Letras
XXIX
Cuando se ha vivido una infancia colmada de momentos felices resulta complicado elegir uno entre tantos inolvidables para traerlo a esta columna con motivo del Día del Padre. Si papá viviera, hoy tendría noventa y tres años, pero se nos adelantó en lo mejor de su segunda juventud, dejándonos recuerdos difíciles de superar.
En las décadas de los cuarenta, cincuenta y principios de los sesenta, cuando la televisión aún no irrumpía en los hogares meridanos, los cronistas radiofónicos ocupaban una posición estelar en el universo mediático. Eran figuras que se tenía en alta estima; los seguidores de aquellas voces de agradable timbre y modulación natural los esperaban a la salida de sus programas para saludarlos. Aunque maestro de profesión, mi padre prefirió el sonido de la rotativa del Diario del Sureste, al que consagró casi toda su vida, y los micrófonos de la estación XEZ, complementando ambas actividades.
Nosotros crecimos habituados a observar que papá era querido y respetado por todo el mundo, dadas las muestras de admiración y afecto que le manifestaban por donde iba a causa de su inteligencia, probidad y don de gentes, no porque fuese adinerado ni influyente, que nunca lo fue. Recuerdo las expresiones de arrobamiento de nuestros vecinitos y parientes cuando los iba nombrando para iniciar un partido de béisbol o para una velada artística; compartíamos la sensación de haber recibido el toque divino cual elegidos de la Creación.
Como toda casa yucateca antigua, la nuestra tenía un patio intermedio (o terraza, como dicen allá) que obsequiaba aire y claridad, espacio suficiente para funcionar como teatrino de unas diez sillas y otros tantos banquillos; un escenario que usurpaba parte del comedor, con su telón que en realidad era una sábana con argollas atravesando una cuerda tendida de pared a pared. Ahí efectuábamos cada cierto tiempo las veladas que papá organizaba, procurando que todos tuvieran cabida y aplauso, incluso para quien, limitado de talentos, «actuaba» abriendo y cerrando el telón.
De nuestros primos Bello Montalvo sólo participaban dos: Iván, que era campeón de declamación en el colegio marista, y Abel, haciendo imitaciones de los actores del cine nacional. Otros primos, los Zavala Montalvo, también intervenían: Pedro, aunque ya en la Facultad de Ingeniería, no tenía empacho por actuar en estas reuniones; siempre estrenaba una recitación y repetía «Los motivos del lobo», a petición general. Gonzalo, un adolescente flacucho y risueño, cantaba y bailaba con mucho ritmo «El chiflidito». El menor de ellos, Jorge Eloy, con la graciosa apariencia de un castor, asistía como público, pero una vez pidió la oportunidad de participar y papá lo entrevistó:
–¿Vas a declamar?
–No.
–¿A cantar?
–No.
–¿A bailar?
–No.
–Entonces ¿qué sabes hacer?
–Sé contar mentiras y exageraciones.
Divertidísimo, papá le hizo una prueba aparte y nada más veíamos cómo se doblaba de la risa y se le escapaba el resuello. Las funciones comenzaron a cerrar con broche de oro con el «Monólogo de falsedades» a cargo del ocurrente Jorge Eloy.
Los niños de la casa interveníamos sin bombos ni platillos, porque la deferencia se encauzaba a los artistas invitados. A estas tertulias asistía la hijita de una empleada doméstica del rumbo, que se moría de ganas de formar parte del elenco y se acercó a papá diciéndole que a ella le gustaba cantar.
–Ah, pues en la próxima gala vas a debutar, ¿cómo te llamas?
–Socorro.
–¿Y cuál es tu apellido?
–No lo sé.
–¿Cómo se llama tu papá?
–No tengo papá.
–¿Y qué apellido tiene tu mamá?
–Quién sabe.
–Bueno, habrá que ponerte uno artístico, ¿te parece bien Socorro Tukuch?
–¡Me encanta!
A la siguiente función llegó con ropa de domingo, y el cabello engomado recogido en chongo con su peineta de carey, para cantar «Piel canela». Papá la presentó como «Socorro Tukuch, la Niña del Tuch» (en maya, tuch significa ombligo, pero también se usa para calificar el peinado que acostumbran las mujeres del campo y que, en cierto modo, tiene la forma de un ombligo). Con su sentido del humor, papá era acertadísimo a la hora de poner apodos a los que agregaba una rima festiva y ninguno de sus conocidos escapó de atribuirse un mote con el que cargó para el resto de su vida.
Hace años, cuando formé el grupo de Teatro Infantil La Cochera con los vecinitos de la cuadra y nuestros hijos, supe lo que papá había disfrutado estimulando las ocurrencias y facultades de los niños que se acercaron a él. Cuando leo a un buen autor, Orhan Pamuk, por ejemplo, me da una tristeza tremenda la imposibilidad de escuchar sus atinados comentarios y me imagino lo mucho que le hubiera gustado conocer las letras de este Premio Nobel turco. Cuando escribo, pienso que sólo muy de vez en cuando me celebra como hizo en mis primeros años de periodismo, porque la mayor parte de ese tiempo fue inflexible en sus críticas, gracias a las cuales me hice exigente y por eso fue que, en su momento, los muchachos de Cariátides me llamaban entre ellos «La implacable».
Me doy cuenta que, en el tiempo transcurrido desde su partida, he tenido vivencias inapreciables; por mencionar una sola: conocer y tener amistad con personas de brillante inteligencia.
Entre las múltiples satisfacciones que por diversas causas se han ido acumulando en mi existencia, la única que me hace experimentar una presunción irremediable es la importancia que le dio a mi vida ser la hija de don Rolando Bello González, el padre que a cualquier niño del mundo le hubiera gustado tener.
Junio de 2010
Paloma Bello
Continuará la próxima semana…