Sabancuy de Mis Sueños

By on abril 27, 2017

Compilacion_2

Sabancuy de Mis Sueños

AUTOR:

PROFRA. MARÍA DALILA CASANOVA FERRÁEZ

LUGAR:

MUNA, YUCATÁN

Caminar, caminar, caminar… Era lo único que podía hacer. Las hojas secas se hundían bajo mis pies y el ruido que producían era agradable al oído… Crash, crash, crash… sonaban a cada paso.

No sé cuánto tiempo había estado caminando, si un día, una semana, meses tal vez… No tenía noción del tiempo.

Algo había pasado, pero los recuerdos huían de mí al igual que mis lágrimas. Estaba tan seca como mis labios agrietados por el sol; mi piel blanca ahora estaba llena de ronchas rojas. Empecé a sentir dolor en los brazos y en la frente; sentí que el astro rey quería tragarme.

Busqué inútilmente la sombra de los numerosos árboles enfilados cuyos troncos retorcidos me fueron acercando a mis sentimientos que llegaron como remolino a mi ser. ¿Por qué los árboles tiran sus hojas? No se dan cuenta que al caer sus destinos no son halagadores: unas son pisadas y deshechas, otras son arrastradas por el viento; pero al final desaparecen. ¿Adónde irán?

Quise sentarme en la piedra que estaba debajo del tronco retorcido de lo que debió ser un frondoso árbol; pronto me arrepentí, pues parecía una brasa a punto de convertirse en carbón.

Seguí caminando a paso lento.

Me fijé en lo mal que me veía: mi pantalón de mezclilla estaba sucio, mi blusa rosada desgastada y mis sandalias negras, más negras por la tierra, ni qué decir de mis cabellos que, retorcidos, parecían alambres de mil formas.

Crash, crash, crash, era el único sonido agradable que retumbaba en mis oídos; de pronto, un nuevo ruido, blum, blum, blum, Blum. Era el bombeo acelerado de mi corazón.

Instintivamente llevé mi mano hacia él. Empecé a sentir un dolor punzocortante. Lo apreté más fuerte, tan fuerte como pude, sentí que era la mejor forma de protegerlo. ¡Qué bendición! ¡Tenía corazón! Aunque el pobrecito quería abandonarme, algo me decía que no debía permitirlo.

Continué caminando y mi mente empezó a funcionar. ¿Quién soy? ¿Adónde voy? Y mi corazón más fuerte me gritaba blum, blum, blum… ¡Te necesito! No me abandones, aún me tienes. ¡Cuídame!

Como una bendición del cielo, mis lágrimas corrieron por mi rostro, aliviando un poco el intenso calor. Aunque me hería el roce del líquido con la piel quemada, agradecía la sensación tranquilizadora y la fuerza que me invadía para seguir adelante.

Caminé, caminé, caminé. Estaba sola ¿Qué sucedió en el pasado? ¿A dónde voy? Enterré mis eternas preguntas, que eran miles; me aferré a mi corazón herido. Comprendí que este es mi presente y que tendría que luchar una nueva vida.

Mis pies me arrastraban cada vez más lejos. Sabía que estaba muy lejos, pero… ¿de dónde? Por más que hice para recordar, no hallé respuestas, sólo seguía el rumbo al que mis desgastados pies me llevaban.

Por fin, visualicé un letrero: “SABANCUY 1.”

Nunca en mi vida había visto ese lugar. Decidí seguir el camino.

Ahora todo parecía diferente. Las casas que se veían a lo lejos tenían formas diversas, unas muy bonitas, otras viejas, pero la mayoría eran de madera. Apresuré el paso. Algo me decía que estaba cerca.

Ya no había hojas, el nuevo camino era gris en partes, y un color blanco con ciertos destellos de luz, que más tarde supe que era producto de las salineras y la vegetación distorsionada, casi escasa.

Deduje que me estaba acercando al mar: el doble aroma que emana el puerto era tan real; primero el penetrante olor a sargazo y pescado, luego poco a poco la brisa del titán me invadió, llenando todos mis sentidos.

Ya casi llegaba a Sabancuy. Pueblo, puerto o ciudad, no lo sabía, pero algo debía existir ahí para mí, pues una fuerza extraña me arrastraba.

Ahora caminaba como zombi. Las perlas que surcaban por mi cara también me habían abandonado.

Me percaté que ya estaba cerca de una casita; en el umbral de la puerta, una mujer sentada. Por su aspecto, se notaba que la vida no le era favorable; morena, de cabello canoso, sus arrugadas manos insertaban piedritas en un hilo blanco; junto a ella, una mesita llena de bisuterías, pulsos, anillos, cruces, todas hechas de chaquiras en diversos colores. Resaltaba entre todas las baratijas una cruz con un Cristo negro. Me acerqué y quise comprarla. Revisé mis bolsillos varias veces, solo para darme cuenta que no traía ni un peso. El cadavérico rostro me miraba con ojos suplicantes; sentí mucha pena, me hablaba, algo debía decirme; pero su voz no se escuchaba. Yo quería aquella cruz, traté de alcanzarla para admirar de cerca al gran señor; empero, otra persona se me había adelantado. No protesté, porque sabía que no podía comprarla; mas, de repente… el individuo empezó a destruirla, las piedritas rodaron junto a mí… yo miraba absorta la escena sin poder hacer nada. Él fue desbaratando todas las artesanías, una a una; luego, de un jalón, alzó a la mujer, que gritaba o eso parecía, y luego la metió a la choza, cerrando la puerta.

En ese momento, el sol me cegó nuevamente y la escena desapareció. Mis manos nuevamente apretaron mi corazón que, siempre latente, dolía cada vez más. Los fosforescentes rayos dieron paso a una dama vestida de blanco, quien se acercó lentamente hacia mí. Pude apreciar entonces la palidez de su rostro. Poseía una mirada serena y profunda, tan profunda como el fondo del mar. Suavemente retiró mis manos de mi corazón.

–Sin duda llevas varios días caminando– me dijo, sin apartar su mirada penetrante de la mía.

–Sí– contesté como autómata, sintiendo un gran alivio al contacto de un bálsamo que ella me untaba con pequeños giros en mi pecho.

–Aún te falta mucho por andar, y debes continuar el camino que has iniciado.

–Estoy cansada– repetí una vez más.

–Si miras todo lo que has andado, te darás cuenta de las piedras que has quitado del camino, las que has brincado y las que te han servido para descansar. Una más, ¿qué más da? ¡Fíjate bien en tu diario vivir! No te desesperes, no todas las rocas se pueden romper; aquellas grandes, altas y fuertes… eso serán toda la vida: “Rocas”. Ahí permanecerán hasta el fin de la eternidad. Rodéalas. Hay que continuar.

No supe qué decir. En ese momento, el dolor del órgano vital había desaparecido por completo.

Me sentí alegre de tener a esta persona junto a mí. Ya tenía fuerzas para continuar, sólo que ahora ella me iba guiando a un nuevo mundo; todo era tan hermoso que lo cotidiano se tornaba en fiesta para mis ojos. Vi una placita con un kiosco en medio en el que los niños corrían descalzos y sus carcajadas llenaban el ambiente; había ancianos sentados en los confidentes; por ahí andaban los venteros pregonando sus cacahuates, panes, merengues y toda clase de golosinas; las mujeres, unas embarazadas, con rostros soñadores, quizá pensando en arrullar en un futuro no lejano a la criatura esperada. En la parte frontal, una pintoresca iglesia y, junto a ella, un modesto hotel cuyos amables anfitriones daban la bienvenida al viajero. Ahora subimos a un puente que parecía interminable. Miré al cielo y una bandada de pájaros volaba formando una v; el que iba adelante parecía cansado, pues disminuía su velocidad y poco a poco se quitaba para que otro rápidamente tomara su lugar y aquel se acomodara en la parte final del grupo; pero esto empezó a repetirse una y otra vez.

Una brisa rozó mi cuerpo.

Fue cuando me percaté que la mujer de blanco había desaparecido. Mis pies se hundían en la arena: ya estaba junto al mar. Los lugareños invitaban a subirse en los barcos o en las bananas. Decidí subirme a una de ellas. Pronto me vi viajando casi sobre las inmensas olas; tanto en la parte de adelante, como en la de atrás, había personas que gritaban por la adrenalina causada por el golpeteo del titán sobre nuestros rostros, y que nos cegaban por momentos. En una de esas, descubrí entre los pasajeros a mis hijos. Fue tal mi sorpresa que grité de emoción.

En ese momento, la banana se volcó y todos caímos en forma grotesca. Yo no sabía nadar. Cerré los ojos implorando al Todopoderoso por mis hijos. No tuve miedo: una paz interior me invadía. Flotaba y flotaba con los ojos cerrados. El abrazo del multicolor azul era la experiencia más excitante de mi vida.

Así me hubiera quedado por toda una eternidad si no hubiera sido por la voz de la mujer de blanco que me extendió su mano y me dijo:

–Vamos, ¡levántate! Es hora de decidir, solo hay 2 caminos y el viaje continúa.

Por una extraña razón, sentí un escalofrío: el agua se había congelado misteriosamente. Mis párpados se negaban a abrirse. Cuando lo logré, un grito de terror fue ahogado por el líquido salado que tragué. Aquel rostro hermoso se había transformado en el de la parca, cuya huesuda mano se estiraba para llevarme.

–¡No!, ¡no! – le dije –. Tú mencionaste la palabra decidir; yo decido quedarme aquí, en este lugar, con mi gente y con todo lo que conlleva el diario vivir–.

Ella me miró con esos agujeros negros y profundos como dos túneles, larguísimos sin fin.

Nuevamente perdí las fuerzas. Sentí que giraba aprisa, y que me hundía en el color negro, que poco a poco se fue convirtiendo en azul, y la tranquilidad de mi espíritu regresó a mí.

–Sólo deme la mano y suba los pies a la banana. Estamos cerca de la orilla– escuché decir al lanchero.

Me reía como nunca lo había hecho.

Ese día almorcé como Dios manda: un sabroso filete de pescado a la plancha, unas verduras al vapor y, por supuesto, rodeada de mis dos angelitos.

CompilaciónVIII_1

Continuará la próxima semana…

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