Leer en los aeropuertos

By on septiembre 20, 2019

Adán Echeverría

Mi trabajo me hace viajar en ocasiones.

Matamoros, donde ahora tengo la fortuna de vivir, tiene la tragedia de ser una ciudad fronteriza a la que no le interesa mucho tener intercambios con la Ciudad de México o el sureste del país. Consciente de que su mundo económico tiene su base en el Norte (Monterrey, Saltillo) o del otro lado del Río Bravo, ha menospreciado tener un aeropuerto que sea funcional.

Una línea aérea única en el aeropuerto de la ciudad hace que los matamorenses tengan que viajar a Reynosa para tomar el avión, o tener que ir a Monterrey.

En Reynosa tampoco se soluciona el asunto: la aerolínea de tarifas económicas apenas hace un único vuelo los miércoles, jueves y viernes. Volver de la Ciudad de México un viernes en la noche se hace complicado: deja uno el hotel a las 13 horas y tiene que esperar en el aeropuerto hasta las 20 horas para abordar, y eso si no se nos atrasan los vuelos, como ha ocurrido en muchas ocasiones. Así, uno vuelve a Matamoros a eso de la 1 de la mañana del sábado.

Cuando uno es lector sabe utilizar las horas.

Las librerías son una muy buena oferta en el aeropuerto de la CDMX. Sabedor de ello, me di a la tarea de conseguirme el nuevo libro que reúne los cuentos del escritor uruguayo Mario Levrero (1940-2004), pero —para no variar— el encarado de la librería me dijo que no tenía idea de quién es dicho autor. Tuve que deletrearle su apellido, para que me diga: “Ah, es con UVE, no con BE. No tengo ningún título con su nombre,” lo cual me pareció una tragedia, porque encontré dos reseñas de este libro incluso en la revista que la aerolínea pone a disposición de los pasajeros.

Así que tuve que buscar qué libro podría llamar mi atención. Intento que mis lecturas me permitan usar los libros para ilustrar ejemplos en mis tardes de taller literario.

Me topé con una Antología de la prosa breve mexicana titulada “El vuelo del colibrí” (coedición de Secretaría de Cultura y Editorial Atrament, 2018), coordinada por Beatriz Espejo, y cuya selección de textos corrió a cargo de Ana Rosa Suárez Argüelles, Halina Vela y la propia Espejo, además de contar con una nota introductoria de Jesús Gómez Morán.

A los 44 años, y después de quince años de impartir talleres literarios, dirigir revistas de creación literaria, editar revistas y libros, uno lee de forma diferente.

Quise saber quiénes estaban incluidos en el libro, cuál era el alcance; y con revisar un poco vi la primera enorme ERRATA. El último autor que se enlista en la página 320 es Armando Alanís, y dice que nació en 1986.

En México uno se topa con dos autores con el nombre Armando Alanís, un narrador y microficcionista, y el gran poeta de Nuevo León que incluye en su firma su segundo apellido: Pulido, el creador del proyecto Acción Poética.

Uno tiene que valorar muy poco a los escritores mexicanos contemporáneos para no saber esto. Ninguno de los dos Armandos Alanís nació en 1986. Ninguno. Así que quise ver su ficha, que encontré en la página 265 y, efectivamente, se trata del narrador y microficcionista nacido en Saltillo, Coahuila, en 1956.

El error no queda solamente como anécdota de edición sino que, al final de las “Justificaciones previas”, en las páginas 15 y 16, firmadas por Beatriz Espejo, menciona: “El primer escritor que aparece nació en 1803 y el último en 1986”, lo que hace evidente que Beatriz Espejo no conoce el libro que coordinó puesto que, corregido el error de la fecha de nacimiento de Armando Alanís en su ficha, la antología no contempla a ningún autor nacido en 1986, haciendo que Alberto Chimal –nacido en 1970– sea el escritor más joven que fue incluido.

Más adelante incluyen el cuento “Días de Feria”, de Carlos Martín Briceño, del cual dicen al menos dos veces –primero en la página 104, y después en la página 324– que es un texto inédito, cuando pertenece al cuentario “Al final de la vigilia (Editorial Dante, 2002)”, y además ha sido recogido en la antología “De la vasta piel” (Editorial Ficticia, 2017) que junta su obra, un excelente texto breve de Carlos que los yucatecos que conocemos su obra reconocemos de manera inmediata.

Que en una antología nacional señalen que es un texto inédito me hace creer en la falta de profesionalismo respecto de los antologadores que acompañan a Beatriz Espejo en este proyecto.

Uno puede encontrar diversos ensayos publicados en diversas revistas, como el de Mauricio Carrera en la revista Casa del tiempo, donde se habla de la obra de Martín Briceño y se menciona el cuento que se incluye en esta antología coordinada por Espejo.

Pero, más allá de estas erratas que evidencian la soberbia —y falta de profesionalismo— que siempre validará a algunos antologadores, y muchos compiladores, uno tiene que quedarse con las obras, los autores y sus obras. Razón que tiene que importarnos más a los lectores.

Al mismo tiempo, aprovechando los atrasos en el aeropuerto, me di a la tarea de comenzar a leer “Perorata” (Editorial Abismos, 2019), el más reciente libro de cuentos del autor Luis Felipe Lomelí (Jalisco, 1975).

Tengo que reconocer que me costó mucho leer el cuento ‘Arandas’, con el que se abre el cuentario. Más allá de que en la siguiente entrega presentaré el análisis de este libro, no puedo dejar de apuntar una línea de ese cuento que me parece errada en su redacción; la reproduzco tal como está publicada: “La deja abierta porque eso no es todo, no basta con mantenerse despierto, aunque sea lo primero.” (¿?)

Sin embargo, hay que añadir que el cuento ‘Verde era el color que era’ es un cuento interesante que promete, por lo que abundaremos en esta lectura.

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