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Labios rojos

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Letras

Rocío Prieto Valdivia

Mientras las horas en mi reloj pasan lento, empiezo a recordar mis años cuando aún no me casaba…

Mis pensamientos se instalan aquel día junto a Rebeca. Rememoro sus labios rojos, que se abren como simulando una rosa. Las hojas del roble caen tras el loco vendaval que de pronto surge; en el horizonte, las nubes anuncian lluvia. Mis pensamientos vuelan, al igual que mis pocos cabellos, entre la ventisca. Creo volver a verla y sonrío como un idiota.

Fue una tarde de junio cuando llovía. Casi siempre me gustaba ir al café antes de entrar a trabajar, o después de la hora de la comida.  Recuerdo que llegué y pedí un café descafeinado con dos de azúcar. Me senté junto al ventanal; en la parte alta, las mesas color caoba hacían juego con las paredes enchapadas del mismo material. Disfrutaba de mi café cuando, de repente, me percaté de un aroma muy particular. Levanté la mirada y vi una mujer con pantalones apretados, blusa de flores rojas. Toda ella me pareció tan interesante. Su juventud era un éxtasis.

Saqué de mi portafolios una libreta y la empecé a dibujar.

Estaba por terminar mi boceto cuando, de pronto, en la calle adjunta al café, el sonido de los coches distrajo a las meseras, a la clientela. Las tazas del café sobre las mesas se empezaron a  tambalear; en la mesa de enfrente, la chica que he observado desde mi llegada se ve inquieta.

Ella se aparta del resto de su grupo. Nuestras miradas vuelven a coincidir; su coquetería innata, sus ojos grandes enmarcados con su maquillaje sencillo, sus labios rojos me hacen querer besarla a pesar del incidente. Veo que se levanta. Mmientras argumenta que va al sanitario, desciende las escaleras. De inmediato, yo también las bajo: voy tras de ella. La alcanzo en el penúltimo peldaño. Ella sonríe, nos miramos a los ojos por unos instantes, y enseguida surge la plática.

—Hola, me llamo Gonzalo.

Ella me  vuelve a mirar, está nerviosa. Aún así, me contesta:

—Mucho gusto. ¿También tuviste miedo del cimbrar de las tazas?

—No, ni lo sentí. La verdad, me gustaste desde que te vi llegar.

—¡Vaya! ¡Qué directo eres!

De nuevo se cimbran las paredes. Empiezan a caer los cuadros. Ella me abraza, asustada; la protejo mientras corremos hacia la calle. Busco con la mirada algún lugar seguro.

 A los pocos minutos, ya estamos afuera del café, resguardados a pocas cuadras.

Volvemos la mirada hacia atrás: todo es un caos. El cimbrado fue una réplica del temblor. Nosotros logramos correr hacia otro lugar un poco más seguro. Tomados de la mano, buscamos el café donde pocos minutos antes estábamos. Es una escena salida de una película de terror: la parte alta está hecha añicos. Ella se abraza a mí tan fuerte como puede. Conmovida, empieza a llorar. Atrás ha quedado el grupo de sus amigas, se escucha las sirenas de las ambulancias. Ella nuevamente se aferra a mis brazos.

Los minutos pasan con lentitud. El conjunto de edificios donde se ubica la cafetería ha quedado en ruinas.

Respiro para alejar esos recuerdos. Decido  entrar a la cocina por un café para seguir disfrutando la caída de las hojas  mientras lo bebo.

Al salir al patio de nuevo, el que empieza a llover soy yo.

Cierro los ojos por unos instantes. Creo sentir el mismo abrazo, percibir su perfume, el Chanel #5…

Pero al abrirlos no es Rebeca, es otra la que está a mi lado. De Rebeca solo tengo el recuerdo de sus labios rojos como un boceto.

No quiero que se me borre su imagen.

Hay que meter al perro.

El huracán viene con una fuerza descomunal.

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