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Amistades literarias

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Letras

Martín Luis Guzmán

 

Por Ermilo Abreu Gómez

 

A Martín Luis Guzmán lo comencé a tratar cuando publicaba el diario El Mundo por los años de 1922 y 1923, si no me equivoco. El diario tenía sus oficinas cerca de San Fernando. No olvido que la entrada a las oficinas era muy dificultosa porque había que trepar unos peldaños así de altos en los que todos los visitantes (o casi todos, por mejor decir) tropezaban. Al menos yo, yendo con Rafaelito de los Ríos, me di una caída que me dejó un chichón así de grande.

Pero literariamente ya conocía a Martín Luis; ya había leído La querella de México, publicada en Madrid, y A orillas del Hudson, publicado en México. Estos libros se leyeron y comentaron en las reuniones sabatinas del grupo literario “Nosotros”, animado por Rafael de los Ríos. En estos libros vimos la confirmación de nuestras incipientes ideas, relacionadas con el carácter de la literatura mexicana.

Pensábamos que no era posible persistir en una simple y adocenada postura de copia y recuerdo de las literaturas europeas: que era necesario volver los ojos y los oídos a nosotros mismos, a nuestras cosas, por más que fueran humildes, maltrechas y hasta contrahechas. Pensábamos que era indispensable hacer la historia del espíritu de México. Pensábamos que esto jamás lo completaríamos valiéndonos de retazos y parches (aunque fuera de oro) arrancados de otros paisajes. En las discusiones solían tomar parte algunos amigos que hoy han desaparecido. Recuerdo a Pérez Martínez, a José María Benítez, a los hermanos Ortiz Vidales. (De estos hermanos sobrevive uno, acaso el más querido por nosotros). Con aquellas lecturas me acerqué más al pensamiento y al estilo de Martín Luis Guzmán. Por estas lecturas fui desechando otras que antes me seducían. Empecé a advertir los valores de la claridad, de la sobriedad y de la concordancia que debe prevalecer entre la idea y la palabra, entre el fondo y la forma. Para alcanzar el significado profundo de esta experiencia he necesitado más de medio siglo. Torpeza mía, sin duda.

Después de sus destierros políticos, que duraron muchos años en ciudades como Nueva York, París, Madrid, nos volvimos a encontrar casi en los días en que empezaba a publicar su revista Tiempo. Asistí al banquete –una de las manifestaciones públicas más espontáneas y significativas que se han hecho en México– que se le dio con motivo de su actitud de protesta por la violación de las Leyes de Reforma. En este banquete, al cual asistieron miles de personas, hablaron varios intelectuales. Yo dije algo que Martín Luis recogió en sus Obras completas, prologadas por Andrés Iduarte.

Cuando fui presidente de la LEAR [Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios], acudí a Martín Luis para que me ayudara a mejorar lo que llamaríamos el elenco de los socios que yo veía, por momentos, cada vez más enflaquecido. Gracias a su ayuda se incorporaron varios escritores que con su presencia y sus conferencias dieron lustre a la organización. Por aquella época se celebraron algunas sesiones culturales, animadas por Juan de la Cabada, Luis Córdova y José Mancisidor. Estas tuvieron lugar unas veces en el domicilio de la LEAR, y otras en la Sala Ponce de Bellas Artes. Así oímos la palabra de Juan Marinello, Narciso Bassols, Francisco Castillo Nájera, Rafael F. Muñoz, Aníbal Ponce, José Rubén Romero y Vicente Lombardo Toledano. Martín Luis no faltaba y nos animaba a proseguir en la tarea de renovación de las letras y de las artes, aunque fuera en los términos modestos con que lo hacíamos. Estoy seguro de que algo se sembró en las conciencias de los nuevos artistas. Eran los tiempos del general Lázaro Cárdenas. Por conducto de Vicente Lombardo Toledano se acercaron a nosotros varios grupos de obreros de la ciudad, a cuyos sindicatos acudimos para entablar pláticas de orientación social y política. Esta labor no era nada fácil; todo faltaba: organización, entusiasmo y sentido de responsabilidad. Hubo conferencias con dos obreros en la sala; y hubo conferenciante que llegó dos horas después de la hora señalada.

Con los cambios políticos se proyectaron sobre nosotros otros signos, la LEAR sufrió golpes; se empezaron a dispersar los socios.

Cada quien empezó a tirar por su lado, atento al nuevo sol que brillaba. Sólo el grupo de pintores y de grabadores fue fiel a sus principios políticos y revolucionarios. Apretaron sus filas en medio de aquel lamentable disturbio y formaron el grupo que aún vive, que se llama La Gráfica Popular. A este grupo han pertenecido: Leopoldo Méndez, Zalce, O’Higgins, Dosamantes, Anguiano, Fermín Revueltas, Ávila, Amaya, Rodríguez, Xavier Guerrero. En los momentos de entusiasmo en el campo de la música, estuvieron presentes Luis Sandi y Silvestre Revueltas. En la sección literaria prevalecían con su asistencia y buena voluntad: Octavio Paz, Efraín Huerta, Juan de la Cabada, Luis Córdova, José Mancisidor. Sólo menciono, así como así, a los que recuerdo en este momento. Sin duda que me faltan nombres. Los olvido porque los olvido. No tengo intención de olvidarlos.

Martín Luis Guzmán nunca fue hombre de tertulias, al menos en México. Me parece que en Madrid sí frecuentaba las tertulias, que en esta ciudad son cosa de la vida misma. Sólo esporádicamente se llegaba a las tertulias que frecuentábamos, entre las cuales la más importante, sin duda, era la que presidía Octavio G. Barreda. A esta tertulia acudían los más distinguidos escritores del momento. Si por alguna casualidad se colaba alguno extraño, aunque tuviera más talento que Cervantes, sufría enseguida las consecuencias no del desprecio, sino de algo que podríamos llamar el clima habitual de la conversación o de los temas. A la segunda sesión emigraba. Son cosas que se desprenden sin querer, sin que nadie se lo proponga, de una especie de concierto de gustos y de opiniones. A la mesa de Barreda con regularidad asistían José Moreno Villa, León Felipe, Enrique Díez Canedo, Juan Larrea, Bernardo Ortiz de Montellano, Xavier Villaurrutia, Octavio Paz, Samuel Ramos, Rodolfo Usigli y Gabriel García Maroto. A esta tertulia, como digo, se llegaba Martín Luis, casi siempre con un pequeño portafolio negro. Barreda decía:

–Ahí deben estar los papeles secretos de Manuel Azaña, deben de ser tremendamente comprometedores.

Pero un día, cuando menos lo esperábamos, Martín Luis abrió sus portafolios y dejó sobre la mesa del café un montón de recortes de periódicos viejos. Barreda se quedó con tamaños ojos. Martín Luis comentó:

–Son recortes de la prensa cuando la muerte de Juárez.

Mientras yo vivía en los Estados Unidos, tuvimos la ocasión de vernos varias veces en Nueva York o en Washington. Desde Nueva York me hablaba por teléfono. Unas veces yo iba a verlo a Nueva York, y otras veces él venía a Washington. Recuerdo que en cierta ocasión cenó en mi casa en Alexandría, Virginia, cerca de Washington. Estuvieron con nosotros los secretarios de las embajadas de Brasil, Ecuador, Bolivia y Chile, y también los embajadores mexicanos Luis Quintanilla y Rafael de la Colina.

Sin proponérselo, Martín Luis nos dio una verdadera lección de lo que era la Revolución y de sus raíces en la vida de la Reforma.

Más tarde, Jiménez Siles, de Empresas Editoriales, me encargó el prólogo para el tomo dedicado a Martín Luis Guzmán en la serie titulada “El hombre y el escritor”. Aunque creo que conozco acaso mejor que muchos las obras de Martín Luis, y que he escrito no sé cuántos ensayos sobre su personalidad, su estilo y su bibliografía, este prólogo me costó mucho más de un año de trabajo para ordenar mis ideas y mis datos. Lo que me dio más quehacer fue reconstruir su vida porque, como no hay fuentes, tuve que acudir a él en cada momento. Este prólogo, que me parece escrito con el mayor cuidado y con la más cariñosa atención, no sólo provocó elogios, sino también censuras que no me molestaron nada porque para eso se escribe: para recibir la opinión de los demás sobre nuestros aciertos y nuestros dislates. Un censor dijo “el prólogo estaba más redactado que escrito”; otro apuntó “se había olvidado el itinerario de los viajes”; otro más señaló “se pasó por alto al periodista”.

Es claro que la parte bibliográfica no la hubiera podido escribir sin la constante ayuda de Martín Luis. Por otro lado, por fortuna, tenía entre manos la bibliografía que reuní en Nueva York con la ayuda de Andrés Iduarte que puso a mi disposición las fichas que se conservan en la Sociedad Hispánica de la Universidad de Columbia. Estas fichas las completé en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.

Cuando terminé mi contrato en la Unión Panamericana y decidí volver a México escribí a varios amigos que estaban en situación prominente para que me ayudaran a reincorporarme en el mundo del trabajo que tanto necesitaba. Me contestaron tres amigos: Martín Luis Guzmán, Daniel Cossío Villegas y Celerino Cano. Volví a mis clases en la Normal Superior de México gracias a la bondad de su director Arquímedes Caballero. Martín Luis tampoco me abandonó ni un instante.

Desde entonces lo veo con frecuencia. Unas veces en la redacción de Tiempo, y otras en la Comisión de Libros de Texto Gratuitos, de la cual es presidente.

A veces nos ponemos a conversar de literatura, especialmente de la mexicana. De nuevo surgen sus ideas expuestas ya, como ya indiqué en su libro La querella de México en sus críticas en los diarios españoles y en su Decálogo del escritor. Pero sus ideas sobre esta vital materia, con el tiempo, se han hecho más agudas, más precisas.

Un resumen de éstas podría ser el siguiente: Necesidad de salvaguardar el espíritu de México en la expresión literaria sin menoscabo, naturalmente, de alimentar nuestra técnica por las noticias que nos vienen por los caminos de Europa. No es verdad, como se ha llegado a decir, que él desdeña la información culta de la estética literaria. Lo que predica y asegura es que necesitamos redescubrir con hombría las letras nacionales.

–Mire usted –me llegó a decir en cierta ocasión–, la oligarquía de Porfirio Díaz no sólo afectó a la política y contribuyó a la formación del llamado grupo de los “científicos” tránsfugas del positivismo– favoreció también la desintegración de la conciencia nacional. Tal oligarquía, sin contacto humano, sin contacto con el hombre, con nuestro hombre por lo general desvalido, manejó un arte y un pensamiento artificiales propios para lucir en academias y cenáculos. Todo lo que se producía con sus recursos estéticos era cosa de brillo, de ostentación, pero de ninguna manera era capaz de contribuir a la formación de nuestra historia. Todavía quedan por ahí las muestras de aquellas artes miméticas manoseadas por pintores y escultores, poetas y cronistas. Ahí están presentes los paisajes griegos con su mitología y sus alegorías bizantinas. Por ahí quedan huellas de los jardines franceses de los viejos ricos, las buhardillas con mansardas para recibir la nieve que cae en París y las esculturas de mármol para las alamedas y los plafones de los palacios oficiales y cortesanos. Con la Revolución vino un cambio, una nueva concepción de las artes. No son muchos los que emprendieron esta labor de renovación pero son los de máxima calidad.

Y lo que no me decía Martín Luis lo advertía vivo y profundo en su obra: desde La querella de México hasta las Memorias de Pancho Villa, La sombra del caudillo y El águila y la serpiente. Su obra es ejemplo de lo que enseña. Nadie ha predicado con el ejemplo mejor que él.

Por otra parte, Martín Luis –con sus ochenta años cumplidos– continúa siendo un trabajador incansable y tenaz. Tras las horas que gasta en la Comisión de los Libros de Texto están las que dedica a su revista Tiempo, y todavía las que emplea en su obra literaria. Sobre su mesa o en los estantes se ven los manuscritos que esperan la hora de su publicación: Nuevos libros sobre las memorias de Villa; nuevas Vidas históricas y sus Memorias de España y de México.

En los cincuenta años de amistad que nos ha unido –con pausa y sin prisas– de él sólo he recibido finezas que nunca olvido. Orgullosamente me considero su amigo. Mi admiración por el escritor va unida a mi más acendrado cariño por el hombre: ejemplo del gran pulso liberal de México.

(De El Libro y la Vida, Gaceta de Información y de Crítica. Editada por El Día, México, D. F.)

 

Diario del Sureste. Mérida, 10 de mayo de 1970, suplemento cultural, año XVII, núm. 851, pp. 1,3.

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