Y nunca de su corazón (IX)

By on febrero 15, 2019

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ALGUIEN SUPLANTÓ SU JUSTICIA

Emiliano sintió que alguien le mecía. Y subió el pie. El pequeño Casiano tiraba con todas sus fuerzas de los hilos de la hamaca, para hacerla oscilar…

“Si se ahorcara al gobernador de esta tierra sería el fin de la miseria de los hombres mayas. Y se aligeraría la venida de los PAYMILES, para que todo tomara su camino recto.” (Del libro del Vaticinio de los Trece Kantunes del “Chilam Balam” de Chumayel)

Emiliano bajó el pie y se impulsó con una patada. La hamaca redobló su vaivén. De nuevo, el gemido de las sogas, tirantes, volvió a pastorear los pensamientos del hombre: “jichch, jichch, jichch…”

“¿Por qué tiene uno que trabajar para que otros se queden ricos? Y en lo único que puede uno trabajar desde que Dios echa su luz: cortar pencas de henequén, despeinarlas, hacer atados de a cincuenta hojas, y sacarlos, en su espalda de uno, “a canto de vía”. O para que uno los ponga fuera de la albarrada del plantel, a la orilla del camino y los recojan los del camión. Así un día detrás de otro. Todo para que le den a uno a la semana esa miseria, como limosna, que llaman “anticipo”. Para que le den a uno, cuando no se lo roban también, a fin de año, eso que llaman “dividendo”. El dinero de uno que ponen a que gane más dinero, mientras llega a sus manos de uno, que es su dueño y que lo ganó con su sudor, si es que da Dios que llegue a sus manos de uno. Todo es puro engaño, puro robo que nos hacen a nosotros. Y para eso tiene uno que trabajar. Para que nos roben los que están puestos desde arriba para robar. Para que nos roben también sus hijos de los antiguos amos, y los nuevos, que están apoyados desde arriba para robarnos”.

“¿Pues no el dueño de la hacienda de Chaltún se llevó esta semana otras cien mil hojas más de henequén? Y eso, sólo del Ejido de Chaltún. De “mi ejido”, como dice con su risa de burla ese sinvergüenza de don Eutimio. Cien mil hojas sólo del Ejido de Chaltún.”

Emiliano ya estaba haciendo cuentas en su cabeza. De memoria, ayudado con el gemido de las sogas de la hamaca, rechinante en sus amarras en los horcones de la choza.

“Mal, muy mal que sea, cada mil hojas dan treinta kilos de fibra. Así es en el Ejido de Chaltún. Treinta kilos por cada mil hojas, ¿mas si no? Aunque diga don Eutimio, que es el que las “raspa” en la máquina de su hacienda, que sólo veinte, que porque somos una partida de flojos los ejidatarios. Y otras cosas que dice de nosotros los del ejido, mientras que nos roba diez kilos de sosquil por cada mil hojas de henequén. ¿Por qué el henequén del hacendado tiene que dar treinta kilos y el de nosotros sólo veinte? ¡Atiós! ¿Pues no es del mismo rubro? Pero así lo dicen. Y hasta los del comisariado ejidal, que tiene la obligación de defendernos a nosotros, dicen que así es. Es como en otro tiempo en que uno tenía que decir: “Así será, señor; así debe ser; así es.” Hoy dicen que han cambiado las cosas por la Revolución, desde que don Lázaro dio la tierra con henequenales a nosotros. ¡Mentiras! ¡Puras mentiras! Sí y pues. Porque todo sigue igual y a veces peor. Porque engañaron a don Lázaro y nos engañaron a nosotros. Porque nos siguen engañando. Así lo creen, así lo piensan: que nos siguen engañando. Sí y pues…”

“Mil hojas: treinta kilos; diez mil hojas: trescientos kilos de sosquil. Más de una paca. Más de una paca y la mitad de otra, de a ciento ochenta kilos cada una. ¿Y cien mil hojas? Tres mil kilos de sosquil, a dos pesos el kilo, seis mil pesos, seis mil pesos que le roban a nuestro ejido esta semana por ese sinvergüenza de don Eutimio, dueño de la hacienda de Chaltún. Pero más sinvergüenza es Pris Canché, el Presidente del Comisariado Ejidal de Chaltún, que vende lo que no es de él. Que roba para mal vender lo que es de nosotros. Y ni siquiera la mitad de ese dinero le dan a Pris Canché por su movida. El hacendado le da cada sábado cualquier cosa.”

Emiliano bajó el pie, otra vez, para impulsarse. La patada hizo más amplio el vaivén de la hamaca y más ruidoso el rechinido de sus sogas en los horcones: “jichch, jichch, jichch…” Su isócrono gemido continuó pastoreando los pensamientos del ejidatario henequenero Emiliano Cajún.

“Cómo siempre –a la noche, hoy sábado– Prisciliano Canché irá a Chaltún por el dinero de su movida. Recibiría una migaja de todo lo sustraído esta semana del Ejido de Chaltún. Algo tenía que ganar el hacendado que en las madrugadas mandaba a su administrador en el “yip” a piratear las pencas del ejido. De los ejidos.

No quedaba nada que hacer. Estaba, como todos los demás, sus compañeros de ejido, maniatado; con punto en boca de peligros y amenazas. Firmemente maniatado, como parecía estarlo diciendo en el idioma vernáculo el maya, esa onomatopeya que hacían las sogas de la hamaca: “jichch, jichch, jichch…”

Ya una vez Emiliano había hablado. Dijo la verdad, la gritó indignado, acusador. ¿Para qué sirvió eso? Todo para que le negaran trabajo en su propio ejido. En aquello que le dijeron siempre que era suyo y de todos al mismo tiempo, los otros campesinos henequeneros. Suyo sin serlo y sin ser suyo estarlo siendo. De todos y de uno. De uno y de todos. No quedaba ya nada que hacer sino murmurar. Como hacían los demás: rumiar su rabia verde, biliosa de impotencia. O tirarse a la sombra de una albarrada, o de un árbol escuálido, antes que sudar trabajando para producir lo que manos extrañas y ajenas se robarían. “Y era que, como siempre lo dijo Severiano Aké –el pobre seguía en la cárcel quesque por eso que dicen disolución social–, esas cosas que parecen de socialismo no se llevan bien donde mandan los ricos. Mucha razón que tiene ese Severiano. Si lo está uno viendo que así es la verdad.”

“¿En qué asamblea hubiera podido decir otra vez la verdad? No las había. Hubo sí, elecciones recientes. Pero sólo asamblea para elegir. No para decir cosas que no estaban en la orden del día. Y menos la verdad. Las verdades. Pues eran muchas las que habría que decir. Sí y pues. Hubo asamblea de elecciones. ¿Para qué? Todo para que volviera a salir presidente del comisariado ejidal –ya iban tres veces que salía– el pícaro de Pris Canché. ¡Pues claro! Todo estaba arreglado desde endenantes. ¡Sí y pues! Porque sucedió otra vez lo que en el dicho aquel que dice la gente; eso de las llaves de la Iglesia… ¿En manos de quién? Igual que en el Ejido de Chaltún: en manos de Pris Canché.”

“El día de esas elecciones se emborracharon todos: los del comisariado, los delegados que vinieron de Mérida, –¡quesque a vigilar las elecciones; sí y pues! –y los del ayuntamiento de Pilchán. Esos que vinieron sus nombres en una lista, dentro de un sobre lacrado que mandó el gobierno desde México cuando las elecciones municipales que para que el pueblo vote por ellos. ¡Sí y pues! Sólo don Eutimio faltó en la borrachera. Pero mandó mucho aguardiente. Y mandó decir que para que se alegraran los trabajadores de su ejido. ¡Sí y pues! ¿Ante quién quejarse? ¿Adónde decir la verdad? ¿Ante quién decirla, gritarla, denunciar los latrocinios? La queja tendría que llegar muy alto. Muy arriba. Llegar hasta el señor… Pero era allá donde no la dejaban llegar los líderes, los políticos, los funcionarios ladrones, sus cómplices…”

Se le quedó la indignación yendo y viniendo con la hamaca, con él dentro y su impotencia. Se impulsó con una más enérgica patada: “jichch, jichch, jichch…”

“Cuando nos dieron nuestras tierras nos dijeron: ¡Todo es de ustedes! ¿Todo? ¡Todo! ¡Sí y pues! ¡Cómo no! ¡Todo! Y lo primero que nos quitaron fue la maquinaria para raspar nuestro henequén. Y siguieron diciendo a nosotros: Todo es de ustedes. ¿De quién? De ustedes. ¡Sí y pues! Porque la verdad es que es de otros. Y no sólo la tierra. Y no sólo lo que da la tierra. No sólo. El sudor y el trabajo de nosotros también”.

Los ejidatarios ya no creían. Ya ni siquiera querían trabajar. Eso parecía justo. ¿Qué otro medio quedaba para defenderse y protestar? ¿Quién hablaba ahora por ellos? ¿Dónde estaban sus líderes de antaño? Se habían transformado. Ya no eran iguales. El que menos era diputado al congreso local. O presidente de ayuntamiento, nombrado desde México por su buen comportamiento. El que más dormía el susto de verse muy arriba, en una curul, en la capital de la República.

Y luego les pedían entusiasmo, esfuerzo, disciplina, fe en el triunfo de la causa. ¿Cuál causa? ¿Entusiasmo para qué? ¿Disciplina para ver impasibles que sus hijos morían lentamente de hambre? ¿Fe en sus líderes de ahora, inamovibles, lisonjeros, buenos tan sólo para firmar manifiestos que adulaban a funcionarios rapaces?

“Eso, un manifiesto. Un remitido en El Diario. Pero… ¿Con qué va uno a pagar ese cachito de papel para decir lo que uno debe decir? Además… Está en que le hagan caso a uno. Se burlarían de uno. Lo tirarían a loco a uno. Y lo peor, lo mandarían apalear a uno, otra vez, como endenantes. Y a todos los que firmaran el remitido. Lo menos que harían sería borrarlo a uno de las listas ejidales. Como si uno nunca hubiera existido en este mundo, en el propio ejido de uno. Y hasta podrían decir, como ya lo habían hecho una vez: ¿el ejidatario Emiliano Cajún? Emiliano, Emiliano, Emiliano…Cajún, Cajún, Cajún… ¿Y dices que su apellido es Cajún? ¡No lo conocemos! ¡Ah, sí! Hubo uno que se llamaba así. Pero ese era jornalero en la hacienda Chaltún, de don Eutimio Solís. Nunca quiso ser ejidatario. No quiso entrar en la revolución. Dicen que se fue de bracero en los Estados Unidos.”

Y el rechinido de las sogas seguía haciendo burla de su tragedia. Y de la de todos. “Jichch” a cada ir y venir de la hamaca. “Jichch” ciego y gordiano, sin solución posible, apretado hasta la sangre, cuando el maya adjetivo se aplica a un nudo. Nudo que inmoviliza. Amarra que hace esclavo sin esperanza. Y mata la voluntad. Y lleva sin remedio a una resignación ominosa. Como aquélla en que vivieron sus difuntos abuelos y el finado de su padre, hasta que llegó la Revolución con Salvador Alvarado. Y después con Carrillo Puerto.

Muchas veces, niño, su padre se llevó consigo a Emiliano –y con otros muchos– a ver a don Felipe. A pedir justicia. Y la justicia llegaba como un trueno, con llamaradas de indignación en los ojos del líder. Sus ojos verdes, que se encendían en relámpagos contra la iniquidad.

–No nos hacen caso, señor.

–¿No? Entonces –fosforecían sus ojos de la ira– que les suelten una “vaca con cuernos”. Esa gente no entenderá nunca otro lenguaje. Y menos la queja de los pobres.

Y retornaban a sus lugares para reclamar. Para exigir. Y si no había justicia, la tomaban. “Una vaca con cuernos”, dicho en maya, ellos, los indios, lo entendían. Un animal que embiste y hiere con los huesos con su cabeza. Así habló la escopeta de retrocarga más de una vez. Como había que reclamar lo que era justo, entonces, cuando la Revolución.

Hoy ya no había “don Felipe”. Los líderes estaban gordos. Y sus ojos eran incoloros, agónicos, sin fuego, con tristeza de animal bovino. Tristeza de ellos mismos. O tristeza de nada. Quizá sólo tristeza de íntima vergüenza, oculta casi siempre tras el falaz enardecimiento del alcohol. Y si no, ahí estaba uno de ellos, Prisciliano Canché, ése que se entendía con el propietario de Chaltún, a quien malbarataba las pencas del ejido.

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

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