Viajes a Yucatán – IV

By on abril 8, 2021

IV

PRIMER VIAJE A YUCATÁN

(1839)

Continuación…

«El aspecto de la hacienda da la idea de una casa de campo eminentemente hospitalaria y de veras que nos sorprendimos cuando se nos dijo que la mayor parte de la familia no la había visto. El único que la visitaba era el hijo que estaba encargado de ella, y sus visitas eran de muy pocos días, con sólo el objeto de ver cómo iban las cosas de la hacienda, y examinar las cuentas del mayordomo. La casa se compone de una sola hilera de piezas, una en el centro de ochenta pies de largo, una en cada extremo, de cuarenta pies; y un noble corredor que se extiende por toda ella. Todavía nos quedaba una hora del día que yo hubiera empleado a toda mi satisfacción; pero el criado nos urgía para ir a ver el cenote. Ni siquiera idea teníamos de lo que era un cenote. Muy fatigado, Mr. Catherwood se había acostado a descansar en una hamaca, pero no queriendo dejar de ver cosa alguna, en donde todo era extraño e inesperado, seguí al criado, atravesamos la azotea del aljibe que es de cal y canto tan duro como una piedra, pasamos en seguida por un estanque del propio material que tendría 150 pies cuadrados sobre 20 de profundidad, y en el cual se bañaban actualmente veinte o treinta indios; descendimos del estanque y a una distancia de cien varas llegamos a un gran boquerón practicado en el piso. Entramos y comenzamos a descender por una ancha escalinata de más de 50 escalones, y entonces se me presentó una escena de belleza tan extraordinaria, que mandé inmediatamente a decir a Mr. Catherwood viniese al momento, aunque al efecto fuese preciso traerle cargado en su hamaca. Era el cenote una caverna o gruta con techo de rocas variadas y salientes, suficientemente elevado para darle una apariencia de grandeza salvaje, impenetrable a los rayos del sol de mediodía. En el fondo se veía el agua, pura como el cristal, quieta y profunda, descansando sobre un lecho de piedra blanca calcárea. Era aquello la creación misma del romance; un lugar de baños para Diana y sus ninfas. Jamás los poetas griegos imaginaron una escena tan bella y sorprendente. Casi era una profanación turbar sus limpias aguas; pero en pocos minutos ya estábamos nadando en ellas con un sentimiento de regocijo infantil. Nos pesaba, sin embargo, que este fantástico capricho de la naturaleza estuviese en un sitio donde tan pocos pueden gozar de su belleza. En el parque de un lord inglés no tendría precio. El baño nos vigorizó, y ya había anochecido cuando volvimos a la hacienda en que nos esperaban las hamacas, y pronto quedamos sumergidos en un sueño profundo.

«Al amanecer el día siguiente, con nuevos indios y un guía a caballo, de la hacienda, continuamos nuestro viaje. El paisaje era el mismo; piedra calcárea, y montes bajos. No había la tierra suficiente para absorber el agua que permanecía encharcada en los huecos de las piedras. A las nueve llegamos a otra hacienda más pequeña; pero también de apariencia señorial, en donde vimos igualmente varias mujeres sacando agua de la noria. El mayordomo nos manifestó que tenía mucho honor en recibir nuestra visita y que deseaba servirnos: nos dio un almuerzo de leche, tortillas y miel, nos auxilió con otros indios y un nuevo guía. Montamos otra vez, y como no había árboles que diesen sombra, sufrimos mucho. A las doce y media pasamos algunos montones de ruinas a corta distancia del camino; pero el sol sofocaba tanto, que no pudimos hacer alto para examinarlas. A las dos de la tarde llegamos a Uxmal.

“Estaba muy lejos de pensar, cuando conocí a mi modesto amigo en el hotel español de Fulton Street, que había de viajar por más de cincuenta millas en tierras suyas llevado en hombros de sus indios, y almorzando, comiendo y durmiendo en sus magníficas haciendas, mientras que la ruta marcada para nuestra vuelta nos había de conducir a otras, una de las cuales era más grande, que las que hasta ahora habíamos visto. Desgraciadamente, cuando llegamos D. Simón se había ido a Mérida y no le habíamos encontrado en el camino.

«La hacienda Uxmal está construida de una piedra color gris oscuro, y su aspecto es rudo y tosco de manera, que a alguna distancia se la puede tomar por el antiguo castillo de algún barón. El señor su padre se la había dado a D. Simón hacia como un año, y éste se hallaba haciendo en ella grandes reparaciones y aumentos, quién sabe con qué objeto, pues su familia nunca la visita; y sólo él iba de cuando en cuando por algunos días. Los corrales están en frente de la casa, con bebederos cubiertos algunos de ellos de una vegetación verde. Se experimentaba una sensación desagradable de humedad. Uxmal tiene también su capilla en que se venera la imagen de nuestro Señor, que es muy reverenciada por los indios de las haciendas circunvecinas, y cuya fama había llegado hasta los criados de la casa en Mérida, pues fue el primer objeto que llamó la atención de nuestro guía. Toda la hacienda se puso a nuestra disposición; pero como nos sentíamos cansados por el sol y las fatigas del viaje nos acostamos en nuestras hamacas.

«La hacienda tenía dos mayordomos: era el uno cierto mestizo que entendía la lengua y los negocios; y en el otro encontramos a un conocido, que cuando salimos de Nueva York estaba de mozo en la fonda de Delmónico. Era un joven español que habiendo tomado parte, en unión de un amigo suyo, en cierta insurrección que tuvo mal éxito, casi al punto de ser descubiertos se embarcaron él y su amigo para Nueva York, sin blanca en el bolsillo. Sin saber el idioma y escasos de medios para poder ganar la vida, los recibió Delmónico en su establecimiento en calidad de mozos. Allí había ascendido el compañero a la clase de primer chocolatero; y él aún no había adelantado nada cuando le propuso D. Simón el venir a Uxmal. No sabía a dónde se dirigía ni qué clase de negocios iba a manejar, cuando se encontró en un lugar retirado, rodeado de indios cuyo idioma ignoraba, y sin tener más que al otro mayordomo, para poder cambiar unas palabras. Estos mayordomos forman en Yucatán una clase que es necesario vigilar. Semejantes al criado escocés en busca de acomodo, no se detienen en el salario y se contentan con lo que pueden negociar en la hacienda. Este es el carácter de la mayor parte de los mayordomos; y por tanto la posición del joven español, siendo blanco, inteligente y honrado, ofrecía ventajas en el país. Así es que D. Simón pensaba darle, luego que estuviese al tanto de los negocios, la superintendencia sobre los mayordomos de tres o cuatro haciendas; pero desgraciadamente carecía de energía, sentía la falta de sociedad; y en la soledad de su situación recordaba las escenas de placer que había tenido con sus amigos y compañeros, y en Uxmal ¡hablaba de óperas! Cuando estábamos comiendo nos trazó un cuadro tan sentimental de la fonda de Delmónico que simpatizamos cordialmente con él.

«A la tarde, luego que descansamos y nos refrescamos, nos dirigimos a pie a las ruinas. El camino se extendía por un noble bosque cortado por muchas veredas, y nuestro guía indio perdió el camino. Encontrándose indispuesto Mr. Catherwood, regresó a la hacienda. Tomamos otro camino, y saliendo repentinamente del bosque, quedé sorprendido al hallarme en un vasto campo desmontado cubierto de montones de ruinas de edificios sobre terrados, y estructuras grandes, piramidales en buen estado, ricamente adornados, sin un solo árbol que obstruyese la vista, y en efecto pintoresco, casi igual a las ruinas de Thebas que visitamos en otro tiempo; porque estando éstas situadas sobre el valle llano del Nilo, y extendiéndose por ambos lados del río, en ninguna parte se presentan de golpe a la vista. Tal fue la relación que a mi vuelta hice a Mr. Catherwood quien, acostado en su hamaca, indispuesto y malhumorado, creyó y me dijo que seguramente me chanceaba (romancing). Pero al otro día temprano estuvimos en el sitio, y su opinión fue que la realidad excedía a mi descripción.

«El lugar de que voy hablando fue en su tiempo, sin duda alguna, una grande, populosa y civilizada ciudad, sobre la cual nada encontrará el lector escrito en las páginas de la historia. Nadie puede decir quiénes la edificaron, por qué la situaron en lugar tan desprovisto de agua y de todas las ventajas naturales que han determinado la situación de las ciudades cuya historia conocemos; ni qué condujo a su abandono y destrucción. El único nombre con que se le conoce es el de la hacienda en cuyas tierras está situada. En el documento más antiguo perteneciente a la familia Peón, que tiene 140 años, se alude a estos edificios en los lindes de las tierras con el nombre de las casas de piedra. Este es el más antiguo documento o recuerdo existente en que se hace mención de este sitio (1), y no hay tradición alguna; excepto las supersticiones salvajes de los indios, con respecto a edificios particulares. Las ruinas estaban despejadas desde el año pasado y se habían cortado y quemado los árboles, quedando por tanto expuestas a la vista limitada por bosques y sementeras de maizales. Pasamos un día interesante y laborioso, y por la tarde volvimos a la hacienda para arreglar nuestros planes de una completa exploración. Pero Mr. Catherwood durante la noche, a causa de la inmensidad del trabajo, tuvo desgraciadamente un ataque de fiebre que le continuaba por la mañana con síntomas de una enfermedad seria.

«Era lunes, y muy temprano todos los indios de la hacienda, según la obligación que tienen con el amo, se presentaron a recibir órdenes del mayordomo para el trabajo del día. Permaneciendo en la casa, tuve la oportunidad de saber algo sobre la disciplina de la hacienda y el carácter de los indios.

«La hacienda Uxmal tiene diez leguas cuadradas: sólo una pequeña porción está sembrada; el resto se compone de tierras de pasto para el ganado. Los indios son de dos clases; vaqueros que reciben doce pesos al año y cinco almudes de maíz cada semana; y labradores que se llaman luneros, por la obligación que tienen de trabajar los lunes sin paga, a beneficio del amo, en compensación del agua que toman de la hacienda. Estos últimos constituyen la gran masa de indios, y además de la obligación de trabajar el lunes, cuando se casan y tienen familia, y por supuesto necesitan de más agua, están obligados a desmontar, sembrar y cosechar veinte mecates de maíz para el amo, teniendo cada mecate veinticuatro varas en cuadro. Cuando se toca la campana de la capilla, todos los indios deben ir al momento a la hacienda a hacer el trabajo que el amo o su delegado el mayordomo, les ordene, abonándoles al día un real y cierta cantidad de maíz del valor de tres centavos.

«La autoridad del amo o mayordomo es absoluta. Arregla las disputas que ocurren entre los indios y castiga los delitos, haciendo de juez y ejecutor. Si el mayordomo castiga injustamente a un indio, éste se queja al amo, y si éste no le hace justicia o le castiga sin razón, puede pedir su papel. No tienen obligación de permanecer en la hacienda, a menos que estén adeudados, lo que prácticamente les sujeta de pies y manos. Los indios son apáticos, anticipan sus ganancias y salarios; nunca tienen provisiones para dos días, ni llevan cuenta de nada. Un amo pícaro puede conservarlos siempre adeudados, y generalmente todos lo están. Si el indio es capaz de pagar su deuda, puede pedir su dimisión, pero si no, el amo está obligado a darle un papel escrito del tenor siguiente: «Cualquier señor que quiera recibir al indio llamado N. le puede tomar pagando lo que me debe». Si el amo rehúsa darle su papel, el indio puede quejarse a la justicia. Cuando lo ha obtenido, va de hacienda en hacienda hasta que encuentra un propietario que abone su deuda, hipotecándola sobre él hasta que la pague. Se ajusta la cuenta, y el amo da al indio un escrito en estos términos u otros semejantes. «Habiéndole ajustado la cuenta a mi antiguo criado N. que monta a veinte pesos, y habiéndome pagado dicha deuda, yo su amo actual le doy este recibo». Con este papel entra al servicio de un nuevo amo. Apenas hay probabilidad de que paguen aún la más pequeña deuda. Nunca trabajan con el mero objeto de pagar sus deudas: consideran todo lo que reciben a cuenta de su trabajo personal, como una ganancia y virtualmente permanecen en un estado de cautiverio toda su vida, desde el momento que reciben el primer peso, cautiverio variado solamente por un cambio ocasional de amos. Son en general humildes, amables y dóciles; no guardan rencor y cuando se les azota, todavía con el dolor de los latigazos se dirigen al mayordomo con las lágrimas en los ojos, y le dicen «Buenas tardes, señor» (2).

«Sin embargo, es preciso tratarlos con rigor y no familiarizarse con ellos: son muy indecisos y al mismo tiempo gente de arrojo; y un solo indio o mestizo malo puede arruinar toda una hacienda. Han heredado toda la indolencia de sus antepasados son muy adictos a sus antiguos usos y costumbres y no les gusta aprender nada nuevo. D. Simón ha procurado mejorar la agricultura, pero en vano porque no quieren trabajar sino a su antiguo modo. Dicho señor llevó de los Estados Unidos una mantequillera, común, con el objeto de hacer queso y mantequilla, pero como los indios no aprendían el modo de manejarla, se tuvo que abandonar, así es que miles de vacas andan por el monte sin ser ordeñadas. El amo no tiene obligación de mantener al indio cuando se halla enfermo, aunque por la utilidad que le produce su trabajo, está en su interés hacerlo, y hablando en general, como el objeto principal es aumentar siempre el número de sirvientes, conviene tratarlos de suerte que se adquiera entre los indios la reputación de buen amo.

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NOTAS:

1 Se equivocó Mr. Stephens. No habría dicho tal cosa si hubiese leído desde entonces la historia de Yucatán escrita por el padre Cogolludo, la relación del Br. Valencia, y el informe del Dr. Sánchez Aguilar. También habló de estos edificios el padre Las Casas.

2 Tal era el juicio, formado con alguna ligereza, de los que trataban con esos hombres.

John L. Stephens

Continuará la próxima semana….

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