Inicio Portada Cura de Pueblo

Cura de Pueblo

2
0

Para Óscar Meneses Carro,

en cumplimiento de una antigua promesa.

INTRODUCCIÓN

Los textos que contiene este volumen nacieron a partir de mi trabajo como narradora oral escénica. Para las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia de México trabajé durante dos años, presentando espectáculos en teatros, casas de cultura, quioscos, escuelas y cualquier espacio donde interesara este tipo de funciones

En principio, el problema a vencer fue el exceso de material histórico, historiográfico, filmográfico, narrativo, dramatúrgico, etc., por lo cual fue necesario depurar las fuentes y constatar que, en lo que respecta a la biografía de José María Morelos y Pavón, no existía material disponible en formato de cuento (si acaso una que otra anécdota, perdida en algún libro de texto básico), susceptible de ser narrado como tal posteriormente. Una excepción es el libro Morelos, su vida contada a los niños, de Ermilo Abreu Gómez, del que tuve noticia luego de escrito este libro.

Así pues, para la elaboración de estos textos tuve que echar mano de mi formación como literata y mi experiencia de varios años como coordinadora del taller de cuento del Instituto Tlaxcalteca de Cultura, así como para que, sin menoscabo de la tensión narrativa, pudiera conservar la veracidad histórica de mi reciente formación en una maestría de Historia. El objetivo de estos textos era presentar de manera amena a un personaje histórico formidable, y rescatar en lo posible del olvido al ser humano que daba vida al caudillo.

Cura de pueblo se origina en la curiosidad. Una de las mejores formas de ocultar algo es ponerlo donde todos lo vean. La figura de Morelos me acompaña desde niña y, sin embargo, ¡sabía tan poco sobre él! Pero tenía muchas preguntas: ¿de dónde venía?, por qué era tan querido?, ¿cómo fue posible que alguien que no tuvo formación militar resultara un genio de las batallas?, ¿por qué su nombre sonaba y de alguna manera suena más que los de los otros héroes patrios?

Figura polémica, a quien algunos critican y otros defienden, pero de quien todos reconocen su importancia. Así pues, durante meses estuve buscando en bibliotecas, películas, libros comprados exprofeso, hasta sentir que de alguna manera me aproximaba a su misterio

Ahora sé por qué me simpatiza y también por qué me caía bien desde antes. Hoy puedo contar a viva voz y por escrito las andanzas del niño, del hombre joven, del maduro general. Y puedo reconocerme como descendiente suya sin caer en el patriotismo superficial.

En la imposibilidad de anotar todas las fuentes (bibliográficas, hemerográficas y videográficas) utilizadas, he anotado al final los autores a los que siento que más debo para la concepción de estos relatos, o bien, que pueden ser leídos para más información.

EL PADRE JOSÉ

Gregorio Zapién, de oficio mandadero, vio llegar a aquel sacerdote con cara de buena gente, con un niño de la mano –el Juan Nepomuceno Almonte, de quien las malas lenguas decían que era su hijo–y pensó que no se quedaba.

¿Pos cómo? Si Nocupétaro era bien pobre y con lo que le daban del diezmo no le iba a alcanzar para pagar su sueldo, el de la criada que echaba las tortillas, alimentar al escuincle y mantenerse él.

Para su sorpresa, el padre José, con sus propias manos, empezó a tallar la madera e hizo nuevas bancas para la iglesia. Luego, tiró aquellos muros ruinosos y levantó otros. Y al poco tiempo hizo que las recuas de arrieros fueran y vinieran desde la costa, a donde iban a vender con buen provecho los excedentes de la zona.

Todos se asombraban de aquel curita, que lo mismo le hacía a la rezada y ayudaba a bien morir a los agonizantes, que agarraba la garlopa o la cuchara de albañil, además de saber tanto de arriería.

Y de pensar que no duraba, el Goyo llegó a creer que el padrecito José se quedaba con ellos pa’ siempre.

Hasta el día en que llegó aquel papel terrible, con la orden del Obispo de colocarlo en la puerta de la iglesia. En ese papel excomulgaban y maldecían a un tal Miguel Hidalgo y Costilla.

Gregorio nunca había visto tan triste al padre José. Y cuando le preguntó por qué, el padre, suspirando, le dijo:

–Es mi maestro…! –y de pronto, como decidiéndose– ¡Prepara los caballos, que mañana salimos temprano!

Y aquel 19 de octubre de 1810, acompañado del Goyo, se marchó para alcanzar las tropas del cura rebelde. Las encontró en Charo, en donde pidió hablar con el rector Hidalgo. Éste le mando decir que cabalgara junto con él rumbo a Indaparapeo. Que en el camino hablarían.

El Goyo se quedó atrasito de ellos, con la tropa y los oficiales que iban de escolta, y nomás se la pasaba estirando el pescuezo, porque quería ver si el cura maldecido echaba olor a azufre, pero lo único que alcanzó a distinguir fue a un señor de cara muy blanca y ojos verdes y bondadosos.

El padre José se estaba ofreciendo como capellán para las tropas de Hidalgo y, como los oficiales y soldados que iban con el Goyo alcanzaron a oír esto, comenzó la chacota.

–¡Mira nomás la facha de capellán que nos quieren imponer!

–¿Alguien sabe quién es?

–¡Es el padre José María Morelos y Pavón! –contestó Goyo bien enojado.

–¡Cura de pueblo! –rezongó uno de los soldados.

–¡Un hombre tan prieto como su destino! –dijo otro

Y ya iba el Goyo a agarrarse a los guamazos con esos brutos cuando algo pasó enfrente, donde los dos sacerdotes conversaban como viejos amigos, y que lo hizo voltear. El padre Hidalgo le había preguntado algo al padre José, y éste le había contestado con la contundencia de un trueno, porque hasta los ojos le brillaban como faroles.

Entonces Hidalgo lo miró intrigado primero y luego, francamente contento, le dijo, tan alto que hasta atrás, donde iba el Goyo, se oyó.

–Pues mire, padre, que yo lo veo más como general que como capellán. Espéreme tantito–

Y en el primer alto mandó que le llevaran papel y pluma y escribió un mensaje en el que decía que lo comisionaba como su lugarteniente para que levantara ejército en la costa sur y procediera de acuerdo a sus instrucciones verbales.

Las mentadas instrucciones, como bien supo el Goyo después, eran tomar Acapulco y en seguidita ¡instalar un nuevo gobierno!

Pero de regreso a Nocupétaro, el padre José, como si no le hubieran dejado tamaño paquetote, iba contentísimo porque su rector confiaba en él. Más alegre que si llevara colgada una medalla en el pecho.

En cuanto llegó, mandó llamar a sus feligreses más cercanos y los invitó a unirse a su causa. Veinticinco hombres, contando al Goyo, cuatro fusiles y tres lanzas. Ese fue el primer ejército de Morelos.

Y el padre José no quiso recibir más gente de momento, hasta conseguir suficientes armas y municiones y convertir a los primeros en un ejército disciplinado y aguerrido.

Y el Goyo, que anduvo junto con él por Zacula, Tecpan, El Aguacatillo, Acapulco y Oaxaca, vio a aquellos hombres aumentar hasta ser miles y transformarse en el Ejército del Sur, mientras el padre José se convertía en el General Morelos.

Entonces llegaron sus mejores colaboradores: los Galeana, los Bravo, don Mariano Matamoros, don Guadalupe Victoria, don Vicente Guerrero, que estaban orgullosos de luchar con aquel hombre «tan prieto como su destino».

En todo aquello, el Goyo como que no se hallaba. No lo asombraba tanto que el padre José, de pronto, empezara a dar órdenes atinadísimas de guerra, como si siempre hubiera vivido en los cuarteles o en medio de la pólvora.

No. Lo que lo desconcertaba era que el padre José, tan bueno que no mataba ni una mosca, de repente, ora tan tranquilo, mandara fusilar a los cientos de prisioneros que le caían en las manos. ¡No! ¿Pos no se supone que los sacerdotes no hacen eso?

Pero tuvo su respuesta una tarde en que limpiaba las botas de su Jefe y, en el mismo cuarto, el padre José dictaba una carta de respuesta para el obispo de Puebla, que le había escrito pidiéndole que se entregara, ofreciendo a cambio que él mismo iría con el virrey para pedirle el indulto. También le decía que escribiría a la Santa Sede, para pedir el perdón para tantos asesinatos cometidos en aquella guerra.

El padre José le contestaba bien tranquilo que no se apurara por él. Que, de acuerdo a la misma ley canónica, hay cuatro causas por las que se vale matar: en defensa propia, por mandato divino, por causa justa y por repeler invasión extranjera. Y que, desde donde él lo veía, en esa guerra se cumplían las cuatro causas.

También le recordaba que únicamente Dios hace lo que quiere. Sus criaturas hacemos lo que podemos, y lo único que nos vale es la intención con la que lo hacemos. Y en cuanto a eso, el único que podía juzgar era Dios.

Entonces sí que el Goyo, con más gusto, le sacó hasta brillo a las botas. Su general sabía lo que hacía… y cuando no, por menos llevaba buena intención

Además, ¿cómo no seguir a uno que como tú ha sufrido hambre y humillación? A uno que en la batalla se pone al mero frente, junto contigo, a jugarse la vida en medio de las balas, y no como tantos otros comandantes, dando órdenes muy seguritos desde atrás. ¿Cómo no seguir a su patrón?

Su patrón se derrumbó como tronco herido por el hacha cuando llegó el anuncio de la muerte de Hidalgo. Entonces sí que el Goyo lo vio encerrarse en aquel cuarto, a llorar durante horas, como un chiquillo, la muerte de su maestro.

Cuando salió, con el rostro todavía desencajado por la pena, llamó a sus comandantes y les dijo, por si había alguno al que la muerte del jefe de la insurgencia le hacía querer rajarse, que ahora más que nunca tenían que luchar por América, por los americanos, pero sobre todo por completar la obra que inició su rector, el inmortal don Miguel Hidalgo y Costilla.

Así que el Goyo, junto con todos los demás leales a Morelos, decidieron seguirlo a donde los llevara, dispuestos a continuar en la lucha hasta vencer o morir.

Laura Rivas

Continuará la próxima semana…

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.