Sexo Virtual – XIX

By on noviembre 5, 2020

XIX

MIGRANTES MAYAS

“Cortaron nuestras ramas

talaron nuestros troncos

mataron a nuestros abuelos

pero no pudieron

arrancar nuestras raíces”

– Los Itzá del Petén, Guatemala.

“Los mayas fueron unos auténticos sabios. Su descubrimiento del cero antes que cualquier civilización antigua, su calendario civil perfecto, en comparación con el inexacto gregoriano, y su Cuenta Larga del Tiempo, donde descubren su naturaleza cíclica, y que luego de 5,126 años la vía láctea vuelve a alinearse como al principio de la Creación, los coloca a la altura de las sociedades antiguas más importantes de la humanidad,” dijo Noam Chomsky, intelectual norteamericano, ante un auditorio repleto.

“Aún más, de acuerdo con descubrimientos de últimas investigaciones transdisciplinarias, la cultura maya antigua fue, junto con otras cinco: cuatro en el continente asiático, Mesopotamia, China, Egipto e India, además de la cultura quechua, en Perú, una de las cinco cunas de la humanidad,” concluyó Chomsky.

Cuando el viejo Sam Bush escuchó lo dicho por el filósofo en la conferencia, quedó realmente impactado con los mayas, pueblo de sabios matemáticos y astrónomos. Entró al auditorio por no tener nada que hacer, y el comentario acerca de esta civilización le había cambiado la idea sobre las culturas antiguas.

Fue tal su asombro por esta cultura, que decidió pasar sus próximas vacaciones en México. Sin embargo, en ningún momento pensó en informarse sobre el tema porque sencillamente odiaba la lectura. Del periódico solo le interesaban los deportes: fútbol americano, béisbol, básquet (en ese orden), y las únicas revistas que compraba eran pornográficas o cómics.

Como era sábado, decidió ir a una agencia de viajes para buscar folletería acerca de esta antigua civilización que lo dejó asombrado. Le resultaban difíciles de creer las muestras de alto nivel de sus conocimientos científicos, comentados en la conferencia.

Algo resultaba notorio: era la primera vez que el viejo Sam tenía interés por una cultura distinta a la suya. Su acendrado chovinismo, racismo y conservadurismo le llevaban a considerar a su país, Estados Unidos, como el centro del universo, y a los norteamericanos anglosajones, como los más aptos para decidir el rumbo del mundo.

Camino a la agencia de viajes, se acordó de su última inquietud: cada domingo, cerca de la estación Mission del Metro, le llamaban la atención los singulares migrantes que, en un número cada vez mayor, veía en Mission District, en la parte vieja de San Francisco, California, comiendo en un puesto callejero: cocineros, lavaplatos, meseros, diferentes a él en estatura, color, idiosincrasia, e incluso idioma.

En los últimos años, el viejo Sam –a quien siempre le preocuparon las migraciones de las minorías étnicas de su país– empezó a ver con desconfianza a esos sujetos morenos de lengua extraña aumentando en número cada vez más, haciendo de Mission District el lugar escogido para su invasión en suelo norteamericano.

Su preocupación social se vio alimentada con los discursos encendidos contra los inmigrantes, sobre todo africanos y latinoamericanos, tanto en Europa como en América por parte de la ola neofascista liderada por los políticos Donald Trump, en Estados Unidos, Marie Le Pen, en Francia, o Bolsonaro, en Brasil.

“¡Bastards!” (¡Bastardos!) acostumbraba decir para sí en su idioma, despotricando contra latinos, orientales o africanos, a quienes veía como amenazas para la seguridad de su país.

Primero fue a la 14 y luego la 16, y después Capp y Mission Street, las calles donde fueron aumentando su sepia presencia los individuos toscos, morenos y de nariz aguileña, de extrañísimo idioma.

Cada vez que, por necesidad de su trabajo (laboraba en un restaurante de comida rápida de ese barrio), pasaba por el Metro Mission, veía moros con trinchetes cuando pasaba la vista sobre el grupo, cada vez mayor, de los inmigrantes bajos y morenos.

Aún recuerda aquel domingo cuando, a las puertas del Metro, se acercó al montón de gentes de ese barrio, arremolinados en torno al puesto callejero de comida. Le desagradó observar las bocas llenas de comida y la grasa amarillenta en las comisuras de los labios de varios de ellos. Sintió “náuseas” al verlos devorar torta tras torta del grasoso alimento: “Cochinita pibil”.

Tratando de olvidar su fobia racista contra aquellos despreciables migrantes, comenzó a imaginarse la maravillosa grandeza de los antiguos mayas, recordando el discurso escuchado momentos antes.

“Esa bajada de la serpiente Kukulkán debe ser una maravilla,” pensaba para sí, mientras contemplaba las viejas casas de madera, típicas de este antiguo barrio, hoy convertidas en tiendas, bancos y almacenes.

Cruzando la calle 16 con Mission Street, cerca de la estación del Metro, se sorprendió con los gritos y ademanes del, ahora sí, enorme contingente de la extraña minoría. Eran cerca de cien y estaban enfrentados en dos bandos; discutían en un idioma incomprensible; algunos blanden botellas vacías como armas, otros se ven, notoriamente, alcoholizados.

En ese momento, uno de los más jóvenes de uno de los bandos, se lanzó contra los otros, pero fue parado en seco violentamente por un sonoro descontón en pleno vuelo. Entonces comenzó la discusión entre los cabecillas de los dos grupos.

Entre los gritos y empujones, bastó un sonoro “¡Pelaná!” (insulto en maya) para iniciar la batalla campal entre el gentío ebrio, en la puerta del Metro Mission, en pleno centro de San Francisco, California; todos ellos parte de los cinco mil habitantes del Mayatown.

Al viejo Sam jamás se le pasó por la cabeza que aquellos raros sujetos, enfrentados violentamente entre vapores de alcohol e insultos en un idioma ininteligible, eran los representantes vivos de la cultura antigua que momentos antes le dejó deslumbrado: los antiguos mayas.

Edgar Ramírez Cimé

FIN.

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