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El Alma Misteriosa del Mayab – XXVII

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Leyendas del Mayab

XXVII

LA LEYENDA DE LA SÁAK’

De pronto el sol se oculta bajo un nublado muy denso.

Sin embargo, el tiempo no anuncia agua. Ni el viento oriente que trae las aguas buenas que fertilizan los campos y lo alegran todo, ni el viento norte que trae las aguas intermitentes que punzan el cuerpo y enfrían los pulmones.

¿Entonces? Aquel nublado parece una cosa que tiembla en el espacio, parece un ser monstruoso, un ser apocalíptico. No se ve el sol porque ha quedado tras aquella enorme mancha que tiene vida y palpita.

De esa mancha llega un ruido estridente como de alas que se crispan. También de la tierra se elevan ruidos violentos. Son gritos y alharaca de las gentes que quieren asustar a aquel monstruo que tiene millones de cuerpos, y que sin embargo parecen una sola cosa horrible y siniestra.

En vano los ruidos, en vano los gritos, en vano todo por atajar «eso». Sigue la mancha inmensa agitándose bajo el cielo como una amenaza negra. Se la ve y se la siente llegar sin que nada pueda contenerla. De pronto se precipita sobre la tierra, y allí donde cae todo se aniquila. Cae sobre los campos como una maldición y en poco tiempo lo destruye todo. Ha devorado rápidamente los maizales comiéndose hasta los más duros o los más tiernos. No deja nada de ellos. Ha devorado todos los demás granos y los frutos de los árboles, y hasta los árboles mismos y hasta las pequeñas hierbas. Todo lo ha devorado.

Cuando se levanta deja tras sí la desolación y la ruina.

Comienza entonces a reinar la miseria en la cabaña del indio. El indio ha perdido en un instante su trabajo de un año, y ha perdido su alimento. ¿Qué maldición es esa que parece que baja del cielo?

Es la langosta que inopinadamente se ha presentado. Sáak’ se la llama en el idioma maya.

Es la langosta, la temible langosta, la enemiga feroz del indio que periódicamente viene a devorarlo todo, a devastarlo todo, a llevar el hambre a los hogares, la aflicción a los corazones y el llanto a los ojos.

He aquí por qué cayó, y por qué cayó por primera vez, esta maldición que significa hambre.

Vivían en un pequeño rancho una madre india y su hijo, solos los dos, pues ella era viuda. Con muchos afanes había levantado al hijo el cual ya era todo un mozo. Próspero era el maizal que cultivaban con esmero. Cuando las lluvias caían daba gusto ver la milpa. Las cosechas siempre eran magníficas, y las trojes se llenaban tanto que jamás faltaba en todo el año el maíz en ellas. Así también eran las cosechas de las calabazas, de los frijoles y de las sandias. Todo era abundancia. Entonces ni faltaban a su tiempo las aguas del cielo, ni la maldita sáak’ había hecho su aparición sobre la tierra del Mayab.

Sí, próspero era el campo, pero una aguda espina se hundía en el corazón de la buena mujer. Era infeliz a pesar de todo y su alma lloraba sin cesar, porque su hijo al cual amaba tanto y por el cual tanto se había desvelado, era de tan negros sentimientos que más que amar a la madre parecía odiarla. ¿Qué le importaba la abundancia a la desventurada si su hijo la maltrataba continuamente? Prósperas eran las cosechas, pero esto envanecía más al hijo, lo tornaba más soberbio, y descargaba sobre su infeliz madre toda la dureza de sus entrañas.

Hasta en ocasiones el mal hijo la había golpeado. Desde entonces la madre pensó seriamente en abandonarlo todo, para irse lejos, muy lejos, a devorar su angustia hasta agotar su vida infortunada. La ocasión que trajo consigo el colmo de las cosas, llegó al fin, cuando en cierta ocasión el hijo infame trató de decapitar a la madre con su machete. La mujer fue herida y quedó casi inútil, pero con vida, y pudo huir. Nunca nadie supo a donde se fue ni nunca nadie volvió a saber de ella. Pero pronto el hijo criminal comenzó a darse cuenta de su horrible falta.

Primero sintió la soledad, no había quien lo atendiera. Enfermó y no había quien lo curara. Pero lo más horrible fue que un día al amanecer sintió y vió que sus brazos, aquellos brazos que había levantado contra la madre, se habían convertido en dos repugnantes serpientes. En lugar de sus manos estaban las chatas cabezas de los reptiles que movían ferozmente los ojos y abrían las fauces en busca de alimento. Y naturalmente comenzó el hambre para el hijo infame, porque cuando el desgraciado tocaba los alimentos para llevarse a la boca, no era con las manos con las cuales los tocaba, pues ya no existían, sino con las bocas de las serpientes, y éstas devoraban al punto el alimento.

Fue a su milpa desesperado y su espanto no tuvo límites. Vió una mancha gris cerniéndose bajo el cielo, tan espesa y enorme que cubría totalmente el sol. Sintió un miedo profundo. Nunca había visto aquello, no sabía explicárselo. De pronto la mancha se precipitó sobre la milpa arrollándolo a él mismo. La mancha cubrió todo el suelo, y cuando se levantó haciendo un gran ruido, todas las siembras estaban devastadas. El campo ya estaba escueto. Observó que aquella mancha al caer se había convertido en millones de pequeños animalillos con alas, que saltaban y lo devoraban todo. Había querido utilizar sus brazos para alejar la invasión, pero había sido inútil. Sus brazos eran las serpientes que se retorcían al parecer de gusto presenciando la invasión y dándose cuenta de la angustia del hombre. Corrió éste a su troje y también la encontró devastada. Desesperado regresó a su choza, y por el camino fue viendo que también los árboles habían sufrido de la devastación pues sus ramajes aparecían pelados, y al llegar a su cabaña halló que la techumbre, que de palmas era, también había sido devorada. Se encontró entonces en la desolación más absoluta.

Lleno de ansiedad consultó a los jmeenes, a los hombres adivinos que también estaban llenos de doloroso asombro, pues nunca habían visto cosa semejante, éstos hicieron los ritos, hicieron sacrificios de animales, escrutaron el espacio para ver de qué pliegue había salido la horrible plaga. Al fin concluyeron por saber que se trataba de una maldición que la madre había lanzado al hijo al abandonarlo, y que hasta que apareciese nuevamente la mujer y lo perdonase, la maldición no pasaría. Se trataba de la terrible sáak’, la insaciable langosta que por primera vez aparecía sobre la tierra maya. Diéronse a buscar a la madre desaparecida, pero fue inútil, no apareció y la maldición continúa y continuará, dice la leyenda, por los siglos de los siglos, hasta que Dios sea servido de enviar nuevamente al mundo a aquella mujer para que perdone a su hijo y con él a todos los demás hijos malos.

¿Ocurrirá esto algún día? Los indios dicen que sí, y que tal cosa pasará cuando deje de haber hijos sin entrañas que maltraten a sus madres. Entretanto, aquel hijo que trató de asesinar a su madre fue expulsado del lugar, y se cuenta que aún vive y va caminando sobre la tierra como un nuevo judío errante, arrastrando las dos serpientes que son sus dos brazos, y que allí por donde pasa necesariamente cae la sáak’.

A todo esto agréganse varios curiosos detalles. La langosta es un acrídido de vida un tanto misteriosa. Si se le coge vivo y se le desprende la cabeza, no muere enseguida. Todavía queda, por algún tiempo, viviendo la cabeza desprendida del cuerpo, y también éste vive un corto espacio de tiempo sin cabeza. Hay quien dice que el cuerpo decapitado aún puede volar porque aún conserva las alas que son muy sutiles, y también se asegura que la cabeza, aunque desprendida del cuerpo, puede alimentarse sin dar señales de haber recibido daño alguno.

No es extraño, dice el indio, esto ocurre así en recuerdo de aquel mal hijo que quiso matar a la madre decapitándola, y aún pudo sin embargo la mujer conservar la vida, pero se supone que murió luego pues no volvió a saberse de ella. La langosta decapitada que aún puede vivir por breve tiempo muere al fin, como murió la mujer. Y agrega el indio que cuando llegue el día en que una langosta sea decapitada y siga viviendo así hasta siete espacios de tiempo que comprendan siete lunas, la mujer volverá a la tierra para perdonar a su hijo, y a todos los demás hijos malos, y que entonces ya no volverá a aparecer la sáak.

Cuando la langosta cae sobre los campos los indios abandonan sus labores, y se juntan en partidas con objeto de destruir al invasor. Gritan fuertemente para espantarlo y encienden fogatas tratando de destruirlo. Regularmente se juntan todos, hombres, mujeres y hasta niños, y hacen sonar cosas de lata y otras, tal como hacen cuando los eclipses, con los cuales alguna analogía tiene las manchas del acrídido, pues llegan a ocultar el sol. La lucha contra ella es desesperada y regularmente resulta inútil.

La tradición tiene raíces tan hondas que en los pequeños pueblos y rancherías más apartados de los centros mejor dispuestos aún se conserva cierta animosidad contra las mujeres cuando la langosta se presenta, por entender que la maldición de una mujer fue causa de la plaga.

Luis Rosado Vega

Continuará la próxima semana…

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