Y nunca de su corazón (II)

By on diciembre 27, 2018

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II

PIEDRA DE LUZ

Laureano Canul, el “ah-men” de Oxcantún, usaba tres “zastunes” para su magia. El grande para las cosas de importancia; el mediano, para los asuntos de poca monta; y el tercero, el más chico, para cuestiones de chismes y menudencias del oficio.

Eran tres canicas de agua. Transparentes –al menos traslúcidas– perfectas en su redondez, mas con una que otra burbuja en su masa de vidrio. La mayor estaba lascada: tenía dos o tres cicatrices que hacían cacariza su lisura de cristal corriente.

Los tres “zastunes” de su magia eran bolas de jugar a las canicas. Laureano Canul las usaba en sus prácticas de hechicería para invocar a las fuerzas ocultas y misteriosas que le asistían en su profesión de adivino, en su arte de taumaturgo maya, hacedor de sortilegios, destructor de maleficios y de filtros, anulador del “mal de ojo”; hechizos extraños y encantamientos los hacía también y propiciaba el “mal de ojo” a petición de sus clientes; pero casi todo lo que Laureano Canul hacía era bueno: reclamar la lluvia del cielo, “apaciguar la tierra” –hacer el “jedz lúum” – cuando el ganado moría a suerte de los cazadores de venado –“u cunal quej” – y otros menesteres benéficos de su oficio de “ah-men” descendiente de los antiguos brujos y hechiceros del Mayab.

Sus tres bolas de vidrio –la mayor del tamaño de un “caimito”; la más chica igual que una pepita de “uaya” – le dieron fama en los contornos de Oxcantún y hasta más allá de Bacné, Petencab y Bojonché, pueblos diseminados en la chaparra serranía yucateca.

Laureano Canul, como buen “ah-men”, sabía que sus predecesores y muchos de sus contemporáneos en el arte médica y adivinatoria, usaron y usan un “zastún” de cuarzo que en el pasado llegaron a la península desde tierras lejanas, traídos por los navegantes y mercaderes mayas en sus comercios con otros pueblos; sobre todo en sus viajes a los asientos aborígenes del golfo. Los “zastunes”, los auténticos, eran reliquias inapreciables. Como tales, pasaban de padres a hijos. “Zastún”, clara piedra, amanecida piedra, transparente piedra, piedra de luz, que la da o que la refleja. Piedra clara en la que amanece el día y pone cordura y tacto e inspiración en la cabeza del “ah-men”. Y le aclara el entendimiento para ver las cosas que hay que ver y saber, y hacer saber a los demás: a las que acuden a su arte para conocer las cosas que es preciso conocer, o que deben hacerse o no deben hacerse.

Serían sus canicas de cristal, de las que sirven para jugar, o sería su natural talento, o la sabiduría heredada de sus abuelos. Sería tal vez su perspicacia ladina, su experiencia de la vida, su saber acerca del hombre y de los hombres de esta tierra de sus mayores. ¡Quién sabe lo que sería! Pero Laureano Canul, como todos los “ah-menes” del Mayab y más que todos ellos juntos, tenía un poder extraño, un ojo certero, una visión diestra y repentina, conocedora de lo oculto; una solución sabia para todos los problemas, un poder taumatúrgico inverosímil, cuya fama rebasó Oxcantún, Bacné, Bojoché y Petencab y otros pueblos de la serranía y llegó hasta las grandes villas y ciudades de la península, las del norte, el oeste y el occidente.

Su “zastún” grande lo ayudó a desentrañar tremendos enredos, robos cuantiosos; hechicerías sin cuento. Lo robado, con el auxilio de su más grande “zastún”, volvió por sí solo, por los mismos vericuetos misteriosos por los que se había desaparecido, a poder de sus dueños. Los culpables repararon su culpa. Los hechizos extraños perdieron su poder y los enamorados volvieron a reír y a reencarnar en sus huesos consumidos de inedia por la veleidad o la indiferencia de sus dueños, de sus sueños de amor.

El más grande de sus “zastunes” hizo luz en el caso de la doliente Isabel Tun, de shBel Tun, que comenzó a tener ascos y a vomitar su bebida: café negro y aguado y tortillas duras doradas. Sh-Belita Tun, que aún no rompía un plato a sus catorce años, hasta entonces soltera, estaba con “pasmo”. Hacía dos meses que no tenía su “costumbre” y la gente lo supo y empezó a murmurar sin que sh-Belita supiera cómo, ni cuándo se había enterado la gente de que estaba “pasmada”. Empezó a murmurar y a decir cosas: que si era que se le había metido una “babosa”, de esas que llevan su caracol a cuestas y que a veces descansan de él y lo abandonan entre las yerbas y salen a dar su paseo sin la protección del carapacho, con su cuerpo tierno y húmedo y sus dos cuernecillos erectos, móviles, en arrogante elegancia que parecen buscar, buscar. Sus cuernecillos tiesos. Algo así se le había metido a la sh-Bel Tun, decía cierta gente que nunca falta. La gente es muy mala. Y busca de qué hablar.

Y otros que no y que no. Que no era eso. Que sería más bien la luna. Porque hubo eclipse. Y que si fuera chiquito lo que llevaba adentro –¡quien quita, se ven tantas cosas! – iba a nacer con una “chíiba luna”. Murmuraciones de los que esperaban ver nacerle a Isabel un niño con una mancha negra en la cara, –sí, en la cara; porque en otra parte la podría ocultar la mamá cuando lo fuese– mancha negra con vellos de tarántula. Todo por haber visto que mordiera a la luna durante el eclipse. Tal vez como castigo por no haber golpeado latas y gritado y hecho bulla para que no se comiera a la luna. ¡Todo tiene su castigo en este mundo!

Y otra gente más mala aún llegó a decir que fue en casa de don Eduardo Pereyra, donde estaba entre lugar, de “torteandera”, que le había sucedido la desgracia. Y que no eran los hijos de “ño Uado”, que casi siempre estaban en Mérida, que era el mismo viejo quien le había arremangado su hipil. ¡Cosas que dice la gente cuando no tiene de qué ocuparse!

Pero los chismes tenían que llegar a José Bautista Tun, el padre de sh-Bel. Y llegaron, como llegan estas cosas: por la vista de la realidad; por sh-Bel que ya no comía, que vomitaba su bebida del desayuno y comía sin gana, y arrojaba también, a veces, su bebida de por la noche. Era un martirio para sh-Belita que su madre la llamara, ya anocheciendo:

–Mujer, ven a beber –la llamaba para que tomara su chocolate con agua, o su pinole. Y sus tortillas tostadas. O una rebanada de pan de trigo –pan francés– antes de acostarse. –Ven, mujer. Aunque lo vomites lo tienes que tomar. Ven a beber tu bebida. Ven a poner algo en tu estómago. Más que sea un trago.

José Bautista quiso saber e interrogó a la muchacha:

–¿Qué tienes en tu persona? ¿Por qué lo vomitas todo? ¿Por qué ya no comes?

Sh-Belita callaba. Con la cabeza inclinada, se quedaba mirando el suelo y barría el polvo con su dedo gordo encorvado. –¿Por qué no regresas a trabajar con “ño Eduardo”? Mas si ya te echaron…

Sh-Bel Tun no respondía nada. se iba al rincón del patio a guardarse. José Bautista inquirió de la madre:

–¿Qué tiene esa mujer que ya no come?

–Es necesario de que sepas, Joseito, que ya va para dos meses que no ve su sangre, su sangre de mujer.

–Si tiene “pasmo”, hay que llevarla con Lau Canul que la cure.

Y la llevaron.

Laureano los hizo pasar a su choza, en el cabo del pueblo. Sh-Bel entró con temblores en todo su cuerpo. Su madre estaba también asustada. José Bautista Tun explicó a qué iban. El brujo se dio por enterado con un “ajá” y dijo que ya los estaba esperando, porque las fuerzas misteriosas del cielo le habían anunciado la visita. Enseguida sacó el mayor de sus “zastunes”. Lo puso en la mesa de los santos, con parsimonia y con estudiada actitud, prendió tres velas frente a una cruz de madera y comenzó a rezar en maya. Sin volverse a sus visitantes, ordenó:

–Tres salves –y siguió con sus rezos en maya, que eran rezos que nadie más que él entendía.

Nuevamente ordenó:

–Ahora el credo –y continuó en su salmodia ininteligible, no obstante que ahí todos sabían el idioma maya. Echó incienso en un plato con brasas y se elevó una olorosa columna de humo. Al cabo de un rato se santiguó y se volvió a la muchacha.

–Acércate, hija.

La muchacha anduvo la breve distancia y se quedó medrosamente inclinada

–Levanta tu cabeza, hija. Muy pronto vas a sanar de tu “pasmo”.

Laureano le midió con un mecate el contorno del cuello. Sacó dos partes de aquella medida y, a la primitiva, añadió una mitad. Con esa longitud de la cuerda hizo un lazo alrededor de la garganta de la muchacha; aplicó uno de los extremos, a manera de barboquejo, en el mentón de la niña y, poco a poco, por encima de la nuca y de la cabeza, salvando las trenzas escuálidas, fue sacando el dogal. Salió con trabajo. Con mucho trabajo. Pero salió cuando sh-Bel Tun “trincó” la quijada. El mago sonrió, reticente, y emitió un suspiro de alivio por el resultado de su maniobra.

–Sólo es su “pasmo” lo que tiene ella. Todavía está aprendiendo a reglar –declaró a los padres de la muchacha que, con ella, sonrieron también.

–Hay que hacerle un remedio. Siete noches hay que hacerle su remedio. Siete noches se va a agachar sobre una palangana con piedra quemada de la calera que todavía no es cal. Y, cuando se agache, mojan la piedra con agua fría. Tú, hija, aguantas el caliente que sale de la piedra cuando se moja y se enfría y parece que habla y se vuelve cal. Después te tomas un sancocho de esa medicina. Las mismas siete noches también, una jícara caliente te vas a tomar cada noche, endulzado con panela. Te subes en tu hamaca y te tapas con tu “ple”. Si hay un “chivo” de lana colorada para que te tapes, más mejor. Tienes que sudar las siete noches. Y rezas siete salves cada vez, cuando empieza tu sudor. Antes de los siete días vuelves a ver tu sangre de mujer, con dolor. Y el mal del hechizo como un pedazo de bofe.

Laureano explicaba, a la vez que iba reuniendo un manojo de hierbas que tomaba de distintos atados que se apilaban en el “chúyub”. Lo entregó a la muchacha y ésta a sus padres. Después de pagar con una gallina y la docena de huevos que dejaran al entrar, a la puerta, abandonaron la casa del hechicero.

La gente observó que, quince días después de la visita a Canul, sh-Bel Tun regresó a trabajar entre lugar, de “torteandera”, en casa de Don Eduardo Pereyra, “tatich” de Oxcantún.

Y se comenzó a contar en el pueblo –unos decían que “ño Uado”, otros que uno de sus hijos– había visitado días antes al “ah-men” para entregarle de antemano una paga cuantiosa por el trabajo que haría, necesario a la paz del hogar de doña Lorenza, la esposa de don Eduardo. Cien pesos se decía que habían sido. ¡Más!, afirmaban otros. Muchos no podían creer que llegaran a veinte siquiera: “Ño Eduardo” tenía fama de cicatero. Tal vez si fuera alguno de sus hijos sí, porque todos habían salido muy botarates.

Jesús Amaro Gamboa

Continuará la próxima semana…

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