IX
NARRACIÓN SEPTIMA
Entremos en el parque, escenario de mil hazañas, pista de grandes correteadas, y arena de muchos lances a trompada limpia. Cómo se disfrutaba echando maromas, o tendidos en el zacate húmedo, o brincando las limonarias que guarecían cada sección del jardín, o sentados en el pretil de la glorietita donde se yergue severo el obelisco blanco o pirámide trunca en memoria del León del Oriente, coronel don Sebastián Molas.
Las noches de retreta o serenata, regularmente los días jueves, eran de fiesta: escuchando los compases de la banda, matrimonios y gente seria recaminaban por el parque o se acomodaban en alguna de las bancas largas de fierro con travesaños de madera pintados de verde bandera –¡ah! con el águila republicana explayada, coronada por el gorro frigio, que encerrada en medallón oval remataba el centro del respaldo–, o en los confidentes de concreto, invitadores al descanso. Los jóvenes, en sus continuas vueltas, no dejaban escapar oportunidad de lanzar sus saetas románticas a determinada moza que, como la mayoría de las jovencitas, estaba engolosinada con la moda: peinado de polca y fleco, vestido a media pierna, talle bajo la cintura y collares largos, mangas cortas enseñando los brazos adornados de pulseras, colorete en las mejillas y boca pintada de corazoncito. ¡Costumbres turbulentas que horrorizaban a los conservadores… de rancia moral! Estos murmullos no evitaban que la fresca coquetería de bonitas visitantes enriqueciera el escaparate de gracia y formas femeninas de Santa Lucía. Otra calamidad desquicia a las beatas y los abuelos: la invasión de los ritmos explosivos del jazz y charlestón, que aturdían a los viejos y enloquecían a los jóvenes cuando emitían su música aquellas grandes bocinas metálicas de los fonógrafos o vitrolas de cuerda con la clásica figurita del perro escuchando “la voz de su amo”. A cambio, se cantaba con acompañamiento de guitarras “Peregrina” y “Las Golondrinas” de Ricardo Palmerín, con letra del poeta y director del Museo don Luis Rosado Vega. Y de pronto, ya en los treinta, la magia de la voz y la música de Guty Cárdenas extasiaban a Yucatán –y para siempre– con “El caminante del Mayab” y “Yucalpetén”, con letra del poeta y diplomático don Antonio Mediz Bolio.
Aquellos eran los años en que también se oían las canciones mexicanísimas de Tata Nacho, los tangos “invasores”; cuando Rosario Sansores Pren, en La Habana, escribía sus poemas impacientes o desafiantes de amor, y tarareaba y bailaba Siboney del maestro Ernesto Lecuona, como ella confesaba. Años de la aparición en cielos meridanos, en ruta forzosa (agosto 13 de 1928), del primer avión turístico comercial: el “Ciudad Tampico”, un monoplano tripulado por el piloto Robinson que desde Minatitlán, Veracruz, traía en su cabina a los esposos Fisher, para dar alcance al vapor “Habana” que zarpaba de Progreso con destino a New York. Después de varias evoluciones, al fin aterriza en costas progreseñas en el Espinazo del Diablo, y luego, en vuelo de recreo a Mérida, en los inolvidables terrenos beisboleros de “El Fénix”. Años en que se hace famoso por sus acrobacias aéreas Alonso Garibaldi y se presenta durante una de las tradicionales temporadas en Progreso el imponente avión-anfibio “Mayab” –lo más avanzado de su época–, propiedad del gobierno del Estado, que unos meses después se estrelló e incendió en Mérida en una zona próxima a la Penitenciaría, falleciendo luego por las quemaduras sufridas su piloto, el capitán aviador Alberto Llerenas.
Pero no abandonemos el parque, donde a diario, tajando las cinco de la tarde, en una de las bancas situadas frente al obelisco, se imponía la circunspección: señores respetables abrían su tertulia para cerrarla, si la clemencia del tiempo lo permitía, a las siete de la noche. ¿Quiénes eran aquellos caballeros? Don Nazario Campos, don Arsenio Campos, don Arturo Cicero, don Joaquín Espinoza, el doctor Pedro F. Rivas, el doctor Eusebio Reyes Acosta, don Francisco Sánchez Rejón, el señor Trava, don Ernesto Zavala Castillo “Pirrín” y algunos otros.
Refieren los enterados que sus charlas y chanzas no eran aptas para menores, pero de ninguna manera tampoco convenientes para ellos, por sus años y reputación de gente seria, pues en más de una reunión hicieron sonrojar al blanco obelisco.
Los portales plácidos complementan la estampa de Santa Lucía que se antoja dibujada, y señorea en el presente de su pretérito apacible y sus timbres tradicionales de barrio meridano (1). El conjunto del sobrio trazo arquitectónico, sumado a su pequeño parque, dieron tema al poeta don Alberto Bolio Ávila para recordarlo delicadamente:
“… lleno de gravedad, lleno de ensueño,
es un fantástico jardín pequeño
por vetustos portales circuído”.
Estos portales fueron anchuroso refugio en las horas más soleadas de las ráfagas de viento de agua, o al caer refrescantes aguaceros que, mientras escampaban, daban pretexto para cocinar nuevas y bien condimentadas charlas. También ofrecieron escondite ingenuo por traviesas persecuciones. Ahí nos conjurábamos Joaquín “Huacho” Espinosa, los “Roncos” Rosas, Roger y Manuel, Carlos Barrera, Hernán “el Pájaro” Rosas, Enrique “Quique” Erosa, Francisco y Delio Buenfil, Enrique Díaz y Díaz, Hübber Vega, Dámaso Rivas, José Ma. Cantillo, Jorge Vázquez Díaz, los robustos hermanos Andrés y Rafael Guillermo, Víctor Zavala Traconis, los dos hermanos Díaz Tenorio, y otros no menos llenos de imaginación para incomodar o divertirse de camaradas presentes o ausentes, y repasar jornadas jocosas o que motivaron sobresalto y sofocación.
A medio día se nos miraba trasudados y desaliñados como profetas del hipisto: pantalones largos o cortos con arrugamientos, la blusa enseñando botones desprendidos, mangas y cuellos raídos, a veces sólo en camiseta y hasta sin zapatos. Pero, llegada la tarde o la hora para ir a la escuela, la estampa era otra. Después de refrescante regaderazo, cada quien lucía sus mejores prendas: pantalones de dril o franela largos, o bombachos si eran a la “knickerboker”, y medias largas con rombos de colores; calzado brilloso y camisa de cuello abierto y mangas cortas, impecablemente planchada y crujiente de almidón. Porque en aquellos años el lavar y planchar en casa era todo un arte: después de enjabonar la ropa, se hervía un caldero o en un simple bote o galón de soldadura reforzada, con hojas de naranjo o limón; al segundo enjuague se le añadían las insustituibles pastillas de azul-añil, en una bolsita o muñequita, para darle mayor blancura; al planchar, unas prendas se almidonaban, pero si eran blancas o de color claro, discretamente se frotaba la plancha con una velita de sebo para hacerlas más brillantes y quedaran relucientes, como de fotografía.
Crucemos de regreso a la 60. El atrio nos espera. Muchas tardes fue nuestro centro preferido de recreo. Sembrado por frondosos y recios zapotes, subíamos, bajábamos por sus fuertes ramas a cortar el apetecible fruto y, anocheciendo, otra tentación era cumplida: calábamos los troncos hasta escurrirle lechosa resina. ¡Qué olor tan grato dejaba sentir en la mañana siguiente! De paso a la escuela la desprendíamos, convertida en “sicte” o chicle natural.
No pocas veces este lugar pacífico y silencioso lo trocamos en campo de Agramante. Se habían formado dos grupos: los romanos y los mexicanos. Estos, posesionados del parque y los portales; y nosotros los romanos, del atrio. Rotas las hostilidades, menudeaban bofetones, pedradas, espadazos: las varas de los árboles recién podados, machetazos: las vainas caídas o que descolgábamos de los flamboyanes o que descolgábamos. Pero a ningún guerrero, victorioso o por resistencia heroica, se le otorgaba medalla.
El capellán de Santa Lucía, monseñor Enrique Pérez Capetillo (2), más de una ocasión nos reconvino a las voces de “¡Chiquitos ociosos y malcriados, tienen metido al diablo!” Bueno, que poco faltaba para que con hisopo, o sin él, nos rociara agua bendita, y naturalmente, aprovechaba la oportunidad para reclamar nuestra asistencia a la doctrina de los sábados y a la misa de los domingos. Eso fue mientras no se habían suspendido los cultos, lo que ocurrió en agosto de 1926.
También nos gustaba espiar a los matrimonios que se efectuaban en Santa Lucía, altar elegido para enlaces rumbosos. Pero más atentos estábamos a los bautizos. ¡Claro! A la salida de la ceremonia que ungiendo de las sales crismales daba nombre al nuevo cristiano, había que estrechar al padrino para que repartiera los “quintos”. En la temporada decembrina, cuando empezaban las inveteradas “novenas”, ahora dicen posadas, en el patio interior de la iglesia el corpulento señor Guillermo y Guillermo, jefe de catequistas, organizaba piñatas y hacía repartir horchata después del rezo de los peregrinos. Nadie lo dude: toda la tropa menor del rumbo era asistente puntual.
Para estos eventos prenavideños, los portales se adornaban con farolitos chinos de velita y de múltiples formas y colores que algunas familias colgaban de las ventanas. ¡Ah, pero el ingenio de pillería no duerme ni entonces descansaba! Nos juntábamos tres o cuatro atrevidos, y en el menor descuido subíamos en la ventana y… ¡a correr con el farolito! Casi siempre nos sorprendían las voces de “rapazuelos mentecatos”, “chuyes (ladrones) de mierda”, “chicotazos son los que van a llevarse…”; les hacía la segunda la muy ronca de algún majadero que asustaba “Cabroncitos estos, les voy a dar de chingatazos” con retórica cervantina de abuela para abajo… Y, naturalmente, dos o tres noches nadie del grupo se atrevía a repetir la hazaña mas, una vez que los vecinos recobraban la confianza, de nuevo nos lanzábamos a la aventura y en algún rincón del parque montábamos nuestra improvisada iluminación.
De pronto alguien alertaba: ¡Corran! ¡Hay “picho” (pleito) a la vuelta! Lo había provocado Beto, el limpiabotas, por gritar “maricusa” (3) al paso de un joven que llevaba la cabeza descubierta, sin el acostumbrado sombrero, gorra o cachucha, prendas consideradas signo de prestancia varonil. El sinsombrerismo se desbordó triunfal en Mérida, desde los años treinta.
Tornemos al atrio. Contraesquina a la botica levantaron una ridícula construcción en forma de kiosquito para expender gasolina; al joven que estuvo a su cargo familiarmente le llamaban “Chel”. Por fortuna, pronto quedó retirado el adefesio. También un sitio de “fotingos”, como se le decía a la cubana a las máquinas o autos viejos y aparatosos, sentó sus reales en la acera frontera a la sacristía. Después de varios años, igualmente quedó desplazado… aunque se persiste en mantenerlo.
NOTAS:
(1) Barrio en el justo término de núcleo urbano que se refugia o asienta en un área próxima o lejana del centro de una ciudad. No antigua división municipal o eclesiástica en la demarcación político-administrativa que rigió a las tradicionalistas juntas parroquiales donde surgían los electores de parroquia y de partido para la elección indirecta de los primeros alcaldes constitucionales de Mérida en 1813: don Francisco Calero, de primer voto y don Bernabé Negroe, de segundo voto, y de los diputados yucatecos a Cortes Generales y Extraordinarias de España; González Lastir, Zavala, García Sosa y Ángel Alonso Pantiga, presbítero castrense de Campeche que por su filiación “persa” fue prebendado de diputado absolutista de Puebla, don Antonio Joaquín Pérez Martínez, obsequiado con la silla episcopal de su provincia por Fernando VII por desconocer en el año catorce la Constitución de 1812, siendo presidente de las Cortes. El obispo Pérez, además de firmar el Acta de Independencia, fue regente en el imperio de Iturbide. Pantiga llegó a ser deán de la propia catedral angelopolitana, donde quedó enterrado al fallecer, el 12 de febrero de 1859.
(2) Había retornado de La Habana en 1919, refugio de su destierro alvaradista del año 15. Se presume que el padre Pérez fue uno de los encargados de depositar el admirable escudo de armas de la ciudad de Izamal en la sacristía de Santa Lucía, preservándola de la euforia victoriosa de las fuerzas constitucionalistas del General Salvador Alvarado que ocuparon Mérida en 19 de marzo de 1915, e irreflexivamente hicieron perecer invaluables obras de arte religioso. Con el escudo izamaleño se imitó lo que don Lucas Alamán hizo con el famoso “caballito”, la estatua ecuestre de Carlos IV cuando, siendo Secretario interno de Estado y del Despacho de Relaciones Interiores y Exteriores, en agosto de 1823, dispuso su traslado del zócalo al patio principal de la entonces Universidad de México, en las Calles de San Ildefonso, ahora Preparatoria No. 1, para frustrar todo intento de un daño irreparable a esta obra maestra de Tolsá por las enardecidas facciones políticas que ahora estuviéramos lamentando.
(3) Este remoquete se hizo popular después que el semanario festivo “La Caricatura”, eligió por concurso el ridículo mote para todo aquel que no usara gorra o sombrero. Fácil es suponer que la campaña estuvo manejada por las sombrererías que miraban languidecer sus prósperos almacenes.
Delio Moreno Bolio
Continuará la próxima semana…