

Cuando Hanna me contactó para preguntarme por él, ya había pasado casi un año y seis meses de ese penoso evento. Recuerdo con tristeza que me pidió su número de teléfono y me dijo que lo amaba, que yo le dijera cosas a Edgar para que volviera con ella. Hasta me pidió que lo invitara a tomar café y ella iba a llegar a buscarme a mí. Yo no podía hacerlo, aún lo amaba.

Le daba largas porque a mí el corazón se me hacía pedazos; los juntaba, pero solo para lamentarme por haberlo dejado ir. Me decía a mí misma miles de cosas. En una de esas veces, sentí la necesidad de volver a revivir todo y –sí, lo admito– volví muchas veces al bar donde lo conocí; caminé por los lugares donde ambos solíamos pasear para erradicar todos los indicios de ese hombre en mi corazón.

Algo siempre me hacía volver al mismo lugar…

Intenté volver a enamorarme de otro hombre. Nada de lo que hiciera bastaba: no podía ser feliz sin Edgar. Era como un fantasma que me acechaba una y otra vez. Parecía que el embrujo del espejo del centro cultural Rivera nos tuviera atrapados a ambos. Pero no sucedió lo mismo con él, porque Edgar había sido feliz con otra mujer y esa era la tal Hanna. Muchas veces lo imaginé diciéndole: “Hanna, dime que me amas solo a mí,” mientras su imagen se perdía en el gran espejo.

Después de un tiempo, decidí darme otra oportunidad.

Cuando al fin me sentí segura, conocí a Antón. Todo fue diferente. Poco a poco me fui enamorando de él, era un hombre lo bastante maduro para no andar con juegos de arrancar pétalos a las margaritas. Disfrutaba de su compañía, me sentía plena a su lado.

A Edgar les gustaban las segundas oportunidades. De no haber sido porque Antón llegó unos minutos antes de que el evento finalizara, la segunda oportunidad de Hanna se hubiera ido a la mierda, al igual que mi felicidad con Antón.

Esa tarde-noche, la segunda oportunidad fue para Antón. Salimos del recinto tomados del brazo, cenamos y, al llegar a su departamento, nos amamos bajo la luna de marzo. Además, nos embriagamos con el delicioso Neviolo. Mientras bebía de mi copa, los recuerdos con Edgar volaban por toda la habitación; el rostro de Hanna se perdía entre la luz de esa noche brumosa de marzo.

Antón me repetía una y otra vez al oído lo que siempre quise escuchar de Edgar: «Te amaré por siempre, Rebeca. En todas nuestras vidas, serás mi único amor.»

La maldición del espejo se rompía y en la pintura del salón rojo, sobre la gran chimenea, aparecían nuestros rostros mirándose a los ojos: éramos Edgar y yo en un reencuentro del amor que jamás sería ya.

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