Memorias de ciudad

By on mayo 8, 2015

Memorias de ciudad

Lo observo mirarse al espejo mientras se rasura. Los ojos irritados con jabón, mala noche, o el contagio masivo de la conjuntivitis que invade la ciudad. La navaja libre desgasta el vello hasta brotar puntos de sangre en el corte de los capilares. Enjuaga el rostro y se mira derrotado. Las manos tiemblan; el miedo penetra su espina dorsal. Estira los brazos al espejo y grita el interno “auxilio” que eriza la nuca.

El silencio inunda la desordenada y pequeña habitación.

Recoge del suelo prendas que aún no tienen permiso de estar sucias, las lleva al rostro, olfatea, una, otra, todas a la vez, y, por un gradiente de olor que ha permitido sea su estilo personal de discernimiento, escoge las que usará ese día. Mientras se injerta la ropa, por la ventana norte del apartamento sube el murmullo del colegio que se extiende bajo el edificio en que vive.

El murmullo crece, envuelto por el grito de niños que alzan las manos buscando el fruto de las nubes. Corren desenfrenados por el patio de la primaria, hasta detenerse en los raspones. De la ventana sur entra hasta su estudio, rebosante de libros y papeles, la voz de chicas de mirada adulta y falda sobre las rodillas, que llevan los libros bajo el brazo, arropadas con el sueño que escala piernas electrizantes hasta los rostros pálidos de la anorexia. Observa en ellas el consumismo indecoroso colgado de su cuerpo, entallando, asimilando el devenir de las miradas que caminan de puntillas sobre pieles a punto de maduración. Ellas, una por una, descienden del motor de los vehículos hacia las rejas de la preparatoria, con faldas a cuadros, blusas blancas y el escudo bordado sobre el pezón izquierdo que despunta milagros; las calcetas cubren las rodillas, cintas que sostienen el cabello, y el maquillaje amontonado en el rostro, incitan el mordisqueo impúdico.

El hombre, aún en su estudio, se amarra las botas industriales mientras, por la tubería del lavabo de su cocina, escala el aroma del café o el chocolate que preparan en otros apartamentos mujeres afanosas con ropa del diario y mandiles rojos, azules, verdes con cuadros blancos, que cuecen los senos, marchitos, al calor de las estufas y sudan el desprecio a la pobreza; imaginando su infancia y contando cada mala decisión que las llevó hasta este punto, se adentran en las reflexiones del “si hubiera…” hasta que el grito de los niños las despierta de su ensoñación y piensan en el almuerzo, y si alcanzará para la cena, y en “ojalá que no vengan hoy los cobratarios”.

Tres pisos arriba, en el lavadero comunal, una joven de dieciséis rompe el himen en la carne del vecino treintañero, fotógrafo frustrado que volvió apenas el mes pasado del distrito federal con la etiqueta autoimpuesta de conquistador de provincianos; con acento cantadito, que representa su falta de imaginación, le habla del metro, las avenidas y el ángel, las marchas, el bara-bara, los amontonamientos y la capacidad de sobrevivencia: “estoy de regreso para desintoxicar los pulmones, porque el arte sólo es posible en el d-f” y, mientras le ensaliva el lóbulo de la oreja a la joven, se le llena el pensamiento con las interrogaciones sobre el momento en que perdió la dignidad en esa ciudad que ya no quiere alimentar extraños; este tipo, de apariencia ruda, llora con sus recuerdos, y el estómago se le pega a las costillas, porque ni ahí ni acá encuentra el reconocimiento a lo que él llama “su obra”; ha sido vilipendiado como un chilango más que no ha sabido hacerse de respeto en esa ciudad que a todos los desprecia; por eso aprieta con rencor las nalgas de la niña que le rinde tributo a sus ademanes de macho conocedor del bajo mundo.

Sin desayunar, el hombre del espejo sale de su apartamento y, cuando se dispone a echar llave a la puerta de su cuarto, escucha el canturreo del vecino de enfrente: es el novio de la joven que raspa su cuerpo en busca de un ideal en el piso del lavadero. Pobre chico, con esa felicidad idiota en la mirada, plancha su ropa para irse a trabajar mientras recuerda con cariño a su novia: “pronto juntaremos para pagar el registro civil, nada más falta esperar que me aumenten el salario, por eso trabajo horas extras, no le hace que no pueda verte todo el tiempo, tú tranquila, dedícate a la escuela que yo me haré cargo de todo”. Al verlo, el hombre del espejo se despide con una seña fraternal del chico que plancha y que lo mira sin inmutarse.

El hombre de los ojos rojos, se acomoda los lentes oscuros, baja las escaleras, uno, dos, tres pisos, camina entre edificios del infonavit; cruza la calle, llega a la esquina, atraviesa un parque con su cuadro de arena y juegos oxidados, sitio de retos y enigmas en dedos de infantes anémicos que no tienen lugar para pasar la noche, con la bolsita de cemento adherida a las manos, flexeando sobre la esperanza. Cuando termina de cruzar el complejo habitacional, observa a tres señoras gordas discutir el alza de la luz y la inseguridad mientras, en bicicleta, se aleja el hombre que reparte el diario.

Las mujeres, gallinas cacareadoras, detienen su parloteo cuando el hombre las golpea con su sombra; una de las chismosas susurra al oído de otra: “mira la facha de este tipo”. El hombre sonríe sin voltear a verlas y entretiene su furia encendiendo un cigarro entre los labios.

Cruza otra calle.

Una pelirroja de blusa sastre, falda corta y medias raídas aborda un taxi. El camión de la basura, dos calles atrás, hiede el ambiente. La mezcla de los radios encendidos en todas las casas de la cuadra dificulta entender melódicas redes de temerarios, caifanes, moby, cristinas aguileras y los tigres del norte; de los labios de una jovencita rubia sentada en un muro vestida de uniforme con las trenzas altas cuya edad, y por la facha, no llega a los catorce, se puede leer “…antes …de… que-nos… olvi-den…”. La mira y ella aprieta en los muslos la piel de su coquetería, lanzando un hola entre los dientes; el hombre, agradecido, devuelve la sonrisa y continúa andando en la calle sin treparse a la escarpa.

El camión de la basura pasa junto a él, salpicando un charco en sus pantalones. La chica, que continúa observándolo alejarse, escupe una risa tenue. La camioneta del gas pasa sonando el claxon, y eleva el grito de palomas que descansan en la cablería, sobre la cabeza de los transeúntes. Una señora joven de lentes y bata de dormir le grita a su marido quien, sentado en su moto encendida, se acomoda el casco con el rostro sobre el pavimento y los oídos cerrados, en la mente visualizando el futuro.

El hombre del espejo camina lento.

Multitud de perros de todas razas y cruzas, detrás de rejas, se entretienen con las sobras que sus amos les avientan y a él se le llena el pensamiento con los depósitos de basura de la ciudad, donde, entre latas, fierros y papeles, los pepenadores están desempleados con las costillas tapiadas por plumas de zopilotes y ratas en los bolsillos. Entonces viene a su mente aquel cuento de los gallinazos sin plumas que leyó hace apenas dos noches en el café, mientras esperaba a su amante, para despedirla; sumido en el recuerdo, el hombre se detiene y mira hacia atrás, conciente del destino de los niños que duermen en el parque.

El humo del cigarro trepa a los ojos irritados que lagriman, y el camión que lo llevará al centro no llega.

Una morena, con chaqueta y pantalón de mezclilla, camina en la acera de enfrente girando la cabeza de un lado a otro y arrastrando por la avenida sus deseos; parece sacada de alguna historia de burdeles y judiciales.

El hombre del espejo extrae del bolsillo izquierdo de su pantalón un folleto de Oliverio Girondo, regalo de su amante la última noche que pasaron juntos. Un perro callejero, cargado con sarna, olisquea el poste donde el hombre se recarga para leer: “Las chicas de Flores, tienen los ojos dulces, como las almendras azucaradas de la Confitería del Molino, y usan moños de seda que liban las nalgas en un aleteo de mariposa…”. Qué inteligente mujer era aquella, diez años mayor, regordeta pero agradable; aunque las lonjas escurrían, su agilidad y flexibilidad demandaban los orgasmos.

La morena del pantalón de mezclilla se detiene a un costado de él, en espera del camión que no termina de llegar. El hombre la mira con disimulo, el olor de su perfume barato pica la nariz. El camión urbano se acerca; él guarda el folleto, saca dos pesos para el pasaje, de la cartera extrae la credencial para el descuento. El camión se detiene, chillan las gastadas ruedas, abre la puerta delantera, la morena aborda primero. Unos pasos atrás, en la esquina, la chica rubia de trenzas altas se asoma; tiene la mochila de la escuela al hombro y una tutsi pop enredada entre dientes y lengua. El hombre se detiene a verla y sonríe; ella lo mira, cruza los brazos retándolo a quedarse. Cuando el hombre intenta poner un pie en el estribo, el camión arranca. El hombre cae al pavimento justo cuando una llanta pasa sobre su mano derecha.

Yo, pasajero del camión, lo observo por la ventanilla revolcarse de dolor, sin levantarme del asiento. La morena que acaba de abordar se sienta a mi izquierda; al oír los gritos, se levanta para asomarse también a la ventana; sus grandes senos cuelgan junto a mi nariz. El chofer del camión intenta ayudarlo con desesperación.

Dejo de escribir el destino del hombre del espejo, y guardo lápiz y cuaderno en el portafolios, hasta que surja una nueva idea en qué entretenerme.

Adán Echeverría

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