El Alma Misteriosa del Mayab – XXXIII

By on julio 28, 2022

Leyendas del Mayab

XXXIII

EN QUE SE PRUEBA QUE LA GRATITUD NO EXISTE

La gratitud no existe sobre la tierra, afirma el indio con los ojos velados de amargura. A todo se sobrepone el interés propio. Escucha y habrás de convencerte.

Por los caminos del monte van los milperos y van los leñadores apenas comienza el alba. Y van atentos a todo ruido, al ruido que hacen los insectos ocultos en las matas, al ruido de las hojas que caen o se estremecen, al ruido que hacen las aves en las copas de los árboles. Van atentos a todos los ruidos esperando siempre sorprender el alma de todo cuanto les rodea.

Uno iba camino de su milpa cuando acertó a pasar junto a una enorme piedra al borde de la senda. Y escuchó como un débil gemido que salía bajo ella. Acercándose aplicó el oído muy atento, y escudriñando luego por bajo ella logró ver que aplastaba a una infeliz mosca que pugnaba en vano por librarse del peso que la oprimía. Pero era tan pequeña que irremisiblemente hubiera perecido aplastada por la roca de no haber llegado oportunamente el hombre.

-¡Pobre de mí, exclamaba el insecto, quién habrá de dolerse de una desventurada mosca, ni quién habrá de oír mis lamentaciones que son tan leves como mi cuerpo!

El milpero se sintió conmovido y se dio a la tarea de salvarla. De gran tamaño era la piedra y hubo de esforzarse mucho para alzarla. La mosca se dio cuenta y exclamó:

-Buen hombre, sálvame, sálvame, que ya siento morir y toda mi vida la consagraré a agradecerte tan señalado favor.

Al fin el indio consiguió levantar la piedra y el animalito se sintió libre. Repitióle su acendrado agradecimiento haciéndole mil protestas. Despidióse luego el milpero y continuó su camino.

Ya había avanzado buen trecho cuando algo como una intuición le hizo volver hacia atrás la vista y entonces vio que la mosca lo seguía.

Fijóse más y demudó de espanto, pues vio como a medida que avanzaba el animal iba su cuerpo engrandeciendo hasta tomar proporciones gigantescas. El milpero trató de huir dándose cuenta de que se las había con un espíritu malo, uno de tantos que le salen al paso al indio en sus correrías por los montes. Pero fue en vano pues conforme el animal iba creciendo iba ganando en rapidez, hasta que al fin hubo de alcanzarlo, y deteniéndolo le dijo:

-Es inútil que trates de huir. Nada puede escapar a mi persecución. Y ahora escucha: Es cierto que me has salvado de un grave peligro de muerte y que te debo la vida, pues sin ti hubiera muerto aplastada bajo la piedra, y es cierto también que te protesté un vivo agradecimiento. Pero todo esto ha sido pura patraña, pues en realidad la gratitud no existe sobre la tierra. Yo tengo hambre, mucha hambre y necesito devorarte para saciar mi apetito.

-Cómo puede ser eso, replicó el hombre consternado. Es increíble que trates de privar de la vida a quien precisamente acaba de salvar la tuya. Bien podrías buscar si tienes hambre otros alimentos. Hay otros animales, y el campo da frutos.

-Bien lo sé, contestó la extraña bestia, pero yo tomo lo que más fácilmente tengo a mano. No tengo por qué proporcionarme molestias que puedo evitar. Tú estás a mi alcance y no veo porque no he de devorarte.

-Eres un ser malo, repuso el hombre, que no conoces la gratitud, y eso es lo peor que puede ocurrir.

-Ya te dije que la gratitud no existe, contestó burlescamente el animal. Todo eso no es más que palabras, nada más palabras que usan ustedes los hombres para engañarse más.

-Pues yo no estoy conforme, replicó el milpero, por lo menos busquemos un juez para que resuelva el asunto.

-Bien está, dijo la bestia maligna, busquemos un juez; quiero convencerte de que la gratitud no existe.

Y juntos se dieron a caminar en busca del árbitro, hasta que tropezaron con una xnuk-mula, así se dice en lengua de mayas a la mula vieja, y la cual, enferma y esquelética, parecía abandonada a su infeliz suerte.

Necesitamos un juez y tú habrás de serlo, le dijeron.

-Yo no quiero ser juez de nadie ni para nada, respondió la mula pateando con impaciencia el suelo. Dejad que acabe tranquila mis días que harto tristes son para hacerlos peores. Estoy decepcionada de todo, y no quiero nada del mundo ni de los seres que lo habitan.

Pero tanto y tanto insistieron los otros que al fin la mula se resignó a oír el caso, pero a condición de que la dejaran en paz inmediatamente de externar su opinión. Púsose entonces en actitud solemne, estiró cuanto pudo sus ya lacias orejas y callada y reflexiva oyó la narración, al final de la cual, volviendo a patear el suelo, sentenció así:

-Mi experiencia me hace declarar que el animal tiene toda la razón. La gratitud no existe sobre la tierra, y si tiene hambre debe devorarte dijo dirigiéndose al indio, el cual comenzó a temblar por su vida. No existe la gratitud, agregó con más firmeza. Aquí me tenéis a mí como el mejor ejemplo. Yo fui una mula excelente. Serví a mi amo con toda abnegación. Yo trabajaba para él y lo ayudaba en todas las faenas del campo, doblada siempre al trabajo. Pero me hice vieja, me enfermé y el hombre comenzó a tratarme mal porque ya no podía trabajar lo mismo. Por fin empleó el palo creyendo que así podía aligerarme. Yo ya no podía más y entonces optó por abandonarme y me trajo aquí para que yo perezca de hambre y enfermedad. Ya lo veis. Es pues muy cierto que la gratitud no existe sobre la tierra. Si existiera, mi amo a quien ayude tanto durante toda mi vida, no me hubiera condenado a perecer en tan cruel forma. Y dicho esto, se volvió desdeñosamente y cojeando se internó en el monte.

-Ya oíste al juez, dijo la bestia al hombre. Supongo que ya estás conforme. Voy a devorarte porque tengo hambre, y antes que nada está el interés propio.

-No, no estoy conforme todavía, replicó el indio. El caso de la mula es excepcional, no quiere decir nada. Hay seres ingratos, pero esto no quiere decir que la gratitud no exista. Es necesario que busquemos otro juez.

-Aceptado, contestó el animal, busquémoslo. En fin de cuentas verás por ti mismo que la gratitud no existe.

Andando, andando tropezaron con un perro lleno de lacras.

-Tú serás nuestro juez, le dijeron, y le plantearon el asunto. El perro meneó las orejas, sentóse sobre sus cuartos traseros, gruñó sordamente como si el asunto le disgustara, y arguyó de firme:

-Tiene razón el animal. La gratitud no existe sobre la tierra. Es de necios andar creyendo en esas cosas. Yo como la mula también tuve un amo al cual adoraba. En cierta ocasión hube de salvarlo de un ladrón que trataba de asesinarlo para quitarle los cuartos. Yo lo acompañaba a todos sus quehaceres, yo cuidaba de la casa, yo vigilaba a todos los demás animales domésticos. Pero me enfermé y me ocurrió lo que a la mula; el hombre comenzó a darme de palos y a no alimentarme casi. Cansado de tal vida huí, y aquí estoy muriéndome de hambre, pero por lo menos sin el duro trato que me daba mi amo. ¿Queréis mayor ingratitud? No, la gratitud no existe sobre la tierra. Si tienes hambre, dijo al monstruo, debes devorarte al hombre sea cual fuese su actitud para contigo. Hay que ser egoísta.

-Ya lo oyes, dijo el animal al milpero. Todos estos señores jueces me han dado la razón, y supongo que hoy si estarás conforme.

-No lo puedo estar, respondió el hombre. Estos jueces no son neutrales, no hay justicia en lo que dicen, porque ellos han sido víctimas de malos tratos. Hablan desde su interés personal nada más. Es necesario que busquemos un juez en verdad neutral que no tenga en sí mismo razones ni en pro ni en contra para dictar su sentencia.

-Todavía quiero complacerte, dijo la bestia, vamos a buscar ese juez que dices. Y andando dieron con una liebre que trepada a un árbol se ocupaba en roer su corteza.

-Mira, advirtió el animal al hombre, ahí tienes el caso. Esa liebre come de los frutos de ese árbol y descansa a su sombra; sin embargo, hoy le está comiendo la corteza. Ya ves que la gratitud no existe.

-No importa, respondió el hombre, el caso de la liebre no es igual al nuestro. Llamemos a la liebre de juez.

Y llamaron a la liebre, la cual aceptó desde luego su papel de árbitro, y cuando hubo oído el asunto, replicó muy seria.

-El hombre tiene razón. La gratitud existe y ha existido siempre, y parece increíble que haya quien lo niegue. Si yo he estado comiendo la corteza de ese árbol es porque ya está viejo y hace tiempo que no da frutos. Si me alimentara con sus frutos seguramente no habría de roerlo. Tú, le dijo al animal, no debes devorar al hombre puesto que él te ha salvado la vida. Eso sería una ingratitud terrible.

-Ya oyes, dijo el hombre al animal, ya vez como encontramos un juez justo.

-Eres como todos, respondió el monstruo, te parece justo porque su sentencia te favorece, pero no importa, te habrás de convencer de que la gratitud no existe. Por lo demás la liebre es astuta y eso es todo, el caso es que roe lo que antes le dio vida.

La liebre se enojó al oír esto, y llamando en su auxilio a su genio protector, hizo que expulsara al animal monstruoso que quería devorar al hombre. El ser maligno tuvo que obedecer. Y sucedió que conforme se iba alejando se iba empequeñeciendo mientras el hombre y la liebre lo seguían burlándose de él. Retrocedió el animal por el mismo camino que había traído, y así al llegar junto a la piedra ya era una mosca, la misma mosca que había libertado el hombre.

Entonces la liebre dijo al hombre: Aprovecha ahora. Coge a la mosca y arrójala otra vez bajo la piedra para que muera bajo ella en castigo de haberte querido devorar después de haberle salvado la vida.

Y así lo hizo el milpero. Pero la mosca ya no hubo de quejarse, sino que dijo al hombre simplemente: Ya veremos quién tiene razón. El milpero estaba naturalmente muy complacido, y dijo a la liebre:

-Te debo la vida, y yo mismo te voy a demostrar que la gratitud sí existe. Te invito a venir conmigo. Poseo un campo muy bien sembrado, lleno de magníficos frutos, vivirás en él si te place y tendrás allí qué comer en abundancia.

-Ya lo creo que acepto, exclamó la liebre. Tú eres un hombre agradecido, tu acción viene a comprobar que la gratitud es una verdad sobre la tierra. Y el hombre y la liebre continuaron su camino, charlando amigablemente, y ambos muy satisfechos.

Muy hermoso y muy bien sembrado era en efecto el campo en cuyo centro se elevaba la choza del milpero, y la liebre se sintió feliz comiendo a su antojo de todos los frutos.

Y así pasaron los días y los días.

Pero llegó el tiempo en que la esposa del indio se sintió encinta, y comenzó a manifestar los deseos que a veces sienten las mujeres en ese estado, y el indio la complacía como es uso que así sea. Porque los deseos de las mujeres encintas son sagrados y es fuerza complacerlos. Ya sucedió que una vez la mujer llamó al indio para decirle:

-Tengo un gran deseo.

-Di qué quieres, le contestó el esposo.

-Poca cosa le respondió la otra, deseo comer liebre.

-¡Cómo!, replicó el hombre, ¿y precisamente liebre es lo que deseas?

-Sí, dijo ella, precisamente liebre, tengo muy grandes deseos de comerla.

El milpero reflexionó un rato, y al fin como si tomara una decisión forzosa, tomó su escopeta y salió a su campo. En él no había más liebre que su amiga, pero no había más remedio, la encontró y se dispuso a tirar sobre ella.

La liebre se dio cuenta y entristecida, pues comprendió que había llegado su última hora, le dijo:

-Ya sabía yo que esto no pararía bien. Ya sabía que el monstruo tenía razón, lo mismo que la mula y el perro. Pero tú no te convencías. Era preciso que te convencieses y por eso opiné en tu favor, pero sabiendo que más tarde tú mismo nos darías la razón. En efecto, la gratitud no existe. Ya ves, yo te salvé la vida, y hoy vas a matarme. Lo mismo que el monstruo quería hacer contigo.

Y el hombre, aunque doliéndose del caso, mató a la liebre, a la liebre que le había salvado la vida.

Luis Rosado Vega

Continuará la próxima semana…

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