Y nunca de su corazón (XIV)

By on marzo 21, 2019

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UN MUERTO EN LA MILPA

II

 (“EL TORITO”, jarana de estirpe, de ritmo sin par, en la que la mujer danzante embiste como el toro en la “jierra”)

Cuando en el pueblo se supo la condena de Joseito Cauich, sh-Tarín Pool, la alcahueta, comenzó a propalar que Dionisia Rosales ya había sido pedida por Evaristo Quiñones. Y que ya estaba dada. Y que en breve saldría escrito en los diarios lo de la pretensión matrimonial.

Y era que sh-Tarín Pool andaba en pos de la moza como ave rapaz que volara en círculos para abatirse sobre su presa. Llevarla al diputado por el distrito era su designio. Después, ya podrían desfilar los simples mortales con la paga anticipada en la mano. Sh-Tarín parecía estarlo viendo como coronación de su labor celestina. Un triunfo más en su vida de “arregladora” famosa. Dinero en su cofre de ave rapaz. Y es que el bocado valía la pena. Cardenales y obispos y simples criaturas hubieran deseado morder en aquella manzana. Un mordisco, no más. Un “nich” en el idioma popular de la tierra. Un abrazo de su cuerpo muchacho. Torneado de carnes sensuales y piel de canela. Un reposo fugaz sobre los sólidos conos del pecho, olorosos a limpio, a jabón “Nube azul”, a perfume “Kananga” y a “polvillo” Roger y Gallet “Flores de Tokio”. O sobre el embrujo de su cabellera ondulada, larga y sedosa, de discretos reflejos de “Aceite de Oriza”. Porque esa historia es de cuando lo había y andaba los pueblos de Yucatán el vendedor extranjero de “santibarat”, muñequillas de “ceroloide”, santo y barato. ¡No se podía pedir más!

El cabello. El cabello quebrado de Nichita Rosales, de negras crenchas colgantes hasta donde el “tras” de su cintura junca iniciaba la comba de los glúteos firmes que, al andar su dueña, vibraban vigorosamente. Porque Nichita era catrina. “Cuchtúnico”, que decía la gente envidiosa, mujeres las más, los ojos de cuyos maridos o novios se iban detrás de la moza. Cierto que Nicha era más bonita con “terno” y rebozo y el lazo de cinta encarnada en el pelo.

Y su pie: chiquitito.

Y su cuello: una breve columna de tormento al deseo. Inasible querencia para todos los hombres de Chíabal, solteros y viudos, mozalbetes y platos deseados. Muchachos con el gozo fácil contra natura en honor de la imagen lejana de aquella mujer.

Dionisia Rosales era símbolo de su propio pueblo, del nombre: Chíabal. Porque su boca… Su boca, sus labios, eran pulpa de esa ciruela: chíabal, ciruela de boca. Para la boca de paladar delicado. Y era Nicha, en efecto, como ciruela en sazón, a punto exacto en que el mordisco pleno ha de hacerla reventar en jugos dentro de la boca, con ruido de plenitud de zumos y crujir de carne frutal tensa que se desgaja en la avidez del gusto. Ni muy dulce, con cierto amargor de ternura aún. Ni muy ácida, con un trasunto salobre que aún pudiera llevar mayor sal.

Mas la ciruela de boca –chí-abal– Dionisia Rosales no requería más gracia.

Todo ella era sal. Graciosa, galana, vivaz, tenía la coquetería de la que es mujer mestiza de raza, en Yucatán, hecha de altiva provocación de hembra al amor puro, de hembra con una raíz española, por andaluza, y con otra, timidez de sapiencia maya en el arte de hacerse amar. Eso y más era Dionisia Rosales.

Su baile, ella misma, arte y pasión. Pasión en el zapatear sin tarima, ritmo y bordado en los pies, música de teclas blancas en la risa de su boca y alegría exultante en el pecho, que se daba en un eco, en el corro de los mirones. Columna de sombreros sobre su cabeza y “gala” y más “gala” y más galardones: los del rescate en monedas sonoras o billetes de banco. Y con el halago del premio, el guiño de un ojo, envite sin esperanza de los que rescataban su prenda: sombrero que había estado por un momento en la cabeza de Nicha. Y tenía, aunque no lo tuviera, su olor. Su olor de virgen deseada, roída por el ansia de todos los hombres de Chíabal y por la envidia de sus mujeres. Eso era Nichita y aún mucho más. ¿Y a qué seguir, si era inefable?

Y a esa mujer la rondaba sh-Tarín, carantoñas, las propias de sus hábiles manos y dádivas del señor diputado local del distrito. Dionisia se dejaba hacer la rueda a lo pava del monte, segura de su firme desdén, cuando aún no ha llegado el tiempo del celo. Y se reservaba para el Príncipe Azul, sin ser cenicienta. Y el diputado:

–¿Ya mero, sh-Tarín?

–Ya mero, señor. Te voy a llevar mientras tanto otra chiquita inocente. O una señora que tiene su marido celoso; pero mucho cuidado, “chan dzul”: será en el misterio de la noche oscura, “caballero chiquito…”–“chan dzul”, que decía.

Y las llevaba de noche hasta la hamaca del pequeño padre conscripto, en su cuarto de la “presidencia”, en la casa municipal, cuando estaba de gira el político. Eran unas de tantas de las de la vieja sh-Tarín, en quienes tenían acceso cualesquier mozos o viejos verdes del pueblo. Pero bañada en perfume la moza del turno, vestida de lino crujiente, olorosa a nuevo, y con el enjuague y la traza novata de una “chiquita” sin la habilidad del estreno. Y el “dip” que se las tragaba: la mujer y la farsa engañosa, en la engañosa, en la oscuridad de su cuarto de político en gira.

–¿Ya mero, sh-Tarín?

–Ya mero, “chan dzul”. Ayer “ainitas” la traigo. Te lo juro por la Santa Cruz. –Y besaba un signo de suma en sus dedos.

–Cuando eso sea me avisas. Y traigo al gobernador.

–¡Atiós! Mas si no es para ti, “chan dzul”, mi trabajo.

–“Mac a chí”, sh-Tarín. “Calla tu boca”, sh-Tarín. Me ayudas, te ayudo, él me ayuda y se ayuda el pueblo: Chíabal. Nos ayudamos todos, sh-Tarín. A te regalo una cadena grande de filigrana, de tres vueltas con su cruz grandotota.

–“Ta” bueno, niñó. Pero más bueno que das mi dinero “pa” que pongo en mi cofre.

–Te doy además tu dinero, sh-Tarín Pool. “Oi” quién te lo dice.

–“Ta” bueno, “chan dzul”. Ya mero se va a caerse en tu hamaca la linda Nichita.

Pero el gobernador no visitó el pueblo. Ni éste tuvo la ayuda prevista. Ni el diputado local el ascenso. Ni sh-Tarín Pool la cadena de tres vueltas, de filigrana, con cruz o venera, ni más dinero en su cofre. Dionisia era pura y firme ante el asedio de la vieja alcahueta. Ni porque sh-Tarin llegó a revelarle que era para el “yum gobierno” el manjar primerizo. Por nada del mundo. Ni por joyas, dinero ni lujos. Ya venía el Príncipe Azul: el Rey Jobonchán de sus sueños, a gustar de su guardado amor. A traerle en justo pago el sueño soñado. El fuerte y nervudo, aunque pobre, Evaristo Quiñones. La acusaría con él si volvía a molestarla. Y sh-Tarín suspiró en su derrota. La que nunca mujer antes infligiera a su sabia insistencia tenaz.

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

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