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El Abuelo Gregorio, un sabio maya

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I. El poder de un grano de maíz

En aquellos tiempos, cuando escuchar relatos y cuentos de la voz de nuestros mayores era el pasatiempo favorito de los niños, supe de la existencia de personajes, animales y lugares insospechados. En esos días, y a falta de libros y revistas ilustradas, hacíamos esfuerzos por llevar a nuestras cabecitas duras las imágenes de todas esas maravillas descritas en las narraciones.

Así, la primera imagen que tuve de un río era la de una quieta, enorme y ondulante serpiente de agua, y apenas podía creer y meterme en la cabeza que el avión era como un pájaro de metal, rugiendo mientras volaba y volaba cerca de las nubes. Me preguntaba, y a veces nos preguntábamos los niños de esas épocas: ¿Por qué los aviones, siendo tan pesados, no caen a la tierra?

En ocasiones, los cruces de las calles –sitio preferido por amigos y vecinos, con quienes jugaba al trompo ya las escondidas– eran lugares donde, en improvisados asientos de piedra, nos reuníamos para escuchar aquellos fantásticos relatos de la infancia.

Jugar en las calles atrapando mariposas blancas, amarillas, verdes o cafés con manchitas negras; ir a la escuela para aprender las enseñanzas dictadas por los maestros; salir de compras al mercado principal o a las tiendas de los barrios; acudir al catecismo y a las misas, que en esos tiempos se celebraban en latín, y platicar con los amigos en la plaza del pueblo fueron acontecimientos que me permitieron escuchar a gran cantidad de narradores, pero nunca conocí a nadie superior en el arte de contar cuentos como mi abuelo Gregorio, padre de mi madre, a quien mis tíos llamaban Lin.

Quién sabe qué extraño encantamiento tenía, pues siempre nos mantuvo atrapados con sus palabras o sus gestos durante los momentos en que nos relataba historias increíbles. Él, mi abuelo, sí sabía contarnos cuentos.

Un día, cuando me encontraba dentro de una cueva a la acudíamos para enhebrar tejidos de palma de guano, en compañía de mis primos, hijos de mi tía Ramona y de mi tío Gonzalo, le pregunté:

–Abuelo, ¿de dónde sacas tantos y tantos cuentos que parecen no acabar nunca?, ¿cómo le haces para que cada uno sea diferente?, ¿quién te los contó?

Después de sentarse y ponerse cómodo en un banquillo de madera, dijo:

–Los cuentos pertenecen a todos, nadie es su propietario. A mí me los han contado mis abuelos, y a los abuelos de mis abuelos se los contaron sus abuelos… Así ha ocurrido sucesivamente… Y bajando el sombrero que le cubría la cabeza para asentarlo en el suelo, advirtió:

–El día de hoy, antes de que comience a relatarles algunos cuentos, quiero que hagamos un trato.

Mis primos y yo escuchamos ansiosos:

–A uno de ustedes se le va a encomendar la importante tarea de memorizar las narraciones; pasado un tiempo deberá escribirlas, pero si tiene dificultad para cumplir con este encargo, no debe sentir miedo, ya que tendrá una oportunidad de que se las repita para poder recordarlas. El elegido será un privilegiado, pues si cumple, disfrutará el reconocimiento de todos. En caso de huir a esta honrosa distinción de memorizar y escribir los cuentos, merecerá el repudio de parte nuestra por no obedecer ni cumplir con el compromiso.

Cuando el abuelo terminó, aguardó en silencio. Todos sus nietos nos vimos la cara con asombro. Tal vez cada uno de nosotros se preguntó: ¿quién de los aquí presentes será el elegido?, ¿podrá cumplir con esa tarea? Y cuando nadie se atrevía a decir “yo puedo”, el abuelo rompió el silencio diciendo:

–En la bolsa izquierda de mi pantalón traigo unas semillas. Cada uno de ustedes sacará solamente una; al hacerlo, su mano deberá permanecer cerrada. Cuando todos tengan su semilla, abrirán la mano hasta que yo lo ordene. El que saque el grano distinto al de los demás será el elegido.

“Nadie debe temer. La semilla con poder quedará pegada en la mano de quien habrá de cumplir con el trato.

“Debo decirles que esa semilla mágica sabe de nosotros, y conoce los pasos de nuestro destino, porque estamos hechos de su harina. Esta sabiduría que encierra, la dejaron escrita nuestros abuelos desde los tiempos en que el recuerdo y la historia de los hombres se grababa en las piedras de las pirámides y los templos.

“Repito: quien saque el grano diferente al de los demás, lo pondrá durante el día en la bolsa izquierda de su pantalón; por las noches, cuando se vaya a dormir, lo colocará debajo de su hamaca hasta que pasen nueve días, durante los cuales lo tendrá junto a él. Concluido este tiempo, irá al Poniente de la huerta y lo plantará. Transcurridos trece días de la cosecha, se lo comerá, La simiente, una vez adentro de su cuerpo, le otorgará el poder de recordar todas las narraciones que a partir de hoy yo les relate.”

Entonces exclamó en tono imperativo:

–¡Pasen por su semilla de maíz!

Sin tardanzas, y antes de que volviera a dar la orden, sacamos apresuradamente de su bolsa la semilla que el azar nos asignó. Con las manos cerradas esperamos la nueva orden.

Antes, el abuelo dirigió una mirada penetrante a cada uno de los presentes y ordenó:

–¡Abran sus manos!

Para sorpresa de los demás, y sobre todo para mí, una semilla de maíz amarilla, distinta a la de mis primos, estaba en la palma de mi mano izquierda.

De inmediato todos mis primos gritaron con alegría:

–¡A cumplir!, ¡a cumplir!, ¡a cumplir!

Entonces el abuelo empezó a contar sus fascinantes e interminables historias…

 Jorge Cocom

Continuará la próxima semana…

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