Popol Vuh (XII)

By on julio 26, 2018

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XII

LOS MAGOS

Aquí se habla del misterio de la vida y de la muerte de los hermanos Ahpú. Se refieren también las aventuras de Hunahpú e Ixbalanqué en tierra propia, y las tribulaciones que sufrieron en Xibalbá, sitio de desolación y de ruina.

En un tiempo que no es posible precisar, vivieron en la tierra quiché los señores Ahpú que se mencionan; según la versión de los ancianos, dichos señores eran hijos de Ixpiyacoc y de Ixmucané. El padre Ixpiyacoc murió cuando eran niños los Ahpú. Uno de los Ahpú tuvo por mujer a Ixbaquiyaló, de quien nacieron Hunbatz y Hunchouén. Ixbaquiyaló también murió pronto.

Los Ahpú estaban dotados de sabiduría. Entre las artes que poseían se destacaban las referentes a la magia y al hechizo. No eran egoístas, sino pródigos. Con agrado ofrendaban su ciencia a los que había menester de ayuda o de auxilio. Eran, además, cantores, oradores, joyeros, escritores, cinceladores, talladores y profetas. El porvenir lo veían en las estrellas, en la arena y en las manos. Conocían también el camino de las nubes. No había para ellos oficio extraño; los entendían y dominaban todos. Los ejercían con gracia y con destreza. Estaban satisfechos de sus diversas profesiones. Para divertirse, se engalanaban con primor y jugaban a la pelota en las plazas adecuadas para este ejercicio. En este juego eran diestros, tanto que sufrían la envidia de los demás. Con entusiasmo hacían alarde de esta habilidad cuando sólo se trataba de retozo y de diversión.

Por este tiempo que se dice y que nadie fija vivían en Xibalbá seres malévolos. Unos se llamaban Xiquiripat y Cuchumaquic, cuyo espíritu era contrario al de los Ahpú. Xiquiripat y Cuchumaquic, entre las torpezas que a diario cometían, estaban las que ahora se refieren: Se ocupaban de enfermar la sangre de los pobladores de aquellos sitios y contornos; lo hacían con saña y valiéndose de medios ocultos.

Otros eran Ahalpú y Ahalganá. Estos seres vivían sojuzgados por el instinto de la destrucción. Como cosa natural, se ocupaban de provocar las hinchazones que sufrían los miembros de las gentes. Llagaban los pies y las piernas de los caminantes. A los madrugadores les ponían amarilla la cara, les doblaban la espina y, tullidos, los sacaban al monte y los dejaban en cualquier barranco. Si las gentes se enfermaban de otros males, se acercaban a ellas, las tomaban de los pies y las arrastraban hasta los solares abandonados, donde morían sin ser vistos por nadie.

Chimiabac y Chimiaholom también tenían mala entraña. Eran maceros. Se dedicaban a quebrar los huesos de las gentes. Hacían sus hazañas con garrotes nudosos que blandían con furia, cimbrándolos en el aire. Dejaban enteros los huesos de la cabeza, para que las víctimas sufrieran más y durante más tiempo. Después que éstas yacían magulladas, tomaban sus cuerpos y los llevaban hacia lugares ocultos en los cuales no era dable que recibieran ninguna ayuda.

De la misma ralea fueron Ahalmez y Ahaltoyob, los cuales tenían fuerza para provocar desgracias y ruinas entre las gentes del hogar. Hacían más: violentaban el fin de los ahorcados picándoles en los hombros y vaciándoles los ojos. Amorataban e hinchaban a los que se ahogaban con hipo. De manera cruel hacían esto. Por la noche tomaban a la víctima y la conducían hasta los sitios que ellos sabían eran convenientes para su muerte. Allá los dejaban desnudos y boca arriba, la vista al cielo. Las aves carniceras les rajaban las entrañas y las esparcían sobre la tierra.

De peor calaña eran Xic y Patán, los cuales se ocupaban de acorralar a los que morían en los caminos y en las veredas de los montes; a los que, de manera violenta, dejaban de existir. A todos les apretaban la garganta y se hincaban sobre sus pechos para hundir sus costillas en sus pulmones.

Por el tiempo en que estos seres existían y cumplían con sus destinos, el gavilán, mensajero de Hurakán, conoció cuán diestros y cuán distintos era los Ahpú. Bajó entonces de las nubes en círculos que se fueron haciendo más estrechos; descansó en la rama de un roble y luego, de un salto, se puso delante de ellos, en el momento en que empezaban a jugar a la pelota. El gavilán se sintió feliz viéndolos tan hábiles y tan animosos. No medían sus gritos de entusiasmo ni se cuidaban de la algazara que hacían. Palmoteaban como donceles enamorados. Concluían un juego y empezaban otro, cada vez más enardecidos.

Pero, al caer la tarde, su bullicio fue oído por los señores de Xibalbá. Estos, orgullosos como eran, engreídos en su poder, se sintieron agraviados por aquella falta de recato y de moderación.

Llenos de ira, quisieron saber quiénes perturbaban de modo tan insolente la paz en que vivían. Presos de malestar se reunieron y con envidia dijeron: –¿Quiénes son los que juegan cerca de nuestra ciudad? ¿Cómo se atreven a hacer tanto ruido con sus voces y con los golpes de sus pelotas y de sus palas? No sabíamos que por estos contornos hubiera gentes tan audaces. Salgan pronto a buscarlas. Vivas o muertas, tráiganlas, que queremos conocerles la cara. Si vienen vivas, jugaremos con ellas el juego ritual, y si pierden podremos castigarlas como merecen sin que nadie nos crea injustos. Salgan, pues, a buscarlas nuestros más diestros mensajeros, los cuales dirán la razón de nuestro deseo.

Los señores de Xibalbá estuvieron conformes con el parecer de su amo, y enviaron cuatro mensajeros para que dieran a los jugadores el recado que se dice. Los mensajeros –que eran Búhos– tenían distinta cara y contrario modo de ser. Hablaban con diversa voz. Uno gritaba; otro reía; otro rugía; otro silbaba.

Sin esperar nueva orden, cumplieron con su mandado; se posaron sobre la casa de los Ahpú, la cual estaba junto a un barrio que tenía fama por la riqueza y la abundancia de los peces y por el viento plácido y empapado de aromas que soplaba siempre. El ambiente de sus callejuelas y de sus patios estaba saturado de esencias y de música. Las aves y los pájaros volaban sobe los techos de las casas y se paraban sin miedo en las bardas de las huertas. Nadie les hacía daño. Allí esparcían el arrullo de sus cantos. Bajaban a los prados y comían migajas de maíz, bebían agua en las acequias y se adormecían en las bardas inflando el buche satisfecho.

Los mensajeros dejaron el tejado y avanzaron hasta donde estaban los Ahpú. Cuando estuvieron cerca de ellos, les comunicaron el recado que traían.

Uno de los Ahpú, interrumpiendo el juego, contestó:

–¿Es verdadero el recado que nos traéis?

–Ya lo habéis oído. Lo que decimos es verdad. Somos mandados y no traemos palabras de engaño.

–Antes de cumplir con vuestra orden, debéis esperar, porque necesitamos despedirnos de nuestra madre.

–Podéis hacer todo lo que está en vuestra conciencia. Nosotros esperaremos aquí.

Entonces los Ahpú salieron de la Plaza de Juego y se dirigieron a su casa. En ella vieron a Ixmucané y le dijeron:

–Muerto nuestro padre Ixpiyacoc, sólo tú existes, bien lo sabes. Tu poder es el resguardo de nuestra autoridad. No tenemos otro apoyo. A ti, pues, te decimos lo que a él, si viviera, fuera debido decir. Has de saber, entonces, que los mensajeros de Xibalbá han venido por nosotros. Nos traen recado de los señores de allí. Debemos acudir al lugar que no dicen, porque no nos es posible excusar esta orden. Sabemos lo que esto significa. Dinos tu palabra sobre este particular.

Al oír estas noticias la madre se puso triste y contestó:

–Está bien. Si es preciso cumplir con la orden de los señores de Xibalbá, cumplid con ella. Dejad entonces vuestros ornamentos de esplendor y los útiles de juego. Aquí los guardaré en secreto, que nadie conocerá sino yo, porque nadie los debe tocar nunca más sin vuestra licencia.

Ellos contestaron:

–Si eso quieres que hagamos, eso haremos.

–Eso quiero que hagáis, porque esto es lo debido –contestó la madre sin levantar los ojos del suelo.

Así lo hicieron. Depositaron sus instrumentos en un huevo que había en el tapanco de la casa, debajo del techo pajizo, sobre una viga que tocaba las dos paredes. Luego dijeron a la madre:

–Aquí dejamos nuestros ornamentos y nuestros útiles. Cuando regresemos de la visita que vamos a hacer, los tomaremos de nuevo.

–Mientras dure vuestra ausencia, allí estarán. Intactos los encontraréis –añadió la madre.

Luego les puso una mano sobre el hombro y les dijo:

–Hijos, dondequiera que estéis, no abandonéis los oficios que os enseñó Ixpiyacoc, porque son oficios que vienen de la tradición de vuestros abuelos. Si los olvidáis, será como si hiciérais traición a vuestra estirpe. No dejéis de escribir, ni de cincelar, ni de cantar, ni de orar. Estas son las ocupaciones que os corresponden y no otras. No os apartéis de estos oficios; recordad que yo vivo y que vuestro padre os contempla.

–Así lo haremos –contestaron los Ahpú.

Como al tiempo de partir vieron que Ixmucané lloraba, le dijeron:

–No llores, no estés triste, que aún no morimos. A tu lado quedan nuestros hijos, que son tus nietos. Ellos sabrán entretanto honrar tu ancianidad.

La madre no contestó a estas palabras.

Partieron entonces los Ahpú, caminaron por senderos ocultos y entraron en el misterio de Xibalbá.

Los señores los hicieron prisioneros.

Ermilo Abreu Gómez

Continuará la próxima semana…

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