El Alma Misteriosa del Mayab – VII

By on enero 27, 2022

VII

ENTRE LA PIEDRA Y LA FLOR

Continuación…

Una poesía de la piedra

A juzgar por el tiempo y la dedicación que otorgó al acopio y la elaboración de estas leyendas, era patente en Luis Rosado Vega la creencia –y aun la convicción– de que la memoria es un soporte y torrente de la identidad cultural y de que la lengua es su vehículo primordial. Basándome en los propios textos, es también clara en el autor la intención de transportarlas y mantenerlas en la esfera de la literatura, trascendiendo de este modo la simple recopilación de una tradición oral difusa pero capaz de pervivir.

Lo anterior indica que Rosado Vega al escribir sus leyendas advertía lo que Carlos Montemayor (1990:10) habría de señalar claramente: «primero, la integridad de la lengua indígena; después, que la lengua escrita y la lengua hablada son dos órdenes de aprendizaje y de pensamiento distintos».

Si la idea de «integridad de la lengua» presupone que todo idioma aloja en sí todas sus funciones y expresiones (incluyendo la función estética o literaria), pienso que Rosado Vega, por sus conocimientos en torno a la lengua maya yucateca y por su experiencia y oficio de escritor, contaba con elementos tangibles para saber o, al menos intuir, la existencia de la creación literaria propiamente dicha en este idioma.

Hoy día, esta suposición especulativa resulta ya un hecho palmario. El propio Carlos Montemayor sostiene que:

“literatura mexicana es también la que ha brotado y se ha mantenido en nuestro suelo desde antes de 1492: la que escrita o no, se ha cantado en maya, en náhuatl, en purépecha, en otomí, en zapoteco, en chinanteco, en tantas lenguas en que se sostiene el vigor de los pueblos de México. Una literatura a veces sagrada: otras veces regocijada y maliciosa, otras más poseedora de conocimientos ancestrales (1990: 7)”.

En cuanto a la presencia y el ejercicio de la lengua literaria entre los mayas de la Península de Yucatán, al menos en lo que concierne al teatro, existen pruebas sugerentes que ponen de manifiesto no sólo su existencia como un fenómeno social, sino que éste tenía una función estrictamente recreativa. Esto es, que había ocurrido ya su separación de la mera representación ritual teofánica, desde la época de la antigua civilización maya.

Es cierto que en nuestros días es tarea ardua para los investigadores deslindar ambas esferas y productos culturales. Al respecto, según observa Montemayor, aún hoy es frecuente que se tienda a

“oscurecer, en el material considerado ahora como literatura indígena, las fronteras necesarias entre tradición oral, literatura y lengua hablada. El concepto supone concesiones que no se tendrían para la literatura italiana o francesa, por ejemplo, principalmente en el olvido de que la literatura es sobre todo una particular comunicación dentro de una comunidad idiomática; que representa uno de los desarrollos de expresividad del idioma que ninguna otra forma hablada puede conseguir, y que independientemente de que esté escrita o se transmita por tradición oral, es una lengua formal, artificial, que se constituye mediante una técnica compleja (1990:8)”.

Luis Rosado Vega, con su sensibilidad y herramientas de poeta y narrador, pudo percibir y distinguir la expresión literaria de la simple tradición oral, e incluso preservar y recrear aquélla en el acto de registrarlas. Así, al exponer sus «Motivos» –texto a manera de pórtico– de El alma misteriosa del Mayab, muestra que no solamente advertía tal distinción sino que poseía una comprensión sutil de las fronteras y nexos intrínsecos entre la memoria oral y la creación literaria.

Es claro que todo ese material de origen enteramente espiritual que van dejando los pueblos a su paso, y que hay que ir a desenterrar en los tiempos más remotos es, en cierto modo, factor también de su arte en general. Pero hay algo que lo hace superior a todo: es desde luego menos artificial, o mejor dicho no tiene nada de artificial. En las manifestaciones artísticas, especialmente en las plásticas, de una civilización pasada, como la escultura, la arquitectura, la pintura, etc., se encuentra fácilmente la fisonomía del hombre que las creó; pero es igualmente cierto que esas manifestaciones están tocadas de la idea preconcebida de realizar un arte, de crear una cosa con la finalidad anticipada de la belleza dentro del concepto estético de la época a que corresponden. En consecuencia, por espontáneas que sean aquellas manifestaciones, y pueden serlo en mucho, no llegan a serlo tanto que se pueda decir que sólo la fantasía y el sentimiento abandonados a sí mismos las produjeron. Influyó en ellas también la razón que es fría y calculadora, puesta al servicio de un propósito determinado, el de hacer una obra necesariamente bella, que se conozca, luzca y admire.

Es en este sentido por el cual suben de valor esas otras manifestaciones de índole simplemente espiritual que se producen espontáneamente, más bien como una incontenible necesidad, en el pueblo de donde surgen, de vaciar su alma en ellas para difundir a través de las mismas sus sentimientos, los más recónditos, y sólo sus sentimientos, su emoción y sólo su emoción, y un más natural concepto de la vida escogiendo esas formas tan ingenuamente hermosas de tradiciones, leyendas, etc., que en suma de cuentas son el reflejo más auténtico del alma que las elabora (Rosado Vega, 1934: 10–11).

Para Rosado Vega subyace en ese «material espiritual» del pueblo maya un trasunto o sustrato de arte, el cual tiene un carácter espontáneo, pero a la vez conlleva elementos de intencionalidad estética más o menos conscientes. Mientras aquél cimienta su condición de fuente transparente, que trasluce con nitidez su espíritu y psicología social, éstos en cambio elevan su estatura artística.

Y en llegando aquí –escribe Rosado Vega– permitidme un símil. La diferencia que hay entre unas y otras manifestaciones, viene a ser como la que hay entre la miel que extrae la abeja del nectario de la flor, a esa misma miel que sometida luego a inteligentes preparaciones ha de ofrecernos más tarde un licor exquisito. Siempre se advertirá mejor la presencia de la flor en su miel original enteramente pura, que en la que ha sido preparada (Rosado Vega, 1934: 11).

Claro está que Luis Rosado Vega escribe sus leyendas mayas en español, pero al hacerlo no se contenta con la traducción literal, sino que busca ejercer un trabajo estricto de creación o recreación literaria, a partir de la escrupulosa preocupación por no falsear ni en un ápice el contenido. De esta suerte, en su ya citado pórtico «Motivos» externaba:

Al abordar este trabajo que para mí representa uno de los mayores deleites de mi vida por el amor profundo que siento por las cosas de mi tierra, quiero de una vez expresar que excluiré del mismo toda intención de brillo literario, pues mi deseo es el de hacer una obra de popularización, y hay que facilitar ésta por medio de expresiones lo más sencillas posibles, aunque procurando que correspondan al medio y a la ideología de las mismas narraciones (Rosado Vega, 1934: 12).

Empero, más tarde –al escribir la presentación de Amerindmaya– dirá en manera categórica:

Terminamos advirtiendo que hemos sacrificado en muchas ocasiones la forma literaria en este trabajo con tal de apegarnos a la más firme claridad y sencillez de las narraciones para exponerlas tal cual deben ser expuestas a nuestro entender; y en otras, si bien creándoles el ambiente que les es propio en formas de dicción, con cierto dejo semiespiritual cuando es característico al asunto, siempre cuidamos hasta la minuciosidad de no alterar el contenido (Rosado Vega, 1938: 24).

En esta preocupación de fidelidad al asunto, al sentido y aun al tono originales de los relatos, late en todo momento una inquietud de estrecha correspondencia entre fondo y forma, que tiene incuestionablemente un carácter literario. Y tal preocupación le era consustancial, casi podría decirse congénita, al historiador y poeta, o mejor quizá al arqueólogo de la memoria y la palabra del pueblo maya, que fue Luis Rosado Vega.

Pero debo aclarar que no soy en modo alguno el primero en advertir este valor literario en las leyendas de Rosado Vega: desde hace ya cierto tiempo, Renán Irigoyen (1956) había observado que, más allá de sus intenciones declaradas, resultaba «…claro que a pesar de su propósito, el leyendista no pudo enterrar al poeta».

Rubén Reyes Ramírez

Continuará la próxima semana…

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