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Un poco de mar
Letras
XXX
Cada vez que converso con Antonio Saravia disfruto de sus interesantes temas. Hace tiempo, en una de esas charlas derivamos en el asunto de las fijaciones que custodia la memoria, llamadas forzosamente así porque reiteran precisa e involuntariamente un recuerdo, dejándonos la impresión de que jamás habrá algo mejor (o peor, según el caso) a la imagen que se guarda del momento evocado.
Antonio sostenía que, si se exteriorizaba una fijación (puso como ejemplo las posibilidades que tuvieron Federico Fellini y Luis Buñuel cuando utilizaron de manera elocuente el recurso cinematográfico), cualquier persona encontraría la forma de permitir aflorar este afianzamiento a lo pasado para evadir la remisión.
La semana pasada, cuando escribía sobre mi padre, por falta de espacio dejé de mencionar una resonancia que persiste, y persiste con exacta claridad, aunque hayan transcurrido cincuenta y cuatro años desde entonces.
Como antecedente, mencionaré que para las vacaciones de Semana Santa y las de verano, papá tomaba en renta la misma casa en el puerto de Progreso, a la orilla del mar. Para quienes desconocen esta sibarita costumbre de los yucatecos, habríamos de explicar que las casas situadas a unos cuantos metros de la playa, así como el malecón, el mercado, el muelle, la feria, cobran vida en primavera y verano con los meridanos, y durante otoño e invierno con los veteranos jubilados de Canadá y Estados Unidos, de tal modo que ese paraíso portuario tiene mucho movimiento y es distante de Mérida a unos quince o veinte minutos por autopista.
La casa, aunque de dimensiones medianas, tenía capacidad para albergar a padres, hijos, abuelo y nanas, y los fines de semana a nuestros cuatro adorados primos, los tres primos de nuestros primos y unas ahijadas de mamá. La hora de dormir se resolvía colgando hamacas por todos lados, delimitadas las secciones de niños y de niñas.
Durante los baños de mar, todos disputábamos la presencia de papá para que nos sostuviera las piernas, pues colocándonos de cabeza podíamos tocar el fondo para recoger caracolitos nacarados, conchitas en forma de manopla y de vez en cuando algunos erizos. Lo solicitábamos también para juzgar los chapuzones, los clavados, que finalmente calificaba de manera salomónica o para competir contra él en natación, actividad en la que papá siempre simulaba que perdía.
Justamente porque la presencia de mi padre era tan reñida, resulta más valorada la noche en que nos permitió “desvelarnos” a Alfredo y a mí para estar con él en la playa cuando los demás fueron a dormir. No sería demasiado tarde porque la placidez del momento hacía ver a nuestras espaldas la línea de fachadas oscurecidas e iluminadas dentro de las ventanas, como si fuera una sucesión de casas recreadas por Magritte en su Imperio de las luces.
A nuestra derecha, la estructura de un barco del astillero inmediato inclinaba hacia el norte su mástil, era una sombra esbozada a similitud de una cabeza en actitud de nostalgia. Del lado izquierdo, se advertían a lo lejos las luces extendidas del muelle y el parpadeo de los farolitos de algunas embarcaciones pesqueras. Frente a nosotros, el mar con su estrepitoso oleaje de repente se alejaba y de repente se acercaba, bañando nuestros pies.
Permanecimos mucho rato contemplando el fulgor de las estrellas. Abrazándonos a cada uno por su lado, papá nos mantenía junto a su pecho. El aire removía su olor –mezcla de tabaco y de lavanda–, afirmando su presencia real, eliminando la sospecha de estar viviendo un sueño. Nos tendimos boca arriba sobre la arena y con impetuosidad narrativa nos fue descubriendo la mitología de las constelaciones abrochadas en el firmamento. Alfredo Jalife (un niño libanés que nos hizo felices los siete años que estuvo con nosotros) ya conocía algunas de estas historias porque era lector sobresaliente, pero para mí fue un episodio de revelaciones. De pronto, el cielo pareció perder altura y las estrellas comenzaron a expresarse en un código de íntimos relieves. Ni la primera vez que leí algunos cuentos de Las mil y una noches, en una antigua edición con hojas de papel cebolla, orillas con polvo de oro y tapas teñidas en azul imperio, podría compararse con aquellos instantes de mar.
No quisiera equivocarme al definir memorable aquella noche, prefiero sustentar que fue un acontecimiento deslumbrante. Como esta será la tercera o cuarta ocasión que Saravia escuche mi relato, probablemente discurra que, al quedar asentado por escrito, dejará de ser una fijación. Así sea, pues cada visita a Progreso en mañana, tarde o noche, la belleza de su paisaje marino cautiva mis sentidos, aunque poco tiempo después el efecto se diluya… quizá porque con papá se fue todo lo que era deslumbrante.
Julio de 2010
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…
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