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Cura de Pueblo – III

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III

EL DÍA MÁS FELIZ

Ahí estaban todos los jefes insurgentes, convocados por el general Morelos en eso que él llamó Congreso del Anáhuac y que la historia registró como el de Chilpancingo, para acordar los nuevos rumbos de la lucha por la independencia.

Después del mensaje de bienvenida, en el que Morelos invocó los espíritus ancestrales de Chimalpopoca, Cuauhtémoc y otros reyes indígenas, para que favorecieran los trabajos de ese Congreso, se dedicó a conocer a los líderes presentes.

Los fue saludando uno a uno, mientras al parecer los medía con la mirada. Algo hubo en el joven Andrés Quintana Roo, de quien los demás se burlaban porque aparte de abogado era poeta, que pareció agradarle mucho. Tanto, que pidió hablar a solas con él.

Quintana Roo se preocupó. Abogado como era, había entrado a la lucha insurgente a las órdenes de Ignacio López Rayón, abogado como él. Y era un hecho que ni Morelos ni López Rayón congeniaban.

El 5 de noviembre de 1813 iba por un pasillo, detrás de Morelos, intentando adivinar sobre qué querría hablarle el Generalísimo. Al día siguiente se haría la declaración formal de independencia. ¿Sería ese el asunto?

Morelos abrió la puerta del cuarto, entró y lo invitó a pasar, ofreciéndole la única silla del aposento.

Andrés se sentó incómodo, mientras Morelos caminaba de un lado al otro del cuarto, como poniendo en orden sus ideas, hasta que se paró frente a él y le dijo:

–Óigame usted, señor abogado, porque debo hablar mañana, y aunque tengo muy claro lo que traigo en el corazón, no soy hombre de muchas letras. Así que póngame cuidado en lo que digo y, cuando termine, me dice dónde le corrijo.

Y ante los atónitos ojos de Andrés, que de inmediato tomó la pluma y el papel que estaban sobre la mesa, desplegó su sueño de patria. Una en la que había:

SOBERANÍA DEL PUEBLO. Es decir, que únicamente el pueblo podía decidir qué tipo de gobierno quería. Y si le tocaba uno malo, tranquilamente podría quitarlo, puesto que el mismo pueblo lo puso.

DIVISIÓN DE PODERES. Para que nunca más en una sola mano se concentrara el destino de tantos.

Y lo increíble, por ser un sacerdote quien lo proponía: SEPARACIÓN DE IGLESIA Y ESTADO. Para que muchos crímenes cometidos por ambición y poder, aunque cobijados en nombre de la fe, cesaran.

Y muchas otras cosas más que Andrés escuchaba atónito, porque aquellas ideas apenas empezaban a vislumbrarse en el mundo, mientras que Morelos ya las tenía bien claras en la mente y en el corazón, y ahora las decía con aquella voz de giros campesinos en la que parecía concentrarse la voz de todos los desheredados de su tierra.

Morelos calló un instante y luego le preguntó:

–¿Qué opina usted, señor abogado?

Saliendo de su estupor, Quintana Roo se puso de pie, mientras balbuceaba:

–Yo opino… ¡que Dios lo bendiga, señor! ¡No me haga caso! No quite ni punto ni coma… ¡Así como está, está perfecto!

Y le dio un abrazo cálido y sincero al General. Morelos se cohibió un tanto con el entusiasmo del joven. Y para disimular su incomodidad, le dio unas palmadas en la espalda mientras le decía:

–¡Vaya un abogado disparatero!

Eso que Andrés escuchó como una primicia, al día siguiente se leyó en sesión solemne del Congreso insurgente, con el nombre de Sentimientos de la Nación.

Ahí pedía, aparte de lo ya dicho, que se eliminara para siempre el infame sistema de castas, para que nunca más el origen o el parentesco le cerraran a nadie las puertas de la escuela o del trabajo.

Que se acabara aquella cascada terrible de impuestos que sumergen a la gente en la desesperación y acaban por ahogarla. Que se elaboraran leyes para impedir que los ricos fueran cada vez más ricos y los pobres más pobres.

¡Ah!, y también quiso acabar con un mal muy de moda, en aquellos lejanos tiempos. Pidió que se prohibiera la tortura.

Los congresistas estaban ebrios de entusiasmo. La idea de la independencia hacía ya rato que había echado raíces en sus mentes. Pero era la primera vez que tenían frente a ellos un proyecto de nación.

Y quisieron que Morelos fuera el gobernante de esa nación y no faltó quien propusiera darle el título de Alteza Serenísima y algo que ya tenía desde antes: el mando supremo del ejército.

Mientras aquellos señores deliraban, Morelos, cura de pueblo como siempre fue, estaba pensando en Jesucristo, en la vez aquella en que les dijo a sus discípulos que si querían ser de veras grandes, tenían primero que servir a los más pequeños.

Así que cuando le tocó tomar la palabra, les dijo que él no era hombre ni de altezas ni de serenidades, que si querían darle algún título se conformaba con el de Siervo de la Nación, más acorde con su calidad de sacerdote.

López Rayón, abogado sobresaliente como fue siempre, de inmediato brincó de su asiento e hizo notar que si Morelos no aceptaba el poder ejecutivo, tampoco podría conservar durante mucho tiempo el mando del ejército, porque una cosa iba junto con la otra.

Con esos gérmenes de diferencia se separaron, cada quien por su lado. Morelos, a hacer lo que mejor sabía: ganar territorio a punta de sable para la patria. López Rayón y los congresistas, a elaborar las leyes emanadas del Congreso.

Y no les fue nada fácil, con todo y que Quintana Roo aparte de abogado fuera escritor, porque tuvieron que poner en el molcajete, primero que nada, parte de las ideas de Morelos. Desde luego, no aquellas que hablaban de igualdad absoluta, porque ya desde antes se sabía que siempre habremos algunos más iguales que los otros.

También pusieron parte de las ideas de López Rayón, que iban en sentido contrario de las del Generalísimo. Además, un cachito de la constitución norteamericana, otro de la francesa, y, para que no se dijera, uno más de la de Cádiz. Lo cocinaron todo junto y de allí salió una mezcolanza medio rara. La primera Constitución mexicana, que en 1814 presentaron al reunirse de nuevo los líderes insurgentes en Apatzingan.

Aquel documento medio extraño no satisfizo para nada a Morelos y curiosamente tampoco a López Rayón. Pero ambos la entendieron como un primer paso para la construcción del país, así que la firmaron. Y no sólo eso: la juraron en ceremonia solemne.

Acabados los trabajos legislativos, hubo un gran baile organizado por Morelos, que para eso se pintaba solo y había agarrado callo en aquellos asuntos desde el sitio de Cuautla.

Y mientras el Generalísimo giraba, danzando con las señoras que asistieron a la fiesta, resplandecía de júbilo, porque por fin había cumplido las encomiendas de su maestro Hidalgo.

Había tomado Acapulco, había instalado un nuevo gobierno y acababa de jurar sus nuevas leyes. Es decir, que había ayudado a parir una nación. Cuando le tocó el turno del brindis, alzó su copa y brindó por América y los americanos –que es decir ahora, los mexicanos– y por aquel día bendito, sin duda alguna, el más feliz de su vida.

Laura Rivas

Continuará la próxima semana…

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