Los dislates del amor en un cuento de Oscar Wilde

By on julio 9, 2020

“El amor es una maravillosa flor, pero es necesario tener

 el valor de ir a buscarla al borde de un horrible precipicio”

Stendhal

Aída López

Las flores en su plenitud simbolizan la naturaleza en su cenit. Asociadas con la belleza, la juventud, perfección, primavera y la paz, reflejan lo femenino y lo pasivo. Su color, aroma y aspecto guardan un lenguaje que en la época victoriana fue utilizado para enviar mensajes secretos. Es en este contexto, e influenciado por el momento, que el escritor irlandés Oscar Wilde (1854-1900) escribió el cuento El ruiseñor y la rosa, uno de los cinco relatos de su libro intitulado El príncipe feliz y otros cuentos (1888). Como parte del movimiento del esteticismo, su literatura exalta la belleza: el arte por el arte mismo. Libre de fondos moralistas e utilitarios, podemos apreciar la riqueza de imágenes y la pulcra estética del relato.

La rosa, motivante del conflicto, se representa en tres colores. La rosa blanca significa la pureza, el agua y la veneración a la luna. La rosa amarilla, vinculada al sol y a la calidez de la amistad y la alegría. La rosa roja, atribuida a Venus, la diosa griega del amor, simboliza belleza, amor, pasión y consumación; asociada a la sangre y al elemento fuego. El héroe del cuento es un ruiseñor cuyo canto se prolonga día y noche y se coliga a la añoranza, el amor y la muerte.

Wilde, con un relato romántico y que considero desgarrador, muy desgarrador, evidencia antivalores como el egoísmo, clasismo, egocentrismo, superficialidad, materialismo, avaricia, insensibilidad, soberbia, entre otros. Poética, fantástica y ficcional, la narración se apoya en otros personajes secundarios que van forjando la historia: dos margaritas, una encina, una lagartija y una mariposa.

“Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja –se lamentaba el joven estudiante-, pero no hay una sola roja en todo el jardín.” Algo tan sencillo como tener una rosa roja para que el enamorado, de cabellera oscura como la flor del Jacinto, lograra un momento de felicidad, no es posible por estar el principado atravesando el invierno. “¡No hay una rosa roja en todo mi jardín! –gritaba el estudiante”. El joven lamenta que, a pesar de conocer todos los secretos de la filosofía por ser un gran lector de los sabios, esto no resuelve su problema; el solo hecho de no tener una rosa roja destroza su vida: “¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad!”

El llanto del enamorado y sus lamentaciones llama la atención de un ruiseñor, cuyo nido lo tenía en una encina: “He aquí, por fin, el verdadero enamorado -dijo el ruiseñor-.” El ave que cantaba a los enamorados todas las noches nunca había conocido a uno, a pesar de que le contaba de estos a las estrellas; es por ello que está dispuesto a ayudar al joven para que tenga la rosa roja, y así su amada baile en sus brazos hasta el amanecer: “…reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía”, imaginaba el estudiante.

El ruiseñor está maravillado con el sentimiento: “Es más bello que las esmeraldas y más raro que lo finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.” La idealización del amor no solo está en el ruiseñor, también la alberga el estudiante, quien visualiza a su musa bailando vaporosamente, sin tocar el piso a los sones del arpa y el violín, mientras los cortesanos la rodearán solícitos. Baile que no será con él por el desafortunado hecho de no tener una rosa roja.

La flora y la fauna del jardín participan en la desgracia del enamorado: una lagartija cínica con la cola parada y una mariposa persiguiendo un rayo de sol se preguntan acerca de los motivos de su llanto; una margarita, (asociada a la modestia y sencillez), le dice a su vecina que es por una rosa roja, despertando seguramente la envidia de estas por no ser las flores requeridas para aliviar la tristeza del infortunado: -“Llora por una rosa roja” -¿Por una rosa roja? ¡Qué tontería!”.  Quizá las margaritas deshojándose hubieran anticipado los sentimientos de la caprichosa hija del profesor hacia el joven.

Después de reflexionar acerca de los misterios del amor, el ave de alas oscuras emprende el vuelo, atravesando el jardín, dispuesta a dar su canto o su vida, si fuera necesario, por conseguir la flor anhelada. Pide al rosal más hermoso que encuentra una flor roja, pero este le dice que era imposible, ya que sus flores eran blancas como la espuma del mar o la nieve de las montañas. El ruiseñor vuela al rosal que se encontraba alrededor del viejo reloj de sol y vuelve a ofrecer su canto a cambio de una rosa roja, pero en este solo florecían rosas amarillas como los cabellos de las sirenas, más amarillas que el narciso que florecía en los prados.

Finalmente, el ruiseñor vuela al rosal en la ventana de la casa de estudiante, cuyas flores eran rojas como las patas de las palomas, más rojas que los abanicos coralinos de los océanos, pero el invierno había helado sus venas y sus botones estaban escarchados, además de que el huracán había roto sus ramas y ese año no florecería. El rosal dañado da una esperanza al ave desesperada: tendría que hacerla con su canto y con la sangre de su corazón. “Cantarás para mí con el pecho apoyado en mis espinas. Cantarás para mí toda la noche, y las espinas te atravesarán el corazón: la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía.”

El ruiseñor menosprecia su corazón, comparándolo con el del hombre y, convencido de pagar el precio por la rosa roja, acepta al considerar que el amor era mejor que su vida. Vuela hacia el joven para darle la buena nueva: “Sé feliz -le gritó el ruiseñor-, sé feliz; tendrás tu rosa roja”. Este no lo comprende porque solo sabe lo que está escrito en los libros. La condición del ruiseñor es que sea un auténtico enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía y más fuerte que el poder. La noticia entristece a la encina que advierte lo que el ave dice: ya no la volvería a escuchar cantar, por lo que le pide una última canción, la cual entona “como el agua que ríe en una fuente argentina”.

Wilde, en el relato, compara al ruiseñor con los artistas: tienen estilo, pero están exentos de sinceridad; no se sacrifican por nadie, son egoístas y solo piensan en el arte. Belleza sin sentido práctico. El enamorado desconoce que el canto del ave será el que logre la rosa roja para su amada, cuyas notas serán escuchadas toda la noche por la “luna fría de cristal”, mientras las espinas irán penetrando su pecho y la sangre de su vida fluye para hacer florecer una rosa en la rama más alta, “pétalo tras pétalo, canción tras canción”.

La flor debía estar teñida antes del amanecer, por lo que el rosal insta al gorrión apretarse más contra las espinas: “cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de una virgen”. La rosa roja en ciernes se ruboriza al igual que un enamorado que besa los labios de su prometida, pero aún no lo suficiente, ya que el corazón de la rosa seguía blanco: “porque solo la sangre de un ruiseñor puede colorear el corazón de una rosa”. Cuando el ruiseñor siente el cruel tormento, su canto se intensifica: “cantaba al amor sublimado por la muerte”. Entonces la rosa “enrojeció como las rosas de Bengala. Purpúreo era el color de los pétalos y purpúreo como un rubí era su corazón”.

Voltaire aseguraba que no hay país sobre la Tierra donde un enamorado no se haya convertido en poeta. El enamorado de la historia, extrañado por su buena suerte, porque una noche anterior no había visto una rosa tan hermosa que no puede clasificar, la corta y se dirige ilusionado a la casa de su profesor para entregársela a su amada a quien encuentra sentada en la puerta con su perrito.

“El amor se hace con el corazón y se deshace con los sentidos”, diría Salgari, o sin sentido. Ambos, desconociendo la historia de la flor, se había logrado con el canto y la vida del ruiseñor que vivía en el jardín del joven, no reparan en su valor: ella la desprecia por no armonizar con el vestido que llevaría al baile; él, encolerizado, la arroja a la calle, donde es aplastada por un carro. El ruiseñor muere sin conocer el trágico destino de su rosa. Los antivalores se manifiestan cuando ella lo degrada como un simple estudiante grosero, además de que nunca tendría hebillas de plata en los zapatos, como las del sobrino del chambelán de la corte, quien ya la había invitado al baile a cambio de joyas mucho más costosas que las flores.

El desdichado incidente devuelve al estudiante a sus libros de filosofía y metafísica, por considerar al amor una tontería inútil que no puede probar nada, hablar de cosas que nunca suceden y hacer creer a las personas cosas que no son ciertas, aseveración que los aún románticos podrían refutar al asegurar que la vida sin amor no tiene sentido.

A más de un centenario del cuento de Wilde, es una narración que nos sigue hablando. La universalidad del amor de pareja hace actual la historia sin pretensiones moralizantes, sumando otras voces que cuestionan las diversas formas que han adoptado las relaciones como las líquidas de Bauman. Sin embargo ¿quién no se ha emocionado cuando se rompe la pared que lo separa de su objeto del deseo para descubrirse y sentirse? Eso es el arte de amar, diría Fromm.

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