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Solidaridad Yucateca

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En una de las esquinas del parque de Itzimná, en Mérida, se ubica todos los días un puesto de cochinita pibil y lechón al horno, como muchos que existen en todo el estado (bueno, en éste el sabor del lechón no tiene comparación).

En el mismo parque hay personajes que todos los días están por ahí: dos personas de un puesto de jugos y frutas, una pareja que vende periódicos y revistas, el cuida coches, los policías, etc.
Es mi paso de todos los días y, ¡obviamente!, una parada obligada de vez en vez para disfrutar de unos ricos tacos de lechón.

El puesto es siempre atendido por una amable chica que levanta los pedidos y cobra, más uno o, a veces, dos jóvenes que elaboran los tacos y tortas, y atienden una especie de parrilla o plancha donde los calientan al término dorado.

En este día salimos decididos mi esposita y yo a desayunar ahí antes de ir a la oficina y, al llegar, sólo vi a la chica despachando. Me pidió de favor, con cara de angustia, que esperara un poco cuando le hice mi pedido. Me causó extrañeza ver en la caja del dinero a la señora que vende el periódico, cobrando, y a su pareja cortando las barras de francés. En la plancha estaba otro señor bien vestido, que obviamente no era gente que atendía el puesto normalmente.

Le pregunté a la chica que si había abierto el puesto ella sola. Me contestó que no, que el muchacho que la acompañaba había sufrido un accidente más temprano al prender la parrilla, y que se había quemado la cara. Desde luego, tuvo que ir al doctor de emergencia pero, si el puesto no se abría, no tendrían la entrada económica del día, por lo que ella decidió hacerlo sola.

Entonces entendí por qué la señora de los periódicos cobraba, por qué alguien más cortaba el pan francés, y por qué un desconocido atendía la parrilla: se habían SOLIDARIZADO con su compañera diaria del parque. No podía yo ser menos que ellos, así que tomé unos platos sucios de la mesa, los limpié, y los coloqué donde deberían estar. La chica sonrió agradecida.

En lo que me servían mis tacos y tortas, hubo un relevo: el puesto de periódicos no podía quedarse solo, así que el señor de los jugos vino a suplir a quien cortaba el francés mientras aquél regresaba por un momento a su negocio.

Terminamos mi esposa y yo el desayuno, pedí mi cuenta y limpié mis platos nuevamente. Era lo menos que podíamos hacer. A fin de cuentas, estas personas también son parte de mi andar diario, y también debía poner mi granito de arena.

 

Carlos M. Vivas Robertos

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