Inicio Cultura La Triste Historia De La Cándida Beatriz En El Casino Caliente

La Triste Historia De La Cándida Beatriz En El Casino Caliente

2
1

foto1

Beatriz, vestida con un  traje rojo  que entallaba  su  curvilínea figura, y adornado su  espigado cuello con un collar de perlas cultivadas, celebraría su cumpleaños 75 en el “Casino Caliente” de la ciudad, lugar al que asistía todas las tardes para apostar a los juegos de azar. A pesar de su edad, cierta frescura de juventud y una encantadora inmadurez le facilitaba relacionarse con la gente joven.

Casino Caliente era un lugar elegante, atractivo, con iluminación media y decorado con grandes siluetas femeninas en diferentes expresiones artísticas –o eróticas, según se quiera ver. Decenas de máquinas tragamonedas o traga tarjetas emiten luces de colores, y sonidos de cornetas y campanas cuando el cliente resulta premiado. También hay  ruletas, sala de bingo, mesas de blackjack, de póker y otros juegos.

El lugar había sido inaugurado recientemente en la ciudad de provincia de Beatriz, y era moda que numerosas personas acudieran al pasatiempo: jóvenes  ansiosos de probar fortuna en el juego, gente mayor con la cabeza cana, ancianas con mechones desteñidos o en sillas de ruedas, todos dialogan con las máquinas mientras otros rostros surcados por  el  tiempo mitigan su soledad en las mesas de apuesta.

Beatriz  es viuda, su difunto  esposo  le heredó el suficiente dinero  para vivir sin apuro alguno el resto de sus días. Para distraerse, comenzó a frecuentar el casino en compañía de unas amigas que le enseñarían los secretos para desvalijar a las máquinas o al croupier del  blackjack, o al de la ruleta. A pesar de su herencia, sentía temor de que se le agotaran los recursos y de quedarse en la pobreza. Sus amigas, jugadoras experimentadas, la habían convencido de que Casino Caliente era un lugar para distraerse y aumentar sus finanzas. Si bien con algo de riesgo, poniendo ciertos cuidados y jugando con responsabilidad no solo se divertiría, sino que también podría ganar dinero.

Una de sus amigas, Elisa, apostaba fuerte. Había ganado en la ruleta con unas cuantas jugadas la nada despreciable cantidad de un millón de pesos. Beatriz quería ser como ella: ducha en las apuestas para  incrementar la pequeña fortuna que le dejara su marido. Pronto aprendió el manejo de las máquinas y las reglas. Con seguridad apostaba en la ruleta o en los juegos de cartas y, cuando se aburría, en las  máquinas  pues el sonido de las monedas al caer en la recolectora, y las luces y los sonidos de los artefactos la excitaban y, así, alejaba un poco sus nostalgias.

En el bingo compartía la mesa con una señora encopetada, doña Emilia, de cabello platinado y  lentes con  vistosa cadena dorada. Quizá de abundantes recursos económicos, pues compraba en cada jugada hasta 8 cartillas que atendía a la vez con eficiente habilidad, todos los días iba al casino de las cuatro de la tarde hasta la medianoche de mucho tiempo atrás. –“Pocas  veces  gano, es  para distraerme”–, decía doña Emilia. Le gustaba  sentir la emoción, ese estrés que produce la esperanza de ganar el gran premio.

Una tarde, después de la comida  –ahí mismo en el casino–, Beatriz  entró a la sala del bingo en compañía de una sobrina, una muchacha bonita de apenas 18 años que trabajaba en una tienda de ropa a cambio de un modesto sueldo para ayudarse en sus estudios. Jessica, tal era su nombre, sacó un billete de cien pesos y compró una cartilla que se vendía a diez. Jugó una y otra vez, y otra más, hasta perder su dinero. De pronto se levantó enfadada y le reprochó a su tía que la hubiera invitado al casino. –“¡A mí no me gusta esto!” –, dijo furiosa. “¡Me enojo mucho cuando pierdo!”. Doña Emilia, con aire doctoral, le aconsejó que mejor no jugara, porque se necesitaba paciencia, constancia y prudencia  para el juego. Jessica, con los ojos húmedos,  respondió que mejor se iba y agregó: “¡No quiero tirar el  poco dinero que gano!”. Estresada, abandonó el lugar, dejando a su tía Beatriz y a doña Emilia ensimismadas en sus cartillas. Después, pasado el enojo, pensó: “Ya volveré un día para desquitarme…”.

 Beatriz se convirtió en una persona muy popular. Muchachos  y personas mayores admiraban su seguridad. De vez en cuando recibía el estímulo de los premios, no mucho, pues ponía ciertos límites en las apuestas.

Se hizo amiga de Mario y Candita, pareja de novios que todos los sábados acudían al casino para divertirse y también con la  secreta ilusión de incrementar sus recursos, pues pretendían casarse el año siguiente.

Mario y Candita habían ahorrado algún dinero para instalar su casa, pero aún les faltaba un poco para comprar lo necesario. Comenzaron a frecuentar el Casino motivados por los precios baratos del bufet que ofrecía el lugar. Además les obsequiaron dos pases por persona para jugar gratis al bingo. Cada sábado, después de la comida, jugaban hasta agotar las cortesías. Un día completaron la cartilla. “¡Bingo, bingo!”, con emoción gritó Candita. Entonces decidieron jugar más pagando sus propias cartillas, y ocasionalmente obtuvieron algunos otros premios de poca monta, lo que los motivó para asistir más seguido al casino.

Beatriz conoció a Roberto cuando una tarde jugaban en lugares vecinos. También había enviudado recientemente y se refugiaba en el casino todas las tardes. Era un poco mayor que ella. En un principio ni uno ni otro se percató de  su vecindad,  pero poco a poco fueron fijándose, hasta que una tarde se saludaron esbozando una tímida sonrisa.

Desde entonces se hicieron amigos y se aconsejaron mutuamente sobre las estrategias a seguir en las jugadas. En los ratos que se daban para relajarse y bajar las tensiones del juego, bebían alguna copa que las edecanes ofrecían sin costo. Entonces platicaron sus historias, y las coincidencias de su mutua viudez los acercaron un  poco más en su relación de amistad. Fue así que transcurrió algún tiempo, apoyándose en el juego, o riéndose de las ocurrencias de Roberto, que era bueno contando chistes.

Roberto dejó de asistir al casino. Había enfermado y tuvo que recluirse en su casa, víctima de una aguda depresión motivada por la muerte de su esposa, y también por sus cuantiosas pérdidas en el juego, en el que no encontró alivio para su tristeza. Sin embargo, sobreponiéndose a su adicción, y consciente de los graves estragos que las apuestas le ocasionaban, recurrió a un centro de personas con la misma adicción –llamado “Ludópatas Anónimos” – en donde encontró ayuda y comprensión. Beatriz lo extrañaba, se dolió porque no le hubiera dejado noticia alguna sobre el motivo de su ausencia.

En el Casino Caliente la suerte favorecía a Beatriz. Eran más las veces que ganaba que las que perdía, y vio incrementado su dinero al cabo de 6 meses. Era precavida, no apostaba más allá de lo prudente. Sin embargo, a veces se  atrevía un poco más y veía premiada su audacia.

Esto comenzó a animarla para seguir apostando fuerte, como su amiga Elisa, con la esperanza de ganar alguna buena cantidad en una sola jugada. Hasta que un día se llevó un gran susto. Duplicó y triplicó la apuesta, presa de la ambición, cuando de pronto la suerte cambió a la banca, las cosas salieron mal y Beatriz  perdió cuantioso dinero en la ruleta, lo que la deprimió durante los siguientes días.

Pudo recuperarse de su estado anímico y, con optimismo, regresó al Casino. Se propuso ser más cautelosa,  de tal modo que jugaría  con responsabilidad. Pero he aquí que, sin darse cuenta, de nuevo comenzó a apostar fuertes cantidades y, al cabo de dos meses, Beatriz prácticamente se había quedado sin un centavo. Las pérdidas eran considerables, pero conservó la esperanza de recuperarse con un solo golpe de suerte.

Impulsada por la necesidad incontrolable de jugar, la adrenalina le hacía estragos. Su estado emocional se fue deteriorando y una  tarde en la ruleta, siempre apostando a los números rojos, vio cómo la rueda se detenía una y otra vez en su color y número favoritos, y cómo el croupier le entregaba un montón de fichas una y otra vez. Eran tantas que no cabían en la mesa, se desparramaban hasta sus pies, formaban un montículo que poco a poco la fue cubriendo hasta desaparecer dentro de ellas.  Cuando volvió a  la realidad, lloró sin consuelo: soñaba despierta.

Era tal su obsesión que, al no tener dinero, recurrió a los  préstamos. Pidió a sus amigos a quienes no les pudo pagar. Después se acercó  a don Evaristo, un hombre viejo  de alta estatura  aunque ya encorvado, con profundas arrugas en el enjuto rostro, que escondía la mirada tras unas obscuras gafas, de sombrero de fieltro, ajado, sonrisa amarillenta por el tabaco, vestido con un traje raído y corbata de moño negro y, como los caballeros de añejos tiempos, usaba polainas.

Don Evaristo recorría las salas de juego, saludando con aparente afecto y malicioso gesto a los jugadores, ofreciéndoles sus servicios financieros por si necesitaban ayuda para seguir  apostando. “¿Cómo está fulanita o fulanito?”, saludaba dando palmadas en los hombros de las personas. De mala gana le respondían, percatándose de sus secretas intenciones. “Bien, don  Evaristo”, dijo alguno. “Por el momento no necesito nada, déjeme concentrarme en el juego, por favor”. “Está bien, está bien”, respondía, y parsimonioso agregaba: “Pero ya sabes, estoy a tus órdenes, no te olvides”.

Era un feroz agiotista y proporcionó dinero a Beatriz a cambio de la hipoteca de su casa bajo condiciones onerosas. Cumplido el plazo, ella no pudo cubrir ni tan siquiera los  intereses. Don Evaristo se quedó con la propiedad y, “piadoso”, le dio a Beatriz una modesta cantidad para compensarla. Beatriz se quedó sin nada.  Entonces supo lo que era vivir en la pobreza con una modesta pensión, en un pequeño departamento de vecindad, que fue lo último que le quedó de la herencia que le dejara el difunto.

A  pesar del desastre, no dejó de acudir al Casino. De su pensión sacaba algunos pocos pesos para jugar en las máquinas, siempre con la esperanza de recuperarse, aunque para ello sacrificara condiciones de bienestar personal. Su salud se deterioró, ya no tenía para vestir con elegancia,  se volvió introvertida, bebía numerosas copas, le temblaban las manos,  aquel aire juvenil había desaparecido, y sus amistades se fueron alejando de ella.

Presa de la confusión mental, Beatriz reñía con las máquinas. A gritos, con palabras altisonantes, y golpeándolas con los puños cerrados, reclamaba el premio a esos “maléficos robots”, según decía, que la despojaban de su dinero. A los vigilantes no les quedó otro recurso que sacarla del lugar. Sin embargo, al día siguiente regresaba más calmada y le permitían la entrada con la advertencia de que se portara bien. Los asistentes comenzaron a llamarle “la Loquita del Casino”, hasta que las cosas llegaron a más, y no la dejaron entrar. Desde entonces vagó sola por las cercanías del lugar. Pensó algunas veces en el suicidio, pero no se atrevió. Un rayo de esperanza aún la sostenía.

En alguna de sus andanzas se encontró con Mario y Candita, que se reprochaban sus desdichas: habían perdido todos sus ahorros. También habían sido víctimas de don Evaristo, que se quedó con las cosas nuevas que  compraron  para su  casa. “Tú te tienes la culpa Mario. Te dije que no apostaras tanto pero, terco, terco que eres, no me hiciste caso”, decía Candita. “Y ese don Evaristo, por qué le aceptaste dinero.”

Beatriz los miró con profunda pena, y con palabras buenas los consoló hasta donde le fue posible. También les narró lo suyo, y los tres reflexionaron sobre sus historias.

Un elegante y distinguido señor se les acercó. Beatriz no lo reconoció de inmediato, pues mucho había cambiado su aspecto. Era Roberto. Había rejuvenecido y no era ya aquel descuidado anciano que conoció en las máquinas tragamonedas. Por el contrario, su aspecto denotaba a un hombre seguro de sí mismo. En realidad siempre lo había sido: un próspero empresario que había evadido su mundo, refugiándose en Casino Caliente en busca de alivio para la soledad.

Platicaron sus cuitas y Roberto les invitó a pertenecer a un club de amigos generosos que los ayudarían a todos: “Ludópatas Anónimos”. Aunque no entendieron de inmediato el significado del nombre, Roberto explicó los alcances del grupo para las personas que, como ellos, habían caído en las garras del juego compulsivo.

Una a una y uno a uno participaron en las sesiones de terapia: “Me llamo Beatriz y soy ludópata”, decía ella al iniciar su participación. Narraron sus desventuras en el Casino Caliente. Pero como no les era posible dejar  la manía del juego de un día para otro, también participaron en ejercicios de grupo jugando a la lotería  mexicana, al principio con muy bajas cantidades de dinero, y después con semillas de frijol que Beatriz se iba comiendo compulsiva sin darse cuenta mientras se cantaba la lotería: “el diablito; la muerte calaca y flaca; el árbol de la noche triste; el que le cantó a San Pedro, el gallo; el Sol sale para todos…”. “¡Lotería, lotería!, ¡Gané! ¡Gané!”, gritaba Beatriz como niña.

En las entrevistas, los psicólogos les hicieron reflexionar sobre sus problemas haciéndoles ver que, en realidad, los únicos que salían beneficiados eran los propios empresarios, pues las máquinas estaban programadas de tal modo que la casa nunca perdía, y que eran los jugadores quienes hacían millonarios a los dueños de los casinos.

Pasó el tiempo, descifraron sus problemas. Poco a poco dejaron el hábito del juego, aunque de vez en cuando se divertían con la lotería mexicana, apostando palomitas de maíz que Beatriz  se comía con mejor gusto que los frijoles crudos. Reconstruyeron sus vidas.

Mario y Candita al fin se casaron, como era su propósito, y formaron un hogar.

Don Evaristo siguió explotando a los jugadores empedernidos, hasta que un fulminante ataque al  corazón lo dejó tendido sobre la alfombra roja del casino, mientras las luces, los ruidos de las máquinas, y el tintinear de las monedas celebraban los premios, o tal vez el fin del usurero. Los jugadores, enajenados, no se percataron de la muerte de don Evaristo, o se hicieron los desentendidos. Unos camilleros discretos se llevaron el cadáver sin que nadie se diera cuenta de lo acontecido.

Roberto y Beatriz siguieron tratándose durante algún tiempo. Continuaron jugando a la lotería mexicana y el que ganaba, además de los centavitos del pote, recibía del otro un beso como premio, en la mejilla, en broma, como amigos. Poco a poco los besos se fueron aproximando más y más a los labios, como quien no quiere la cosa…o como quien sí la quiere. Aún conservaban cierta timidez, rezago de antiguos tiempos, recatos del pasado que les tocó vivir, hasta que un día no pudieron más: vencieron sus temores, sus preocupaciones de ser infieles  a la memoria de sus cónyuges difuntos, y se besaron apasionadamente. Se habían enamorado.

Y así, una y otra vez, apuntando la lotería, y entre beso y beso, se alejaron de sus soledades.

Decidieron contraer matrimonio.

La noche de su boda, al salir de la iglesia, sus jóvenes amigos Mario y Candita portaban un gran letrero escrito con flores rojas que decía: “Desafortunados en el juego… ¡afortunados en el amor!”.

César Ramón González Rosado

1 COMENTARIO

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.