Poder Materno y Rock

By on diciembre 14, 2016

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Poder Materno y Rock

La presente historia, tomada de la vida real, demuestra que cuando se combinan el amor materno con el rock se pueden causar efectos devastadores.

Mi madre era católica práctica, es decir, mientras otros se dan golpes de pecho y donan limosnas en misa cada domingo para tratar de expiar sus culpas, ella decidió afiliarse a la ‘infantería de Jesucristo’, creando el grupo de voluntarias de San Vicente de Paul para asistir a ancianos abandonados en San Antonio Xluch, una de las colonias más pobres de la ciudad de Mérida, Yucatán.

Siendo un niño que comenzaba a adentrarse en la adolescencia, para mí era difícil entender por qué nos mudábamos de nuestra casa del Centro para ir a vivir a una colonia tan apartada y tan llena de carencias. Pero con el paso del tiempo me fui habituando, a pesar de tener que ganarme el respeto de mis ‘nuevos amigos’ a base de peleas.

También me era incomprensible que mi madre, además de cumplir con sus múltiples tareas en la casa, dedicara gran parte de su tiempo en visitar a tantas ancianitas, en llevarles algo de comida y en estar pendiente de sus necesidades. Me preguntaba por qué tenía que ser ella precisamente la que tuviera que limpiarle el trasero a esa gente y no su propia familia. Cuando me atreví a cuestionárselo, ella me respondió con una frase que me conmovió totalmente: “No hay nada peor para un ser humano que perder la esperanza.”

Años después, cuando mi pasión por el rock quedó plenamente definida y escuchaba en mi cuarto (en casete) a las mejores bandas, mi madre jamás me cuestionó por ello; tampoco lo hizo cuando usé playeras con logos de mis ídolos, ni por tener un poster gigante de Lita Ford con su guitarra (y poca ropa), y mucho menos por tener el pelo largo, casi hasta la cintura.

Mi madre me amaba, nunca tuve duda de ello. Me lo demostró a lo largo de los años en miles de formas, pero hubo una que recuerdo especialmente, que de alguna manera justifica que en este espacio dedicado al rock la comparta con ustedes.

Frente a nuestra casa se instaló un templo evangélico a cargo de un matrimonio campechano, el cual recibía apoyo de extranjeros y celebraba constantemente ceremonias, lo que a nosotros nos parecía bien. Mi familia siempre ha sido tolerante.

Sin embargo, un día los vecinos instalaron unas bocinas por fuera del templo y comenzaron a programar todos los días, a partir de las 5 de la tarde y hasta las 8 de la noche, todo tipo de canciones ‘cristianas’ en diversos ritmos (cumbia, balada, rancheras, pero nada de Strypper ni de algún grupo de rock).

Con el paso del tiempo, aquello comenzó a volverse una verdadera tortura: mi cuarto quedaba exactamente en dirección de esas bocinas y escucharlas tantas veces me ponía de mal humor, me alteraba. Por ello inundé a mi madre con constantes quejas, le decía que aquello era similar a lo que los nazis hicieron en Alemania para lavarle el cerebro a su gente, que debía existir un límite y que era una falta de respeto.

Ella trató de razonar con los vecinos pero, ¡ay!, estos se negaron, argumentando que tenían derecho a manifestar su amor a Dios a través de la música.

Doña Elenita, mi madre, fue un personaje que marcó la vida de muchísimas personas, incluyéndome.

Doña Elenita, mi madre, fue un personaje que marcó la vida de muchísimas personas, incluyéndome.

Harto de mi dosis diaria de decibeles cristianos, un sábado decidí cobrar revancha.

Le pedí a mi amigo Oscar Abdala (hoy mi compadre) dos de sus bocinas más grandes, mismas que utilizaban en su estudio ‘Le Fiu’ (que estuvo varios años en la esquina de ‘Los Cocos’).

Coloqué las bocinas en el techo de la casa, en dirección exacta al templo y comencé a proyectar lo más granado de mi colección de vinilos: Black Sabbath, Luzbel, Mötorhead, Iron Maiden, Judas Priest, Slayer, Venom, Metallica.

Precisamente cuando sonaba “Maldito Sea tu Nombre”, de ‘Ángeles del Infierno’, los vecinos cruzaron a reclamar airadamente a mi madre la falta de respeto de su hijo por poner esa música satánica a todo volumen.

Doña Elenita, sin perder la calma, se limitó a responder: ‘Mi hijo tiene el mismo derecho de escuchar su música a todo volumen, tal como lo vienen haciendo ustedes desde hace semanas. Solo les recomiendo que consigan más discos, porque él tiene más de 500 y apenas está calentando…’

¡Jajajajajaaaa!!

Los vecinos se fueron, bajaron sus bocinas y, desde entonces, su música la pusieron dentro del templo a un volumen bastante moderado.

Doña Elenita nos dejó hace 13 años, pero cada diciembre el Colectivo Metalmorfosis realiza la entrega de juguetes a los niños, y despensas a los ancianitos, de la parroquia de San Antonio Xluch, una iniciativa que ella promovió y que en este 2016 cumplió ya 24 años de llevarse a cabo.

Aunque ya no está con nosotros, su ejemplo de vida, de amor al prójimo, su tolerancia y ejemplo continúan dejando huella.

RICARDO PAT

riczeppelin@gmail.com

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