Una bala, una vida

By on marzo 4, 2021

Vamos a dejar algo en claro desde ahora: Brian Miller no era racista. Profundizaremos en ellos más a fondo, pero quería dejar esto en claro de una vez para hacer a un lado los rumores y falsas explicaciones en torno a lo que sucedió. También porque siento que es demasiado fácil etiquetarlo todo como un “ataque racial” o cualquier otra mierda que se estén inventando. La verdad es que la situación es mucho más complicada que eso.

Brian A. Miller era dueño de uno de los más grandes negocios de importaciones de Texas y los siguientes cuatro condados. No era multimillonario, pero estaba en una situación bastante cómoda, siendo el jefe de su propia compañía de transportes. Él mismo la había fundado al rescatar los sobrantes del personal de varios negocios en bancarrota que ahora servían a un nuevo propósito.

El negocio prosperaba y había llegado al punto en que las sorpresivas inflaciones en el mercado o las irrupciones causadas por las emergencias del departamento de transporte ya se podían manejar sin tener que molestar a los chicos que estaban más arriba de la cadena de mando.

Basta decir que, en estos tiempos difíciles, mantener una dinámica que funcione y te acomode en tu trabajo es lo más cercano a un milagro en este reino terrenal. Esto le permitió a Brian financiarse el futuro y también darle las comodidades que merecía su esposa Amanda, desde una casa en las afueras, con ayuda en casa y hasta chofer.

El problema es que, como suele ocurrir en este tipo de negocios, Brian empezó a cruzarse con cierto tipo de personas que le propusieron un nuevo negocio en el que el ayudaba a llevar ciertas cargas de la frontera al otro lado. Brian no era estúpido, así que sabía que lo más sensato sería alejarse de este lado del negocio de transportes. Lamentablemente, cuando estás entre la pared y una nueve milímetros no tienes muchas opciones, menos si empieza a gustarte.

No voy a mentirte: la cantidad de dinero que Brian empezó a ganar era tan absurda que tener una pistola en la cara de repente para él fue un mal sueño. Brian no siendo estúpido, como dije antes, vio el potencial a largo plazo. Decidió proteger a su esposa, la persona que más amaba en el mundo, de todo criminal en el futuro, y qué mejor forma que poniendo a dichos criminales de su lado.

No sería sino mucho después que Brian cometió uno de los más grandes errores en el negocio del tráfico ilegal: Hablar de tus negocios frente a personas ajenas a estos. Lo supo después de hacer una llamada de emergencia a uno de sus distribuidores por el teléfono de casa –algo que debió haber hecho por su celular– y notar que la segunda línea de la casa estaba siendo usada por su chofer.

Al principio descartó la posibilidad de que hubiera escuchado, más que nada por su actitud (estaba aterrado ante la presencia de Brian), lo cual era bastante bueno porque indicaba que no diría nada a nadie.

Pero en este negocio no deja de crecer la paranoia dentro de uno, en especial en un juego donde cada detalle y contramedida debe tomarse en cuenta, cada palabra que se dice a las autoridades es importante, y cada cantidad de dinero que se da por el silencio de uno debe ser contado. Basta un error y cabezas ruedan o son perforadas por varios objetos punzo cortantes.

Brian decidió que no valía la pena tomar el riesgo: El chofer tenía que irse.

Para su mala suerte, esto ocurrió en un momento en que las autoridades lo vigilaban. Aún no había nada sólido en su contra, pero el testimonio de alguien sobre cierta llamada telefónica podía empeorar las cosas, aunque también lo sería el descubrimiento del cuerpo de un empleado muerto sin razón aparente.

Brian se sintió de nuevo como ese día: arrinconado a la pared a punta de pistola.

Un asociado suyo le habló acerca de El Sujeto. Aquí tendrán que disculparme pero no hay manera que me refiera al tipo más que por ese mote. Algunos lo llaman El Vendedor, El Surtidor, etc. El Sujeto es como se le llamaba en ese entonces, nunca revelando su verdadero nombre, nacionalidad o manera de hacer contacto con él.

Brian supo que El Sujeto se dedicaba a vender armas “especiales” a personas que estaban dispuestas a pagar el precio correcto. Estas armas eran peculiares, ya que no se trataban de armas de calidad que eran imposibles de rastrear, sino armas con propiedades que hacían su trabajo de manera no convencional, incluso imposible.

Brian recordó escuchar sobre alguien que le vendió un arma a un ladrón para hacer un robo y, cuando apuntó a uno de los oficiales, éste se inmolo; como estaba cerca de una gasolinera todos creyeron que el ladrón le había prendido fuego con gasolina.

Otra historia hablaba de un tipo que había recibido un arma de chispas que empezó a gritar aterrorizado, disparando al aire, diciendo que veía a un “demonio de color rojo” acercándose a él. Fue llevado a un manicomio pese a no tener un historial previo de problemas psicológicos.

Por supuesto, Brian no se creyó nada hasta que lo vio con sus propios ojos, una semana después de su encuentro con El Sujeto.

En un área remota probarían el arma. Su esposa fue llevada por el chofer – quien tampoco sospechaba nada– a su club de lectura, mientras él conducía hasta el punto de encuentro.

El Sujeto apareció. Brian no estaba impresionado: tan solo se trataba de un hombre pequeño de complexión ancha y una sonrisa con dientes desaliñados, barba mal cortada y anteojos. Aunque nunca dijo su nacionalidad era bastante obvia su herencia latina. El Sujeto le dio el arma –una Desert Eagle en un moderado buen estado– y Brian la revisó y desarmó. No había nada de extraordinario con el arma, al menos no que él detectara.

El Sujeto tomó entonces el arma y la apuntó a un extremo del área desierta en la que estaban. Brian siguió su mirada y detectó lo que parecía ser un perro callejero bastante sucio. El Sujeto le mostró unas balas y un pequeño recipiente redondo que contenía un líquido rojizo-oscuro. Le dijo que era sangre del perro. Acto seguido, sumergió las balas en la sangre, lavándolas.

Brian se sintió asqueado al ver esto, pero siguió prestando atención pese a todo. El Sujeto tomó una de las balas, la puso en el cargador y quitó el seguro. Brian observó, expectante, que El Sujeto apuntaba a la dirección opuesta, prácticamente dándole la espalda al perro. Apretó el gatillo.

El sonido de la pistola fue seguido del aullido de dolor que el perro soltó cuando la bala lo impactó. Brian apenas alcanzó a observar la mano del Sujeto sosteniendo la pistola y la del cuerpo del perro cayendo al suelo.

Al principio fue obvio que no había manera de que lo que sucedió fuera real. Cuando Brian tomó en cuenta dónde estaban, se preguntó si estaba equivocado, es decir, era obvio que alguien había disparado al perro desde otro lugar para hacer parecer que la bala había dado la vuelta hacia el perro. Mirando a su alrededor, se dio cuenta de que eso sería imposible: además de los dos carros y la mesa, no había lugar alguno en kilómetros a la redonda dónde esconderse. ¿Tal vez un francotirador escondido desde alguna de las rocas? Eso sería estúpido pero…

Pronto se dio cuenta que, cuanto más lo pensaba, más irracional sonaba que alguien se tomara la molestia de montar un espectáculo solo para él. El Sujeto le mostró que no estaba mintiendo al repetir el experimento con dos ratones que traía consigo. Lo que terminó de convencer a Brian fue que El Sujeto soltó un canario y lo vio caer luego de que la bala le reventara la cabeza, pese a que la pistola había estado apuntando al suelo del desierto.

Hubo una última prueba, Brian no habló mucho de ella, pero no es necesario adivinarla: era necesario saber si funcionaba con humanos.

Todo fue cuidadosamente planeado. Solo tenía una oportunidad. Iría a un área de tiro de práctica que estaba a las afueras del desierto y, mientras él “practicaba” sus tiros, a varios kilómetros de ahí se llevaría una celebración de alguna clase –no es que a Brian le importara– a la que Javier, su chofer, estaría invitado.

Sobre Javier no había mucho qué decir, honestamente: era uno de los pocos mexicanos que habían venido al país con el papeleo correcto, siempre haciendo lo posible por nunca causar problemas.

Brian investigó dónde le hacían su examen médico y con unos cuantos dólares logró obtener una muestra de su sangre.

Llegó a la zona de disparo por la mañana. Lejos de ahí, en la fiesta Javier participaba como invitado. Brian llevó a Amanda consigo, más que nada porque necesitaba a un testigo de que estaba ahí en ese momento. También sabía bien que debía haber algunos agentes federales viéndolo desde lejos –las sospechas llegaron al punto en el que se le empezó a considerar principal sospechoso–, así que actuó lo más natural posible.

Recordó con cuidado las únicas dos reglas que El Sujeto le había dicho: Número Uno – La bala viaja por kilómetros hasta dar en su blanco, independientemente del lugar en que se dispare y una vez jalado el gatillo no hay manera de detenerla; Número Dos – Debe asegurarse de que ningún familiar de la víctima esté cerca cuando dispare, ya que la bala buscará a aquel que tenga la misma sangre en que se le sumergió, así que si el sujeto está más lejos, la bala irá por quien esté más cerca con la misma sangre.

De ahí la conveniencia de la fiesta: No solo era perfecto para tener a varios testigos, además era el único momento en el que Javier estaría sin la compañía de familiar suyo alguno.

Esperó la señal. Uno de sus hombres en la fiesta seguía los pasos de Javier y envió una foto de Javier bebiendo con otras personas en el balcón al aire libre.

Brian practicó unos tiros con el arma usando balas comunes. Luego, mientras su esposa disparaba a sus blancos y aprovechando su concentración, sacó una de las balas previamente untadas en sangre que tenía en el bolsillo. Cargó y apuntó.

Con la sensación de la mirada de Amanda a su espalda, así como la de los agentes que sin duda lo estaba espiando, Brian tiró del gatillo.

Después del disparo, por un momento solo hubo silencio.

Al siguiente, un sonido seco seguido de un gemido ahogado.

Brian observó el cuerpo de su esposa tendido en el suelo, en medio de un charco de su propia sangre.

Todo lo demás ya lo sabes: el traslado al hospital, las complicaciones, la policía involucrándose, sospechas de asesinato en primer grado, y mucho, mucho más.

¿Acaso el arma falló?

No.

Lo había dicho El Sujeto: El arma siempre dará en su objetivo, y también dijo lo de la segunda regla.

Y es que lo que Brian no sabía era que desde hacía meses Javier llevaba a Amanda al club de lectura, aunque este ya había terminado hacía mucho; que su esposa había reservado en cada una de esas ocasiones un cuarto de hotel. No hace falta decir más.

Al final había más de Javier en la esposa de Brian de lo que los demás creían, siendo incluso algo que la misma Amanda no sabía. Después de la autopsia los médicos informaron a Brian.

El arma había hecho su trabajo.

Pese a que los cargos y sospechas en su contra fueron desechados, Brian no pudo sobrellevar lo que había pasado.

Antes de que finalizara el mes se quitó la vida con la misma arma que había usado. Nadie lo culpaba: no todos los días matas a la mujer que amas, para descubrir que ella no te correspondía.

Javier tampoco lo tomó bien: estaba realmente enamorado de la esposa y planeaba llevársela cuando supo de los negocios sucios de su jefe. Ahora no solo la había perdido, sino además a un hijo que nunca tuvo la oportunidad de conocer. No se mató, pero empezó a beber más, que en cierta manera es lo mismo.

¿Qué? ¿Esperas que te de una moraleja? ¿Realmente crees que la hay?

Pobre tonto.

No hay nada que aprender de esta situación, ni de otras similares.

Una moraleja implica que una lección se aprendió, pero eso nunca ocurre.

Otro cuento y relato ocurre, otra moraleja y otra más.

No importa cómo, la gente nunca aprende la lección, incluso cuando las cosas estallan en frente de sus caras…

…o en las de aquellos que aman.

HUGO PAT

yorickjoker@gmail.com

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