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Lorena Canché

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Letras

XXXII

Los truenos que presagian aguaceros son el ruido de las carretas de los carboneros que ya llegaron al cielo. Sus espíritus vagan errantes y, cuando el carbón se derrama, tiñen de negro las nubes. Por eso no deben asustarse. Los aguaceros son saludables para las milpas, gracias a ellos podemos disfrutar ahora de estas rebanadas de sandía. Vengan, vamos a contar quién retiene más semillas dentro de la boca.”

Nuestra nana, Lorena Canché, narraba los más simples acontecimientos de forma tan jugosa como el extracto de la fruta que escurría en nuestros labios. Después, ver la lluvia, oler la lluvia, oír la lluvia, sentir la lluvia, significaba una especie de rito. Veranos al mediodía, bien plantados los pies en el suelo, extendíamos los brazos en cruz para invocar a los carboneros errantes. Nos empapábamos con el líquido celestial que penetraba la tierra conjugando un olor eterno a la memoria. Salpicados de lodo y de llovizna, corríamos alrededor de los árboles en la amplitud de nuestro patio, aguardando el instante de advertir cómo, detrás de las matas de aguacate, iba brotando un misterioso arcoíris que merecía otra historia de Lorena.

Las lluvias de septiembre venían acompañadas de apagones de luz, por las noches. La palidez de un quinqué proyectaba las sombras contra la pared. Nuestra nana imitaba con sus brazos y sus manos las figuras de animales en movimiento que debíamos de adivinar. La cocina adquiría nueva dimensión en la penumbra y el vapor del chocolate amasado por la abuela materna obsequiaba de aromas el olfato. Conforme el agua arreciaba, Lorena disponía en la terraza de en medio, ollas y cubetas boca abajo para que, al caer las gotas sobre ellas, aprendiéramos a diferenciar los sonidos graves de los agudos que conformaban una sinfonía sobrenatural inolvidable.

El mejor momento, el esperado, era cuando nos contaba leyendas del Mayab que nos causaban temor y fascinación a la vez. Aquella terrible del Tunkuruchú, en la que una muchacha dejaba su cabeza en la hamaca y su cuerpo se transformaba en el de una lechuza que, en vuelo nocturno, salía a hacer maldades. Era nuestra favorita. No recuerdo si antes de dormirnos se arreglaba la falla eléctrica, pero esas noches eran alumbradas con la presencia de Lorena y no hacía falta más luz que la de su voz de mujer maya, mujer sabia, mujer buena.

Al día siguiente amanecía con un fresco murmullo de hojas más verdes, de tierra más roja y de un no sé qué prendido en lo hondo del pecho. A veces, hasta daban ganas de llorar…como una lluvia.

–o–

[A Lorena: niñera, amiga, casi madre nuestra, quien nos enseñó a sumar y restar utilizando frijoles negros sobre papel de estraza; repasaba las lecciones camino al colegio apretándonos la mano para infundir seguridad; nos pasmaba con sus rumbas en la media tarde, ejecutando los pasos de mambo aprendidos en los bailes a los que asistía el domingo; cantaba canciones de María Greever mientras lavaba biberones, tendía pañales y, en la iglesia, por disposición del párroco, interpretaba el Ave María de Schubert.

A Lorena: quien nos indujo a participar en los concursos de declamación con su aplauso anticipado y por el ejemplo de sus recitales privados (qué dramatismo le imponía a “El seminarista de los ojos negros” y “Las abandonadas”…). A quien nuestra total falta de capacidad para el dibujo le permitía desarrollar sus aptitudes copiando las estampas del libro al cuaderno o haciéndonos retratos. Portadora de las primeras cartitas de nuestros púberes pretendientes; cómplice en las adolescentes sesiones de fumadera en el patio: (“Agarras el cigarro así, y pones tu mano así, y te quedas mirando así…”).

A Lorena Canché, quien cuidó también a los hijos de mi hermano y, eventualmente, a los míos; quien conserva su sentido del humor, su virtud de soprano y la calidez de su abrazo con olor a humo de leña, van estas líneas de amor filial que en nada se compara a lo que ella dio y sigue dando en el recuerdo].

Paloma Bello

Continuará la próxima semana…

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